miércoles, 29 de marzo de 2017

La magia de los libros

 


En el rincón de cada mañana en la cafetería de todos los días, Rafael miraba a los transeúntes pasar a través del ventanal turbio, salpicado de la lluvia que caía con estrépito. El cielo lo cerraba un inmenso nubarrón oscuro. En un instante, el bar se llenó de gente que buscaba refugio, y las pequeñas mesas redondas se ocuparon de una variopinta clientela, sin duda bienvenida para  Félix, el abnegado dueño del pequeño establecimiento: Cafetería Lepanto. Entre Félix y Rosa, su mujer,  atendían el negocio desde que lo abrieron, hacía ya más de treinta años. Rafael sólo tenía que cruzar la calle, su casa estaba justo enfrente. Miles de cafés, centenares de platos combinados y bocadillos y alguna que otra copa de más se había tomado Rafael en aquel lugar, con la única compañía del periódico, un libro, o la charla, a ratos con Félix, a ratos con Rosa. Pero, sin duda, la compañía más querida por Rafael, poeta de vocación, siempre fue una vieja libreta y alguna de las plumas estilográficas que coleccionaba. 
Hacía seis años que Rafael se había jubilado; poco antes de que la empresa familiar en la que había trabajado los últimos veinticinco echara el cerrojo para siempre. Los hijos del propietario no quisieron seguir la tradición familiar. Y desde entonces Rafael pasaba tantas horas en la Cafetería Lepanto como en su casa. Ahora observaba con curiosidad a la gente que llenaba su segundo hogar. La mesa más cercana a la suya la ocupaban cuatro jovencitas que no hacían más que hablar a gritos y reírse, cuando no se enfrascaban con uno de esos modernísimos teléfonos móviles que hacen de todo. Rafael se asombraba de la velocidad con que las muchachas enviaban mensajes escritos, a la vez que mantenían la conversación. A veces era una de ellas la que escribía un mensaje, o recibía una llamada y le hacía señas a las otras, como queriéndoles indicar algo en relación a esa llamada; entonces más se reían y gesticulaban. Pero en más de una ocasión eran dos, tres o las cuatro las que manejaban cada cual su moderníaimo aparatejo para una u otra cosa, como si la vida les fuera en ello.

A una mesa más allá se había sentado un hombre que no debía llegar a los cuarenta, muy emperchado y repeinado. Rafael observó que aquel, supuso ejecutivo, se había secado la cabeza con unas servilletas de papel, cuidando mucho de no despeinar su engominada tupida cabellera. Luego de pedir a Rosa un cortado, posó sobre la mesa un pequeño ordenador portátil, al que enchufó uno de esos chirimbolos que te enlazan con Internet; después se endosó unos auriculares conectados al portátil y comenzó a hablar con un sujeto que le contestaba asomado a la pantalla. De vez en cuando, la pantalla se dividía en varias partes y el interlocutor del  caballero engominado aparecía reducido de tamaño, mientras que en otros cuadraditos se veían esquemas y cifras.
Después observó, más allá, en la mesa del rincón al otro lado del café, a un mozalbete de pelo alborotado y perilla a la antigua usanza, sacar de una mochila una especie de tablilla a la que fijó la vista para no apartarla salvo para asir la tacita de café que tomaba a sorbos. “¿Pero qué mira ese muchacho en esa especie de tablero?”, se preguntaba Rafael. “Ah, un libro electrónico de esos…”, cayó en la cuenta. “¿Pero cómo se puede leer una novela o un poema en esa cosa tan… tan fría, tan amorfa? En fin…”, murmuró sacudiendo apenas la cabeza y cerrando los ojos.
Rafael se asombraba de cómo y cuánto habían avanzado las tecnologías. Entonces miró su libreta abierta, inmaculada aún esa mañana; ni el primer verso de un triste poema había sido capaz de escribir. Destapó y tapó la pluma una y otra vez, tratando de buscar un motivo que le inspirara, al menos, los dos o tres primeros versos, o la primera frase de algún relato ingenioso. Nada. Hacía tiempo que no lograba escribir algo decente en la cafetería, sólo lo hacía en la tranquilidad de su casa. Y menos ese día; con tanto bullicio, difícilmente le llegaría la inspiración deseada. La cafetería estaba atestada de gente gritona y no dejaba de llover a cántaros; de allí nadie se movía. Cada tres por cuatro sonaba el móvil de alguien y este alguien contestaba a gritos para hacerse oír al otro lado. Rafael no pudo más. Cerró la libreta e hizo señas a Félix que entendió que su cliente más antiguo, buen amigo ya hacía tiempo, le indicaba que le apuntara los dos cafés con leche que se había tomado esa mañana.  Rafael se guardó la libreta y la estilográfica en uno de los bolsillos de la chaqueta, se subió la solapa, y salió de Lepanto a paso ligero, bajo la lluvia.
“Hogar, dulce hogar”, pensó Rafael atravesando el umbral de la puerta del recibidor. Con una toalla se secó la calva y con los dedos recompuso los cuatro pelos. Se sentía a gusto en aquella casa antigua, de gruesas paredes y techos altísimos. Se asomó a la ventana y escudriñó tras el ventanal de la cafetería que desde su casa, en la segunda planta, se apreciaba perfectamente. Hacía tiempo que no la veía así de abarrotada; se alegró por Félix y Rosa. Pensó en las jovencitas y sus móviles, en el ejecutivo y su moderno portátil, en el muchacho del libro endiablado, y en el vocerío que aquella gente mantenía para comunicarse entre sí.  “A pesar de tanto adelanto, la gente grita y grita, como siempre, o más que antes”, se decía susurrando. Suspiró y miró a la estantería donde guardaba sus libros más preciados, una colección de literatura clásica universal encuadernada en piel: un puñado de las mejores obras literarias de todos los tiempos: Cervantes, Lope, Calderón, Unamuno, Ovidio, Virgilio… Los mejores literatos estaban en aquella fantástica colección. Extrajo el primer libro que alcanzó con la mano: El Buscón, del genial Quevedo. Lo abrió y aspiró el aroma de sus páginas, esas de grueso papel amarillento. Olía a literatura, a historias extraordinarias e intemporales; a narrativa magistral. Aireó las hojas y volvió a olerlas cerrando los ojos. Luego observó la portada, con devoción, como quien contempla una obra de arte plasmada en un lienzo. “¿Cómo se puede leer a Quevedo en aquel artilugio?”, se preguntó, guardando con mimo en la estantería el apreciado libro.
Rafael volvió a asomarse a la ventana. El aguacero escandaloso se había tornado en un chispear silencioso. Algunas nubes debieron abrir paso al sol allá arriba, y la atmósfera limpia se iluminó como por arte de magia. El viejo poeta se sintió inspirado de súbito; alentado por aquella estampa inesperada. Se sentó a la mesa camilla, junto a la ventana, después de descorrer cortinas y visillos y llenarse de luz la habitación. Abrió la libreta y destapó la pluma. Inspiró llenando los pulmones y comenzó a escribir deprisa, para que no se le escapara la inspiración.
Entre tanto, detrás de Rafael, en la estantería alguien murmuraba:
—¿Ha sido vuestra merced, don Francisco, el que le ha dado hoy a nuestro amigo el empujoncito? —inquirió don Miguel de Cervantes a su vecino don Francisco de Quevedo.
—Así es, don Miguel, a bien lo he tenido… ¿O es que no ha apreciado vuestra merced con qué respeto y consideración me ha tratado don Rafael? —contestó Quevedo, alzando las cejas.
—Con la misma que a mí me trata, bien lo sabe vuestra merced; y bien sabe también vuestra merced, don Francisco, que yo igualmente disfruto echándole una manita, en esos momentos en los que el bueno de don Rafael anda escaso de ingenio… o de inspiración.
—Lo sé, don Miguel, lo sé; en ese menester siempre estaremos de acuerdo.







viernes, 17 de marzo de 2017

La tortilla de la España irrepetible

Jamás olvidaré aquella tarde. Llovía a cantaros y hacía un frío del demonio. Creo recordar que fue durante tres vidas antes a la que ahora disfruto o padezco, según el día y la inspiración con que despierte. Sí, tres vidas más atrás. O quizás cuatro, ahora que pienso. En fin, da igual. Lo cierto es que acabábamos de expulsar a los gabachos de España, hacía apenas un año, no llegaba, puesto que la guerra concluyó en abril de 1814 y recuerdo que corría enero de 1815. Mala guerra aquella, cruenta y sanguinaria, que si todas lo son, la de nuestra independencia lo fue más. Y guardo en la memoria aquella tarde porque por entonces concluí mi cuarta novela, una más de otras tantas que nunca llegué a publicar.
Volviendo a lo que iba, mi estimado amigo, salí de la pensión de mala muerte donde me alojaba, en la calle Preciados, harto de esnifar la inicua humedad flotante entre aquellas cuatro paredes. Refugiado bajo mi sombrero de ala ancha y el capote encerado, con mi vieja cartera de cuero —donde guardaba papel, pluma y tintero—, bajo el brazo, atravesé la Puerta del Sol camino de la Plaza Mayor. Ya en la plaza del que hoy llamamos el Madrid de los Austrias, al pasar frente al Mesón Don Quijote, al resguardo del soportal, observé a  dos hombres discutir muy alterados, justo saliendo de aquella espléndida casa de comidas, que antaño pude permitirme visitar al menos una vez por semana. Uno defendía el reciente restablecimiento en el trono de Fernando VII —despreciable felón, mantengo—, que había regresado a España luego de su exilio durante la guerra, apenas ésta concluyó. El otro, por el contrario, echaba pestes del decreto promulgado por el Rey, por el cual se derogaba la magna obra constitucional de las heroicas Cortes de Cádiz, aquella Pepa de la que tantos nos enamoramos. Tan seria se puso la discusión y tan entretenida, que decidí esperar a ver qué derroteros tomaba, yo de parte, como no, del defensor de doña Pepa. Más entretenido estuve cuando, con el mesonero y otros cinco o seis paisanos, una joven moza de taberna se asomaba al exterior para contemplar desde el burladero la trifulca, mostrando un generoso hermoso escote. Para mi desdicha, poco disfrutaron mis ojos de la visión de ensueño, puesto que al sentir en sus dulces carnes la joven mesonera el gélido aire invernal, presto las cubrió con el largo delantal, a modo de improvisada toquilla. El caso es que la discusión llegó a reyerta cuando uno propinó al otro un bofetón, y éste se defendió a guantazos. Entonces el primero echó mano de una faca que ocultaba en el fajín. No fue menos el segundo, que blandió su navaja de palmo y medio de bruñido acero, de las que tantas tripas gabachas y mamelucas rajaron el Dos de Mayo. Por cierto, gloriosa fecha que viví con ardor y regocijo. Uno frente al otro, los ojos como agujas incendiadas se ofendían a un paso de distancia. “¡Viva Fernando VII!”, gritó uno. “¡Viva la Pepa!”, bramó el otro. Y echando espumarajos por la boca cruzaron los aceros, como quien afila cuchillos en el aire. Hasta que uno largó una estocada al otro, y éste un tajo al primero. En ese instante, saltaron el mesonero y los paisanos parando aquel encuentro que de las voces llegó a la sangre. Por fortuna, dados  los gruesos ropajes con los que ambos se abrigaban, no fue de consideración ninguna de las heridas. Por un lado se llevaron al del tajo en el brazo y por el otro al de la estocada en el hombro. Ambos, en su fuero interno, festejando haber sido separados.

Seguí mi camino bordeando por los soportales la plaza, para evitar el aguacero que seguía cayendo, hasta el figón de la esquina de la entrada de San Jacinto, que regentaba una viejita encantadora; una galleguiña que en plena contienda había enviudado. Sin un comensal me encontré el reducido local al entrar en él. Un mostrador a la derecha, los fogones al fondo y a la izquierda dos mesas con cuatro taburetes en torno a cada una, ya con velas y candiles de aceite encendidos.
—Vaya tarde de perros, viejita —recuerdo decirle a modo de saludo.
—Buenas, señor poeta —me contestó ella, saliendo del mostrador, para asomarse al exterior—. Imagínese usted, sin estos soportales, con este chaparrón entraba el agua hasta la cocina.
Me senté a la mesa más cercana a la puerta, por ver la lluvia, viva naturaleza que me ha gustado siempre, en aquella vida y en las siguientes, y más en ésta que en ninguna otra. Miré al encharcado y desierto tendido. El temporal había metido a los cobardes en sus casas y en las tabernas a los valientes.
—Malo tanto agua para el negocio, viejita —ella asintió, recuerdo, como si la estuviera viendo ahora, resignada, pero sonriente. Siempre sonreía—. Dos reales tengo, viejita, para un par de huevos con chorizo y pan para mojar y hartarme de tan buenos que los hace, viejita —ella volvió a sonreír, siempre agradecida de la mínima lisonja a su cocina.
—Hoy le haré algo nuevo, porque no tengo pan, y huevos con chorizo sin pan, ya me dirá usted —recuerdo que me dijo.
Alcé la vista y de los charcos de la plaza oscurecida mis ojos se fueron al fuego que hacía crepitar los leños. Frente al fogón estuvo un buen rato la viejita, haciendo hervir el aceite, luego de poner sobre la mesa una cuartita de tinto de la Mancha, del que di buena cuenta terminando el segundo cuarteto del soneto que rondaba en mi cartera, hacía varias semanas, en busca de alguna piadosa musa.
—Verá usted cómo le va a gustar este platito nuevo que ya se hace por mi tierra—me dijo ella, posándolo en la mesa.
Observé con curiosidad aquel invento gastronómico: una especie de torta a base de huevo y algo más que cubría toda la superficie del plato. Acerqué la nariz al invento y olisqueé cual curioso sabueso.
—Oler, huele que alimenta, viejita —le dije a la ilusionada cocinera—. Huevo ya veo que tiene. ¿Y qué lleva dentro? —le pregunté, con gran interés.
—Papas en taquitos, esa especie de tubérculo traído de las Américas —me aclaró—, previamente fritas, revuelto con huevo batido y un poquito de chorizo, que así ya se hace por mi pueblo, tengo entendido, y le da un gustillo más rico. Yo le pondría cebolla, pero no me quedan. Todo muy bien revuelto, se vierte en la sartén con poquito aceite, para que se dore; se le da la vuelta y se dora el otro lado. Dentro debe quedar jugosito, para mi gusto. Y ya está —concluyó ella, tan pancha como alegre.
Con más hambre que estaba que el perro de un ciego, a la vez que expectante, me eché a la boca el primer bocado.
—¡Madre de Dios, viejita, qué rico está esto! —exclamé de corazón, y ella sonrió enseñando las desérticas encías, satisfecha y feliz como unas castañuelas.
—Por mi tierra ya le llaman tortilla, “tortilla española” —me explicó la viejita, recuerdo bien—. Y fíjese usted, que a mí me da en la nariz que gustará mucho este platito.
Recuerdo y bien que recuerdo que auguró la viejita, aquella tarde de hace doscientos años. No pudo la viejita imaginar cuan acertada estuvo.



martes, 14 de marzo de 2017

Los callaos de San Sebastián

Amanecía soleado el sábado 30 de mayo de 1744, cuando tres buques de guerra con pabellón francés —aliados de España, pues— se acercaban a la bahía de la Villa de San Sebastián de La Gomera. Listo como era don Diego Bueno de Acosta, capitán comandante de la Isla, desconfió de aquellos pabellones y mandó urgente aviso a los jefes de la Milicia, para que se presentaran de inmediato en la capital. Esa tarde llegaron los de Hermigua, y al amanecer del día siguiente, luego de toda una noche de marcha, los de Alajeró, Valle Gran Rey, Vallehermoso, Chipude y Agulo. Entre tanto, los artilleros del baluarte del Buen Paso permanecían al pie de sus tres cañones, y los del  Castillo Grande al de sus nueve bocas de fuego.
Cuánto acierto el de don Diego, porque al poco de fondear los navíos en la rada, a las 14’00h del 31, trocaron raudos el pabellón francés por el inglés. ¡Ah, traidores los de la Pérfida Albión!, que, descubierto el engaño, de inmediato hacían fuego contra el pueblo y los castillos. Rápida respondió a su vez la artillería española, que hasta el atardecer mantuvo el combate, cuando ya el terrible fuego enemigo había matado a tres lugareños.


A la mañana siguiente, un mensajero inglés, portando bandera blanca, entregó una carta del comandante de la escuadra, un tal capitán Windon. En ella, ufano el más pirata que marino, ofendía exigiendo la rendición incondicional de la plaza y el abastecimiento de cantidades ingentes de provisiones. No dudó don Diego su contestación: “Si guardan vuestras mercedes suficiente valor, vénganse a tierra a por sus pretensiones, que en la playa les esperamos, que morir por la Patria sabremos, y más si lo hacemos matando ingleses”. Tan encabritado como confiado, Windon ordenó echar al mar una docena de lanchas, hasta los topes de marinería e infantes de marina armados hasta los dientes, dispuestos a tomar el pueblo, para luego invadir la isla. Desde el castillo principal, los soldados no cesaban de hacer fuego de fusilería contra las lanchas, y desde la playa los pocos milicianos que disponían de mosquetes disparaban a las huestes de desembarco. “¡Fuego contra el invasor, mis gomeros, mis españoles!”, bramaba el comandante de la Isla Colombina.
Fue entonces, a pocas paladas de tomar tierra las primeras chalupas, cuando saltaron a la playa los milicianos, los pescadores, los hombres y mujeres de San Sebastián, enarbolando sobre sus cabezas rozaderas, machetes, cuchillos y garrotes, enardecidos por don Diego, al frente de su ejército de campesinos. Y todos a una, bramando con ardor, echaron mano de callaos y de fuerza y de valor, y contra el invasor llovió, una tras otra, andanadas de pétreos proyectiles, que hicieron huir a los ingleses a sus barcos con muchas cabezas rotas, y a la escuadra entera, con más de una jarcia y mástiles maltrechos, dejar atrás, con el rabo entre las patas, la isla de La Gomera.





martes, 7 de marzo de 2017

La toga púrpura de César Augusto

                 Roma, septiembre de 730 desde su fundación (año 23 a. C.)


Se notaba en la atmósfera la inminente llegada del otoño. Era la estación preferida de César Augusto, puesto que aquel clima benigno le permitía disfrutar de los paseos matutinos por el Foro. Esa mañana, de cielo nuboso a ratos, acudiría a una sesión senatorial, esta vez en la Curia de Pompeyo, más amplia que la Hostilia, el habitual recinto senatorial. Se estremecía cada vez que pisaba aquel suelo de frío mármol, allí donde cayó asesinado el gran Cayo Julio César, su padre adoptivo. ¡Veintitrés puñaladas, tan cobardes como traidoras! “¡Imperator César Augusto!”, clamaba la multitud que se agolpaba en torno al hombre más poderos del mundo, para a pocos pasos poder apreciar su rostro. La Guardia Pretoriana mantenía las distancias con la plebe, en sus manos estaba la vida del Emperador. Aunque, ciertamente, no sólo era el pueblo llano quien se echaba a la calle en aquellas ocasiones, también se dejaban ver notables familias patricias clamando su devoción por César Augusto a su paso, con aspavientos y derroche de pétalos de rosas multicolores. Todo mérito era poco. En las escalinatas de la Curia aguardaban los senadores de más edad la llegada del César. “¡Imperator César Augusto!”, clamaba el pueblo con más ímpetu, al ver sobre sus cabezas avanzar por las escalinatas el hombre al que idolatraban. Augusto se volvió y miró a la multitud, cuando de súbito se abrieron las nubes y el sol dio de lleno sobre su figura. Fue entonces cuando la toga que vestía mostró el púrpura más vivo y hermoso que jamás se había contemplado en la ciudad del Tíber. Con un movimiento elegante, Augusto recogió en su brazo derecho el final de la noble prenda, con ribetes de hilos de oro. Adoraba el púrpura el Emperador, y aquel era digno de un dios.

La galera romana cortaba el agua con brío, favorecida por el viento que hinchaba su única vela. Al mediodía se avistaron las dos grandes islas, y al poco el islote varado entre ambas, que formaban parte de un archipiélago aún por explorar, a unas sesenta y tres milia passuum al noroeste de África. A dos horas del atardecer fondeó la nave en la costa sur, al abrigo de una pequeña bahía. Sobre la arena de la playa, entorno a una hoguera en la que se asaba pescado, aguardaban expectantes una veintena de artesanos, además de los esclavos que acarreaban ánforas y cestas con moluscos recién extraídos de las aguas del océano. “El mismísimo Augusto afirma no haber visto nunca un púrpura más vivo, más extraordinario”, anunciaban, entusiasmados, los recién llegados, levantando el júbilo entre los hombres que en aquel islote trataban los pequeños moluscos de los que extraían el mejor tinte púrpura, el color más apreciado en todo el Imperio.
Siglos después, aquel archipiélago atlántico sería llamado Canarias, y el islote, Isla de Lobos. 





lunes, 6 de marzo de 2017

Los temblores de Lulú

Está siendo uno de los inviernos más fríos de los últimos años, al menos en la memoria de doña Virtudes, aunque ciertamente ya todos le parecen fríos. Cuenta doña Virtudes ochenta y nueve espléndidos años, y se siente rebosante de salud, gracias a la benevolencia de la Virgen de Candelaria, de la que es muy devota, y a la sana alimentación que siempre ha seguido con determinación espartana. Es chicharrera de nacimiento, y nació en la misma casa de la calle de San Francisco que ahora habita en soledad desde la muerte de sus padres. Ejerció durante cuarenta y dos años como maestra de escuela, que así le gusta llamar a tan digna profesión. Asegura haber sido muy feliz a lo largo de aquellos cuarenta y dos cursos en los que impartió las asignaturas pertinentes a niños de entre cinco y diez años; sus angelitos, como a ella gusta recordarles. Nunca se casó doña Virtudes, porque nunca llegó a enamorarse de ninguno de la media docenita de pretendientes que se habían acercado a ella mientras fue moza. Más tarde, ya menos moza, hubo un hombre que le confesó su amor, y del que sí se enamoró a su vez, y bien que se enamoró. Pero Miguel, que así se llamaba él, maestro como ella en su mismo colegio, era hombre casado, y aquella era una circunstancia insalvable. El caso es que a doña Virtudes sus ochenta y nueve años de existencia se le habían pasado muy deprisa.

Y si antes dije que doña Virtudes vive en soledad, no fui del todo preciso, porque con ella, desde hace dieciocho, años vive Lulú. ¿Y quién es Lulú? Lulú es la alegría de doña Virtudes; su confidente más discreto; y la excusa ineludible para salir a pasear cada día, llueva, truene o se parta el cielo en dos y caigan chuzos de punta, que para no mojarse se han inventado los paraguas. La madre de Lulú, una perrita callejera conocida por todos los vecinos, había muerto cuando sus cinco crías apenas tenían quince días. Unos chiquillos del barrio se ocuparon de encontrar hogar para los cachorros. Doña Virtudes abrió la puerta y se encontró al niño con aquella minúscula criatura en sus manos, envuelta en un trapo, llorando como un bebé humano. Fue amor a primera vista. Todo el instinto maternal sin estrenar que atesoraba la mujer, ya jubilada, sin familia y sin otra ocupación que las labores del hogar y la lectura, a la que era muy aficionada, afloraron de súbito en ella. «Es perrita, la única hembra de la camada. Mire, mire, doña Virtudes, ve como es perrita», le dijo el chiquillo, mostrándole la panza del animalito, y señalando el lugar donde se suponía se identificaba el sexo del cachorro. Doña Virtudes no se lo pensó dos veces y se quedó con la perrita, a quien llamó Lulú porque así se llamaba la caniche de mentirijilla de Herta Frankel, una marionetista televisiva muy popular en los años sesenta, que a ella le había hecho pasar muy buenos ratos de distracción. Los cuidados veterinarios y, sobre todo, la abnegada dedicación de la mujer sacaron adelante a Lulú, el único cachorro que lo consiguió. Dieciocho años juntas, toda una vida. Lulú es chiquita, de corto pelaje pardo, como un barrilito con patas, de alzadas orejitas puntiagudas, hociquillo afilado y ojos saltones, y lista como el hambre.  Aunque precisamente hambre nunca ha padecido Lulú; por el contrario, todo lo cuidadosa que doña Virtudes ha sido con sus comidas a lo largo de su vida, ha dejado de serlo con Lulú, y así está la perrita, como una albóndiga gigante con ojos de sapo. «Doña Virtudes, Lulú es tan anciana como usted, si no más, y no puede comer tanto, terminará muriendo de un infarto por el exceso de peso», le ha dicho decenas de veces el veterinario, que la trata desde siempre. «Si es que no hay manera de que se coma ese pienso de dieta que le mandó usted, don Pedro. Y no me extraña, ¿cómo se va a comer mi Lulú esa comida para ganado?», se excusa doña Virtudes con el veterinario, que cierra los ojos y suspira, resignado. «Y además, don Pedro, si ya no se ha muerto por gorda, ya no se muere. ¿Y sabe lo que le digo, don Pedro?... que ahora que lo pienso, prefiero que se me muera ella antes que yo, mal que me pese, y más que voy a llorar cuando llegue ese momento, porque ¿qué va a ser de la pobrecita si yo le falto? Ay, que angustia me ha entrado de pronto», le dijo al veterinario la última visita de chequeo rutinario.
Lulú duerme a los pies de la cama de su ama, sobre una confortable acolchada cesta de mimbre. Ambas duermen alternando sus ronquidos; hay noches que parecen competir, a ver quién lo emite más largo o más sonoro, y como ambas están un poco sordas, una vez cogido el sueño, ninguna molesta a la otra. Esta mañana de domingo, doña Virtudes se ha despertado en cuanto que un rayito de luz se ha colado por el resquicio de los postigos de la ventana; ella no necesita despertador. Sólo los domingos deja sola un ratito a Lulú. Lo que tarda en ir a la capilla de la Orden Tercera de la Parroquia de San Francisco, que le queda a tiro de piedra de su casa, escucha misa y regresa a casa. A la vuelta, Lulú la recibe como si llevase años fuera: el rabillo como una batidora, los agudos ladridos roncos, los saltones ojos atravesando el corazón de la anciana, que siempre siente la misma emoción ante tal algarabía perruna. Sin perder tiempo, quizá porque sabe que ya poco les queda para estar juntas, doña Virtudes le pone a Lulú su abriguito de lana, luego el arnés, y ya sujeta con la correa salen a la calle. Las dos viejitas, pasito a pasito, se dirigen calle abajo hacia la plaza de España. Siempre es más pesada la vuelta, cuesta arriba.  Como todos los domingos, doña Virtudes desayuna en la terraza de la cafetería más antigua y elegante de la plaza más emblemática de Santa Cruz, a la sombra de los toldos, frente a la Cruz de los Caídos. Pero hoy no hace sol, está a punto de llover, por eso ha hecho bien en coger el paraguas y en abrigarse. A las diez de la mañana puede elegir la mesa que más le gusta. El camarero rechoncho, serio pero amable, la saluda con un «Buenos días, doña Virtudes», ella le responde igualmente, y Lulú mira al camarero con desdén, como reprochándole que a ella no la salude también. «Café con leche en taza grande y dos tostadas con mermelada de melocotón y mantequilla y un vasito de agua del tiempo sin gas», no pregunta el camarero, afirma, más por formalismo que por otra cosa, porque eso mismo ha desayunado la buena de doña Virtudes los últimos seiscientos domingos.
El camarero rechoncho, serio pero amable, a los diez minutos, le trae el café con leche en taza grande y las tostadas con mermelada de melocotón y mantequilla, y como siempre, en un segundo viaje, el vasito de agua del tiempo sin gas. Una vez untada la mantequilla y la mermelada en las tostadas, doña Virtudes, mordisco a mordisco, y sorbito a sorbito, va dando cuenta del desayuno, a la vez que, a trocitos mojados en café con leche, para ablandar la tostada, alimenta a su perrita, casi desdentada.
—Mira como llueve, Lulú —le dice la viejita a su perra, alzando la vista, preguntándose si aquel toldo que las cubre será del todo impermeable.
Lulú la mira con sus ojos saltones, de pronto le ha dado un tembleque. «¿Tienes frío, Lulú? », pregunta ella, y Lulú le responde con la mirada, inequívocamente; sobrarían las palabras si la perrita pudiera pronunciarlas. Y como Lulú hace tiempo que no puede saltar, doña Virtudes, con cierta dificultad, se agacha, la coge y la pone en su regazo, abrigándola con sus brazos, acariciando su cabeza menuda. En ese momento, la suave lluvia se troca en un aguacero y al poco en un chaparrón descomunal. Algunos clientes que toman café en la terraza prefieren mudarse al interior de la cafetería; la gente corre por la calle, buscando refugio para no acabar empapados. El cielo se ha cubierto de nubes grises, las que se acercan son casi negras. «Sigues temblando Lulú», le dice doña Virtudes a su perrita, que la vuelve a mirar con sus ojitos saltones.
—¿Qué hacemos, Lulú, nos vamos a casa en cuanto pare de llover? Esta lluvia puede ser pasajera…  aunque por allá llegan más nubes muy feas —observó la anciana, mirando hacia el cielo lejano—. Mira, Lulú, ya no llueve. Igual ya no llueve más en todo el día o sí, ¿quién acierta con el tiempo?
Doña Virtudes pide la cuenta y solicita al camarero rechoncho, serio pero amable, que le alcance el periódico que uno de los clientes que ha entrado a la cafetería se ha dejado en la mesa. Con la perrita aún en su regazo, la anciana lee los titulares de la portada. Nada que le llame especialmente la atención. Lulú se muestra inquieta, y a punto está de caerse al suelo. La anciana la regaña. La perrita la mira de soslayo, como disimulando, con las orejitas hacia atrás, acurrucándose sobre las delgadas piernas de su ama, temblando aún más.
—¿Estás malita, Lulú? ¿Por qué tiemblas tanto, mi niña? Estás empezando a preocuparme… —Lulú la mira con ojos de cordero degollado—. Bueno, bueno, ya nos vamos a casa —dice al fin doña Virtudes.
Al oír Lulú lo que ella ha entendido perfectamente como que regresaban a casa, menea el rabillo y alza las orejitas. Doña Virtudes hace señas al camarero rechoncho, pidiéndole la cuenta. Lulú, sorprendentemente, salta de sus piernas al suelo, a pesar de su ya escasa agilidad. Menea más a prisa el rabo y ladra aguda y ronca, con voz de perrita vieja. Doña Virtudes se pregunta qué le pasará a Lulú, no es ese un comportamiento normal en ella, y echa un último vistazo a la portada del periódico. Se oye en ese instante un trueno lejano, Lulú vuelve a ladrar. La anciana se fija en la fecha del periódico: 31 de marzo de 2002. (*)


(*) Este día murieron 6 personas en Santa Cruz como consecuencia de la lluvia más intensa jamás registrada en Canarias, que provocó una terrible riada.
Ilustración de Eduardo González.