Quizá
piense vuestra merced que fantaseo con lo que voy a contaros ahora. Y no os lo
reprocharía, ciertamente, porque hasta yo mismo, protagonista de tan grandiosa
aventura, a veces creo que mi memoria guarda lo vivido en sueños.
Recuerdo
aquel 24 de diciembre del año de Nuestro Señor de 1776, como si hubiese sido
ayer. En nuestra balandra Aurora,
partimos de Corralejo al alba, con buena mar y viento a favor, un servidor y
mis cinco compañeros de fatigas. Los aparejos a punto y los ánimos alegres,
echamos las redes a unas tres millas al sureste del puerto. Parecía que la
víspera de Navidad nos era propicia, puesto que a mediodía ya cubríamos media
bodeguilla de pescado. ¡Con cuánta esperanza nos aguardaban en tierra nuestras
familias! Los seis éramos padres, y un servidor y mi compadre esperábamos serlo
de nuevo en un par de meses, según las cuentas de nuestras mujeres.
Echamos
las redes al agua una vez más, ilusionados con estar en casa al atardecer,
cuando mi compadre, con los ojos como lunas, señaló a popa. “Madre de Dios, ¡piratas!”,
exclamó con un nudo en la garganta. En efecto, dos jabeques berberiscos
—inconfundibles sus velas triangulares—, navegaban a todo trapo hacia nosotros.
Piratas y corsarios ingleses y alguno que otro holandés se sufrían por las
aguas canarias, pero de berberiscos hacía decenios que no se tenían noticias.
Todos nos miramos aterrados, con el corazón en un puño, pensando en nuestras
familias, a las que nunca más veríamos. En el tiempo que nos llevaría deshacernos
de las artes e izar velas, y la quilla de la Aurora cortara las aguas, aquellos sarracenos se nos habrían echado
encima y hechos prisioneros. Ese era el objetivo de los piratas berberiscos:
apresarnos y vendernos como esclavos, además de hacerse con nuestra balandra,
embarcación ligera ideal para ciertas artimañas.
—¡Izad
velas, por todos los santos! —grité, aferrándome a una mínima esperanza,
mientras a machetazos desprendía las redes.
A
un cuarto de milla teníamos ya a los desalmados, la balandra cogiendo arrancada, y todos implorando a la
Virgen del Carmen que se apiadase de nosotros. Cuando estando en esas
angustias, escuchamos de estribor el estruendo de un cañonazo, que reventó el
casco del primer jabeque, al entrarle la bala de hierro por la línea de
flotación. Dos veces más hicieron fuego los cañones de proa del navío salvador,
que hizo huir al segundo de los piratas, mientras el primero se hundía sin
remisión. ¡Cuántos gritos de júbilo dimos al cielo, por tan feliz como sorprendente
desenlace! Supimos luego que aquel ángel de la guarda era el San Juan Nepomuceno, imponente navío de línea de 74 cañones de la Real Armada
española, que procedente de La Habana, como escolta de la Flota de Indias, se
había desviado al fondeadero de Playa Blanca, a fin de reparar una avería en un
mastelero. ¡Bendita avería!
Muchos
han sido ya las navidades pasadas desde entonces, todas felices, gracias a
Dios, pero ninguna como aquella Nochebuena de 1776.*
*Fue el año en que la Flota de
Indias hizo su última travesía, al mando del contralmirante don Antonio de Ulloa.