El avión tomó
tierra, al fin. “Hace un calor de mil demonios”, pensaba el sargento primero
Manuel Andújar Jiménez, especialista mecánico de automoción, nada más pisar la
vieja pista de aterrizaje soviética, en la localidad afgana de Qala-i-Naw,
donde se asienta la base española “Ruy González de Clavijo”. Manuel Andújar,
sargento primero Andújar para todos, Manolo para los compañeros y amigos, nació
en el municipio tinerfeño de El Sauzal, hace treinta y cuatro años; se casó con
Ángeles, tres años más joven, también sauzalera, hace cuatro; y ambos son padres de una preciosa
niña de tres añitos, María. “Me duelen los riñones y la cabeza”, seguía pensando
Andújar; “… y vaya viajecito, once horas entre vuelos y esperas en aeropuertos…
Se lo tengo que contar a Ángeles, para que se queje de las dos horas y media de
vuelo de Tenerife a Madrid, aquel fin de semana que pasamos… ¡Ufff, qué fin de
semana, ahora que recuerdo…! Tenemos que repetirlo cuando vuelva; e ir al
teatro y a un musical…”.
—¡Manolo,
despierta, que estás en las nubes! —le decía su amigo, el brigada Francisco
Ramos, Paco para él, especialista de electricidad de automoción.
—Soldado, ¿de qué
unidad eres? —preguntó el sargento primero Andújar a uno de los centinelas.
—Del Regimiento de Infantería Soria número
9, con base en Fuerteventura, mi sargento —respondió el soldado.
Atardecía esa
jornada de 15 de mayo de 2012. Los treinta y cinco militares procedentes del
Mando de Canarias ya cruzaban la pista
de aterrizaje camino de la base, a tan sólo cien metros del avión.
La Base de Apoyo
Provincial (PSB, del Inglés Provincial Support Base) “Ruy
González de Clavijo”, mandada por un coronel, está ubicada en el distrito de
Qala-i-Naw, en la provincia de Badghis, y acoge al grueso de las tropas
españolas y al Equipo de Reconstrucción Provincial (PRT, del Inglés Provincial
Reconstruction Team) español, al que desde ese día pertenecía el
sargento primero Andújar.
Aquella noche,
Andújar y todos los recién llegados durmieron de un tirón. A la mañana
siguiente, cada cual se hizo cargo de su responsabilidad en su nuevo destino.
El tiempo preciso de puesta al día, según el caso, y al tajo. En pocas fechas,
cada cual estaba ya hecho a la nueva situación.
Los días se le
hacían largos al sargento primero Andújar, a pesar de que en el taller de la
base no faltaba trabajo; cada día pasaba un vehículo el imprescindible
mantenimiento, cuando no había que reparar alguno averiado o accidentado. En la
tarde, al término de la jornada, Andújar se reunía con los mandos más allegados
en la cantina. Una partida de cartas o dominó, o una amena tertulia, o ambas
cosas, y de vez en cuando un partido de futbolín, ayudaban a pasar los días
lejos de la familia. Algunas tardes visitaba el gimnasio y ejercitaba los
músculos media hora, más otra media de bicicleta o cinta, en función de qué
aparato estuviese libre. Curiosamente, en proporción, muchas más eran las
mujeres que los hombres, los visitantes asiduos del gimnasio. Un par de veces a
la semana, Andújar, como todos, llamaba por teléfono vía satélite a su esposa o
le enviaba el consabido e-mail, contestando al que ella le había remitido
previamente. En el último, Ángeles le mandaba fotos de la niña, soplando las
cuatro velas en su cumpleaños. “María pregunta mucho por ti, cariño”, le decía
siempre, y siempre a Manolo le entraba esa congoja, ese desasosiego, esa nostalgia
que crea la distancia abierta entre los seres amados; y para el sargento
primero Andújar, lo más importante de su vida le aguardaba en Tenerife, muy
lejos de Afganistán.
En cada salida de
la base, al rescate de algún blindado español averiado, o de un vehículo de la
policía afgana con problemas, Andújar observaba el desolador paisaje urbano que
debían atravesar: por la calle de tierra, flanqueada de edificios de una o dos
plantas, en estado ruinoso en su mayoría, los hombres, cubiertos con turbante o con el peculiar gorro afgano, deambulaban
de un lado para otro, en la atmósfera polvorienta; hombres de tez tostada, de
mirada ruda, de gesto brusco tras la espesa barba en su mayoría. Un grupo de
mujeres, embutidas en el burka, cruzaban la calle a paso ligero, entre un
camión y otro; una de ellas tirando de un niño pequeño que volvía la vista
hacia el convoy. “Ese niño tendrá la edad de María”, pensó Andújar. En las
ventanas y puertas de algunas casas, colgados de ganchos, se exhibían, para su
venta, piezas de vacas y cabras, entre moscas y polvo, y en el suelo las
cabezas y patas de los animales. “Vaya panorama”, se dijeron con la mirada
Andújar y Ramos. Esa asfixiante tarde de 18 de junio, Manolo escribió un e-mail
a su mujer.
“…Esta mañana he
vuelto a salir de la base. Esto sí es calor, y no lo que hace en Canarias.
Estamos casi a cincuenta grados; dicen que en invierno se alcanzan los veinte
bajo cero. Menudo contraste. No me acostumbro a ver a esas pobres mujeres cubiertas
con el burka. Cuando se fueron del pueblo los talibanes, parece que se abrió
algo la mano, pero al poco se ha vuelto a exigir a las mujeres que no salgan a
la calle sin esa prenda espantosa. Algunas de las más jóvenes se atreven a
cubrirse con otras prendas menos agobiantes. Aquí la vida de una mujer no vale
nada. Y pensar que en occidente aún hay gente que habla de “respetar su
cultura”. Pero qué cultura ni que leches. En la tele te impresiona menos, pero
cuando las ves en vivo cubiertas con el burka, andando en grupos como fantasmas
azules, es otra cosa.
Aún no he visto a
ningún talibán, contestando a tu pregunta, pero me ha dicho un teniente de
Infantería, un tío muy salao con quien he hecho amistad, que se llama como tu
padre, Rafael, Rafael Quevedo, que los ha visto a cientos, y que en más de una
ocasión, durante las patrullas de reconocimiento que hacen cada día, han tenido
que repeler a tiros más de un ataque de esos cabrones, y que lo que más le jode
es que no les dejan, por orden del gobierno, perseguirlos y apresarlos, aunque
les acaben de pillar colocando un artefacto explosivo improvisado, vaya, una
mina, para que me entiendas, en el camino que transitan patrullando constantemente.
Pero tú tranquila, amor mío, que eso pasa lejos de la base, en una zona que se
llama el Paso de Sabzak, ya te digo, lejos de la base. Hoy he visto algo que,
conociéndote, de verlo tú, no te hubiese dejado dormir en una semana o en dos.
Era un anciano ciego; no tenía ojos, pero los párpados los tenía abiertos,
parecía que te miraba sin ojos. Se me puso la piel de gallina. En fin, cariño,
que ya llevo un mes aquí, y que el tiempo vuela y pronto estaré en casa,
dándote la vara con mis manías, que no sabes las ganas que tengo de repetir la
noche de despedida; ¡que polvete más bueno nos echamos! Dale un beso a María.
Otro para ti. Te quiero mucho, vida mía.” Manolo.
—Manolo… —le
llamó el brigada Ramos, justo enviando el correo.
—Joder, Paco, que
susto me has dado, estaba tan concentrado en…
—Acaban de comunicarnos
que se ha producido un atentado en Ludina, al norte de la base, un Lince pisó
una mina —dijo Ramos, sin dejarle acabar la frase.
—¡Por Dios… Me
cago en la leche que han mamao esos cabrones…! ¿Ha habido víctimas?
—Un teniente y
una soldado, que iban delante, han perdido una pierna, otro soldado está herido
grave, un cuarto soldado y un intérprete civil sólo tienen contusiones —aclaró
el brigada.
—Un día podría
pasarnos a cualquiera de nosotros… No quiero ni pensarlo…
—El teniente
herido es compañero de promoción del teniente Quevedo, Agustín Gras Baeza, aun
un chaval… Acabo de ver a Quevedo antes de encontrarte, y está el hombre muy
jodido; parece que son buenos amigos —suspiró el brigada, cabizbajo.
El tiempo
transcurría envolviendo en la rutina al sargento primero Andújar. A primera
hora de cada mañana, los componentes de la ULOG, en formación, daban novedades
al teniente coronel jefe de la unidad; luego del desayuno, cada cual se
enfrascaba en las tareas pendientes y en las que llegaban cada día, en
cualquier momento. En ocasiones, Andújar observaba un rato cómo los soldados de
la guardia de la entrada controlaban el acceso del personal civil de servicios
auxiliares. Todos pasaban por el arco detector de metales. Eran hombres y
mujeres afganos, y se preguntaba si todos eran amigos o entre ellos habría
algún enemigo infiltrado; algún informador de los talibanes. El teniente
Quevedo ya le había dicho, días atrás, que el Servicio de Inteligencia había
detectado extraños comportamientos de un mecánico afgano, y que, para evitar
males mayores, fue despedido pocos días antes de que llegara el contingente
canario. Andújar recordó los seis meses que pasó en la base española en Bosnia.
Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurriría adentrarse de paseo por
las callejuelas de Qala-i-Naw, en Mostar Aeropuerto, lugar donde se asentaba la
base española, los militares españoles eran saludados y agasajados por sus
habitantes, agradecidos por la labor de reconstrucción de tantos servicios
destruidos durante aquella terrible guerra. De la base de Qala-i-Naw o de
cualquier otra base afgana, sólo se salía de patrulla de reconocimiento o para
auxiliar a vehículos averiados o accidentados, con heridos o sin ellos, y
siempre cumpliendo escrupulosamente el protocolo de seguridad establecido.
Era el mediodía
del domingo 26 de junio, cuando se dio la voz de alarma. Un explosivo
improvisado había estallado al paso de una patrulla de reconocimiento rutinario
por la ruta Lithium, al norte de la base; el vehículo afectado fue el Lince que
encabezaba el convoy formado por tres blindados Lince LMV y cuatro RG-31. Se
confirmó la muerte del sargento Manuel Argudín Perrino y la soldado Niyieth
Pineda Marín; un cabo y dos soldados resultaron heridos.
Aquella noche,
Andújar no pegó ojo; apenas lo hizo el brigada Ramos, su compañero de
dormitorio.
—No dejo de
pensar en el sargento Argudín… Tenía mi edad, estaba casado… y deja viuda y dos
huérfanos —susurraba Andújar.
—Pobre mujer,
cuando le den la noticia —dijo Ramos.
—Y dice el
gobierno que aquí no estamos en guerra, ¿entonces qué puñeta es esto? Y a
cualquiera de nosotros nos puede tocar… en cualquier salida que hagamos… a
cualquiera de nosotros…
—Así es, Manolo.
Mejor duerme un poco.
—Parece que la
carga del explosivo era muy superior al que reventó otro Lince hace… ocho días…
Sólo de pensar que pudiera faltarle a mi hija, ahora… sólo tiene cuatro añitos,
Paco… Joder, pobre sargento… Y pobre soldado, una chica joven… Y luego dicen
que aquí no estamos en guerra… Joder, Paco, cuantas ganas tengo de estar con
Ángeles y la niña… Joder, cuantas ganas…
—Duerme, Manolo;
duerme, que mañana será un día jodido.
En la base, la
bandera de España ondeó a media asta durante tres días.
Amanecía el 20 de
julio, uno de esos días en que las piedras gritaban, achicharradas por el sol
afgano. El convoy formado por dos Lince LMV y cuatro RG-31 salían de la base “Ruy González de Clavijo”. Un todoterreno de
la policía afgana se había averiado a sólo diez kilómetros al sur de la base
española. El teniente Quevedo, en el vehículo de vanguardia, un blindado RG-31,
mandaba la expedición; tras él, el cabo primero Zamorano y los soldados
Navarro, Sáenz y García, de la ULOG, a las órdenes del sargento primero
Andújar, viajaban en un Lince LMV; detrás los demás vehículos.
“Será coser y
cantar. Seguro que es una tontería; esos coches de la policía afgana deben
tener peor mantenimiento que los bugas
de algunos pibes de mi barrio”, decía el cabo primero, chicharrero, un muchacho
que siempre andaba bromeando. El sargento primero Andújar no quitaba la vista
del blindado de delante. Se había ajustado bien el chaleco y el casco de kevlar,
capaces de resistir, a cierta distancia, el impacto del disparo de un AK-47, el
famoso Kalashnikova
ruso, fusil empleado por los talibanes. Pensaba en qué avería dichosa se iba a
encontrar en aquel todoterreno de la policía afgana; en cuánto tardarían en
repararlo o en sí tendrían que remolcarlo hasta la base.
—Se está bien dentro de estos
blindados; el aire acondicionado funciona que da gusto… afuera, a pleno sol,
con tanto pertrecho nos vamos asar
—dijo, el sargento primero, a los hombres a su cargo, en tono de broma.
—Una cervecita helada nos
tendríamos que haber traído, mi sargento —bromeó a su vez el cabo primero.
“Una cañita fría me tomaba yo ahora
con Ángeles y mi niña, en una terracita, a la sombra, allá en mi pueblo… ya
queda menos”, pensó Andújar, que sonreía recordando a su esposa y a su hija.
Entonces todos sucedió en menos de
un suspiro: El estruendo fue brutal, sobrecogedor; el calor subió como un rayo
mortífero de los pies a la cabeza; los tímpanos zumbaron como si un ariete por
cada lado hubiese golpeado justo en cada oreja, penetrando hasta el oído
interno; el Lince botó como si un resorte gigante lo hubiese impulsado hacia el
cielo, como si el blindado de seis toneladas y media de acero fuese un coche de
feria de hojalata. Por la mente del sargento primero Andújar, en un segundo,
volaron las imágenes de toda su vida. La muerte de su padre; su boda con
Ángeles; el nacimiento de María. Andújar fue recuperando la conciencia, que en
parte había perdido. Se tocó las piernas; se palpó el pecho y la cabeza; uno y
otro brazo. Estaba entero. Sólo sangraba por la boca; poca cosa. Por los
conductos del aire entraba humo negro; por fortuna, la puerta del conductor
había salido volando y entraba aire de fuera, que le pareció fresco, comparado
con el que dentro se respiraba. Luego gritó:
—¡Zamorano, Navarro, Sáenz,
García!, ¿están bien? ¡Me cago en la puta! ¿Están bien, joder? —se desesperaba
angustiado, mirando tras de sí y a su lado, zarandeando a García, que conducía
el vehículo.
—iYo estoy bien, mi sargento!
—gritó García, que fue secundado por Sáenz y por Navarro.
—¡Hijos de puuutaaa! —gritó
Zamorano.
—¿Estás herido, Zamorano? —le
preguntó Andújar, a voces, casi sordo, con los oídos zumbándoles.
—Sí, mi sargento, estoy bien, salvo
que me duelen los guevos, ¡coño!… Y
qué susto, mi sargento… ¡Joder, qué susto que tengo en el cuerpo!
De súbito se oyeron las ráfagas del
inconfundible AK-47. Desde la ladera que bordeaba el camino, a la derecha del
convoy, tras grandes rocas, los talibanes disparaban. La respuesta de los
infantes del Regimiento de Soria nº 9 fue inmediata. Las ametralladoras de
12’70mm de los blindados hicieron fuego sobre el enemigo. Durante cinco minutos
el fuego cruzado fue tremendamente recio. De pronto cesó. El grueso de los
talibanes huyó por una vía de escape; detrás dejaron siete muertos. No hubo
bajas españolas.
Esa noche, en la base, todos
celebraron que nadie resultara herido. Andújar se fundió en un abrazo con los
cuatro hombres que iban con él en el vehículo cuyo blindaje les salvó la vida.
“Por unos centímetros, el RG-31 que encabezaba el convoy no debió pisar el
explosivo improvisado talibán”, explicaba el teniente Quevedo. “Quiso Dios que la carga del explosivo no
fuera tanta como en los últimos dos atentados”, decía Andújar al teniente,
mientras éste le abrazaba efusivamente. “La madre que me parió, Manolo”, voceó
el brigada Ramos, abrazando también a su amigo. A los abrazos y felicitaciones,
se unieron los guardias civiles de la dotación que formaba cada día a los
policías afganos. El reconocimiento médico confirmó que los cinco afectados por
la explosión estaban bien, y que el zumbido de los oídos se iría en unas horas.
“Sus hombres y usted, sargento, tienen un Ángel de la Guarda más grande que el
de la escultura de la Avenida de Anaga, en Santa Cruz, y no sabe cuánto me
alegro”, le había dicho el médico que reconoció a Andújar, un joven capitán
grancanario. El coronel jefe de la base y el teniente coronel jefe de la ULOG
departieron largo y tendido con los supervivientes de lo que pudo haber sido
una tragedia más de las sufridas por el Ejército español en Afganistán.
A las 23’45h en Qala-i-Naw, las
19’45 hora canaria, Manuel Andújar llamaba por teléfono vía satélite a su
mujer.
—Ángeles, amor mío…, vida mía…, soy
Manolo —decía, tratando de disimular la emoción.
—Ya sé que eres tú, cariño. Qué
alegría, no esperaba hoy tu llamada… Pero, ¿estás bien, Manolo? Te noto la voz…
—Muy bien, muy bien, cariño… Es que
tenía muchas ganas de hablar contigo.
—Y yo contigo, cariño. Pero, dime
la verdad, Manolo, algo te pasa, mira que te conozco…
—¿Es que no puedo llamarte cuando
te echo de menos…? —Andújar había decidido no hablar a su esposa del atentado;
el conocerlo no haría más que angustiarla sobremanera hasta su vuelta,
innecesariamente—. Y la niña, ¿cómo está mi niña?; ¿Cómo está María?
—Bien, muy bien; siempre
preguntando por ti… Espera, Manolo… Sí, es papi… Te la pongo, cariño, que no me
deja, que quiere hablar contigo…
—Paaapiii…
—María, mi niña bonita —decía Manolo,
casi sin poder hablar, embargado por la emoción.
María, como siempre, le contó a su
padre esas cosas de niños que, aunque no se entiendan del todo, a un padre
siempre gusta escuchar. Manolo seguía haciendo un esfuerzo sobrehumano para
disimular su emoción.
—Ya está, ya está, María, ya le has
dicho adiós a papá veinte veces… Ahora deja que hable yo con él… Cariño, ¿estás
ahí? —preguntó Ángeles, sentando a la niña en su regazo.
—Sí, sí, te escucho, mi vida…
—Tengo que darte una noticia…
—Espero que sea buena… Dime, dime.
—María va a tener un hermanito… o
hermanita, que aún no lo sé.
—¿Qué? ¿Cómo dices, Ángeles? —decía
Manolo, a quien los oídos aún le molestaban.
—Que vas a ser padre otra vez… ¡Que
estoy embarazada! —afirmó Ángeles, elevando la voz.
—¿Qué estás… embarazada? —musitó
Manolo, ya sin poder reprimir la emoción, ante tan buena nueva inesperada, al
término de aquel día, en el que sin duda había vuelto a nacer.
—Cariño… ¿estás llorando?
—Es… la alegría de la… noticia, mi
amor; ¡vaya sorpresa!
—La noche de tu despedida, Manolo;
aquella noche… Pero no llores, cariño, que me vas a hacer llorar a mí…
Al día siguiente amaneció como otra
jornada más en Qala-i-Naw, y los hombres de la base “Ruy
González de Clavijo”, militares españoles, hombres y mujeres, padres, esposos,
hijos, se ocuparon, un día más, de la formación de los hombres del ejército y
policía afgana, hombres que guardarían el orden cuando las fuerzas
internacionales abandonaran aquellas inhóspitas tierras.
El veintidós de diciembre, en el Hospital
Universitario Nuestra Señora de la Candelaria, Ángeles, aferrada a la mano de
su esposo, daba a luz a un precioso niño que pesó tres kilos setecientos
cincuenta gramos; se llamaría Manuel, como su padre.
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