Siempre le había
gustado observar a su mujer cuando ella no se percataba de ello; como ahora,
que la contempla sobre la cama, en silencio, con la tenue luz de la lamparilla
de la mesita de noche reflejada en su cuerpo. Ahora la observa, como en tantas
otras ocasiones. Contempla su figura como quien disfruta de una obra de arte,
embelesado por tanta belleza. La mente le trajo el recuerdo del momento en que
la vio por primera vez. La descubrió entre un grupo de mozas en la verbena de
las fiestas del pueblo. ¡Cuánto hace ya! Él la vio de espaldas: el castaño cabello,
liso y largo, le caía sobre los hombros; la cintura estrecha; anchas las
caderas, bailando al compas de la música de la orquestilla. Durante un largo
rato recorrió su silueta con la mirada, dibujando con esmero cada una de sus
líneas, grabándolas para siempre en su memoria. No necesitó más para sentir por
ella el súbito acelerón de sus pulsaciones. Entonces ella se volvió y lo miró
fugazmente; pocos pasos les separaban. Pudo ver su rostro: su cara afilada; sus
pequeños ojos oscuros; su nariz imperfecta; sus labios carnosos. Aquellos
rasgos absolutamente normales formaban el más hermoso rostro. Él se enamoró al
instante. Ella se hizo de rogar. ¡Y tanto que se hizo de rogar! Un año de
paciente espera, de decenas de ramilletes de flores y multitud de malos poemas
de amor.
Él sabe que fue su
constancia, su amabilidad, su sentido del humor. Una vez le dijo ella: “Me
gusta tanto que me hagas reír, que hasta empiezas a parecerme guapo”. “¡Qué
traviesa era ella entonces!”, piensa él, al recordarlo. Ahora vuelve a mirarla…
y le llega otro recuerdo, imborrable. La noche de bodas. Un casto beso al
encontrarse y otro al despedirse, cada vez que se veían para pasear por la
calle principal del pueblo o para ir al cine del pueblo de al lado. Eso era
todo lo que ella le ofreció durante el año eterno que duró el noviazgo. Recatada,
siempre extremadamente recatada. Pero en la noche de bodas surgió una mujer
atrevida y pasional. Muy pasional. Él suspira cerrando los ojos un instante,
imaginándola desnuda frete a él aquella primera vez... Y luego fue a mejor. La
confianza entre ambos se acrecentó con el tiempo. Ella siguió siendo muy
pasional pero más atrevida. Sus juegos lo volvían loco. Cuánto le gusta ella.
Cuánto la deseó siempre. La noche de bodas descubrió su cuerpo; el tacto de su
piel; el sabor de su boca; su olor. La noche de bodas fue el comienzo del resto
de su vida. Nunca ha deseado a otra mujer, ni por asomo, como desea a su
esposa. Nunca pensó que pudiese desearse tanto a una mujer.
Con el paso de los
años aquella pasión y aquellos atrevidos juegos se fueron tornando en caricias sensuales
y expresiones de cariño, en sosegadas manifestaciones de amor. Y él siguió
amando y deseando a su esposa, como en la noche de bodas; y siguió admirando su
cuerpo, su cintura estrecha y sus anchas caderas. No haber tenido hijos, sin
duda, la favoreció. Y quizá, también el no haber tenido hijos los mantuvo
siempre tan unidos, tan pendientes el uno del otro. “No tener que compartir tu
amor con nadie más que con tu esposa y ella contigo… quizá…“, piensa él,
frunciendo el ceño y poniendo morros. “De cualquier forma, no hemos tenido
hijos porque no lo ha querido Dios”, murmura él, consolándose.
Él vuelve a mirar a
su esposa tendida sobre la cama. Recorre su silueta con la mirada, disfrutando
como el primer día, pero sintiendo mucho más amor. Entonces siente mareo,
náuseas; le duelen los ojos, los riñones y se siente desfallecer. “Es normal
—piensa—, llevo… ¿tres o cuatro días sin comer nada?, y apenas he bebido dos
tragos de agua… Además, el olor ya se hace insoportable… Pobrecita mía, quizá
vaya siendo hora de decirnos adiós y… llamar… a la funeraria”.