En el rincón de cada mañana en la
cafetería de todos los días, Rafael miraba a los transeúntes pasar a través del
ventanal turbio, salpicado de la lluvia que caía con estrépito. El cielo lo
cerraba un inmenso nubarrón oscuro. En un instante, el bar se llenó de gente
que buscaba refugio, y las pequeñas mesas redondas se ocuparon de una
variopinta clientela, sin duda bienvenida para
Félix, el abnegado dueño del pequeño establecimiento: Cafetería Lepanto.
Entre Félix y Rosa, su mujer, atendían
el negocio desde que lo abrieron, hacía ya más de treinta años. Rafael sólo
tenía que cruzar la calle, su casa estaba justo enfrente. Miles de cafés,
centenares de platos combinados y bocadillos y alguna que otra copa de más se
había tomado Rafael en aquel lugar, con la única compañía del periódico, un
libro, o la charla, a ratos con Félix, a ratos con Rosa. Pero, sin duda, la
compañía más querida por Rafael, poeta de vocación, siempre fue una vieja
libreta y alguna de las plumas estilográficas que coleccionaba.
Hacía seis años
que Rafael se había jubilado; poco antes de que la empresa familiar en la que
había trabajado los últimos veinticinco echara el cerrojo para siempre. Los
hijos del propietario no quisieron seguir la tradición familiar. Y desde
entonces Rafael pasaba tantas horas en la Cafetería Lepanto como en su casa.
Ahora observaba con curiosidad a la gente que llenaba su segundo hogar. La mesa
más cercana a la suya la ocupaban cuatro jovencitas que no hacían más que
hablar a gritos y reírse, cuando no se enfrascaban con uno de esos modernísimos
teléfonos móviles que hacen de todo. Rafael se asombraba de la velocidad con
que las muchachas enviaban mensajes escritos, a la vez que mantenían la
conversación. A veces era una de ellas la que escribía un mensaje, o recibía
una llamada y le hacía señas a las otras, como queriéndoles indicar algo en
relación a esa llamada; entonces más se reían y gesticulaban. Pero en más de una
ocasión eran dos, tres o las cuatro las que manejaban cada cual su moderníaimo aparatejo
para una u otra cosa, como si la vida les fuera en ello.
A una mesa más
allá se había sentado un hombre que no debía llegar a los cuarenta, muy
emperchado y repeinado. Rafael observó que aquel, supuso ejecutivo, se había
secado la cabeza con unas servilletas de papel, cuidando mucho de no despeinar
su engominada tupida cabellera. Luego de pedir a Rosa un cortado, posó sobre la
mesa un pequeño ordenador portátil, al que enchufó uno de esos chirimbolos que
te enlazan con Internet; después se endosó unos auriculares conectados al
portátil y comenzó a hablar con un sujeto que le contestaba asomado a la
pantalla. De vez en cuando, la pantalla se dividía en varias partes y el
interlocutor del caballero engominado
aparecía reducido de tamaño, mientras que en otros cuadraditos se veían
esquemas y cifras.
Después
observó, más allá, en la mesa del rincón al otro lado del café, a un mozalbete
de pelo alborotado y perilla a la antigua usanza, sacar de una mochila una
especie de tablilla a la que fijó la vista para no apartarla salvo para asir la
tacita de café que tomaba a sorbos. “¿Pero qué mira ese muchacho en esa especie
de tablero?”, se preguntaba Rafael. “Ah, un libro electrónico de esos…”, cayó
en la cuenta. “¿Pero cómo se puede leer una novela o un poema en esa cosa tan…
tan fría, tan amorfa? En fin…”, murmuró sacudiendo apenas la cabeza y cerrando
los ojos.
Rafael se
asombraba de cómo y cuánto habían avanzado las tecnologías. Entonces miró su
libreta abierta, inmaculada aún esa mañana; ni el primer verso de un triste
poema había sido capaz de escribir. Destapó y tapó la pluma una y otra vez,
tratando de buscar un motivo que le inspirara, al menos, los dos o tres primeros
versos, o la primera frase de algún relato ingenioso. Nada. Hacía tiempo que no
lograba escribir algo decente en la cafetería, sólo lo hacía en la tranquilidad
de su casa. Y menos ese día; con tanto bullicio, difícilmente le llegaría la
inspiración deseada. La cafetería estaba atestada de gente gritona y no dejaba
de llover a cántaros; de allí nadie se movía. Cada tres por cuatro sonaba el
móvil de alguien y este alguien contestaba a gritos para hacerse oír al otro
lado. Rafael no pudo más. Cerró la libreta e hizo señas a Félix que entendió
que su cliente más antiguo, buen amigo ya hacía tiempo, le indicaba que le
apuntara los dos cafés con leche que se había tomado esa mañana. Rafael se guardó la libreta y la
estilográfica en uno de los bolsillos de la chaqueta, se subió la solapa, y
salió de Lepanto a paso ligero, bajo la lluvia.
“Hogar, dulce
hogar”, pensó Rafael atravesando el umbral de la puerta del recibidor. Con una
toalla se secó la calva y con los dedos recompuso los cuatro pelos. Se sentía a
gusto en aquella casa antigua, de gruesas paredes y techos altísimos. Se asomó
a la ventana y escudriñó tras el ventanal de la cafetería que desde su casa, en
la segunda planta, se apreciaba perfectamente. Hacía tiempo que no la veía así
de abarrotada; se alegró por Félix y Rosa. Pensó en las jovencitas y sus
móviles, en el ejecutivo y su moderno portátil, en el muchacho del libro
endiablado, y en el vocerío que aquella gente mantenía para comunicarse entre
sí. “A pesar de tanto adelanto, la gente
grita y grita, como siempre, o más que antes”, se decía susurrando. Suspiró y
miró a la estantería donde guardaba sus libros más preciados, una colección de
literatura clásica universal encuadernada en piel: un puñado de las mejores
obras literarias de todos los tiempos: Cervantes, Lope, Calderón, Unamuno,
Ovidio, Virgilio… Los mejores literatos estaban en aquella fantástica
colección. Extrajo el primer libro que alcanzó con la mano: El Buscón, del
genial Quevedo. Lo abrió y aspiró el aroma de sus páginas, esas de grueso papel
amarillento. Olía a literatura, a historias extraordinarias e intemporales; a
narrativa magistral. Aireó las hojas y volvió a olerlas cerrando los ojos.
Luego observó la portada, con devoción, como quien contempla una obra de arte
plasmada en un lienzo. “¿Cómo se puede leer a Quevedo en aquel artilugio?”, se
preguntó, guardando con mimo en la estantería el apreciado libro.
Rafael volvió a asomarse a la ventana.
El aguacero escandaloso se había tornado en un chispear silencioso. Algunas
nubes debieron abrir paso al sol allá arriba, y la atmósfera limpia se iluminó
como por arte de magia. El viejo poeta se sintió inspirado de súbito; alentado
por aquella estampa inesperada. Se sentó a la mesa camilla, junto a la ventana,
después de descorrer cortinas y visillos y llenarse de luz la habitación. Abrió
la libreta y destapó la pluma. Inspiró llenando los pulmones y comenzó a
escribir deprisa, para que no se le escapara la inspiración.
Entre tanto,
detrás de Rafael, en la estantería alguien murmuraba:
—¿Ha sido vuestra
merced, don Francisco, el que le ha dado hoy a nuestro amigo el empujoncito?
—inquirió don Miguel de Cervantes a su vecino don Francisco de Quevedo.
—Así es, don Miguel,
a bien lo he tenido… ¿O es que no ha apreciado vuestra merced con qué respeto y
consideración me ha tratado don Rafael? —contestó Quevedo, alzando las cejas.
—Con la misma que
a mí me trata, bien lo sabe vuestra merced; y bien sabe también vuestra merced,
don Francisco, que yo igualmente disfruto echándole una manita, en esos
momentos en los que el bueno de don Rafael anda escaso de ingenio… o de
inspiración.
—Lo sé, don Miguel,
lo sé; en ese menester siempre estaremos de acuerdo.