jueves, 20 de abril de 2017

Las angustias de Agatha

Amanecía una soleada mañana de la primavera de 1927. Agatha y su hija Rosalyn paseaban por la avenida marítima de la tinerfeña localidad del Puerto de la Cruz. Rosalyn, a sus casi ocho años, reconocía la expresión facial de su atormentada madre. Desde hacía dos años, Agatha y su esposo, Archibald Christie —piloto militar de gran prestigio—, atravesaban una seria crisis matrimonial, que la hija venía sufriendo en silencio. Particularmente triste y amarga fue la desaparición de su madre el año pasado, en extrañas circunstancias. A media tarde de principios de diciembre de 1926, Agatha salió con su coche de su casa, en la ciudad británica de Sunningdale, en Berkshire, siendo vista más tarde en Newlands Corner, en Surrey, a una hora de camino, desapareciendo después. A la mañana siguiente, su automóvil se encontró en un descampado, y en su interior su abrigo de pieles. Durante días la policía rastreó la zona sin éxito, mientras los periódicos anunciaban su desaparición mostrando su foto. Bien conocían familiares y amigos íntimos la depresión que sufría Agatha por las infidelidades de su esposo, y, en consecuencia, su frágil estado emocional.

Al fin, luego de once días, un camarero del Harrogate Spa Hotel —que había visto su foto en la prensa— la reconoció y avisó a la policía. Más tarde se supo que llegó allí en tren desde la estación de Kings Cross y de ésta en taxi hasta el hotel. Lo más curioso del caso fue que se había registrado como Teresa Neale, el nombre de la conocida amante de su marido. Cuando Archibald fue a recogerla, Agatha no reconoció al padre de su hija, ni recordaba cómo llegó ni qué hacía en aquel lugar.
Aquel viaje a las luminosas y cálidas Islas Canarias se lo había recomendado su médico. Como le había sugerido la visita a los jardines del Sitio Litre del Puerto de la Cruz, que albergaba, además de una espléndida muestra de especies típicas de la flora canaria y tropical, la más extraordinaria colección de orquídeas de Europa. «Y pajaritos de colores; seguro que también hay pajaritos de colores», le había dicho la madre a su hija, que estaba entusiasmada con la visita a tan exótico lugar.
Al rato, ya en la terraza de la cafetería del Sitio Litre, Agatha y su adorada Rosalyn disfrutaban de un rico refrigerio, a la sombra de la tupida vegetación. La niña, después de contemplar los bonitos jardines, emprendía la lectura de la última novela escrita por su madre.
—Pues, ¿sabes mami?... Me cae mejor la señorita Marple que Hércules Poirot —le decía la niña que, como la madre, sabía leer desde los cuatro años.
—No sé si hago bien dejándote leer mis novelas, Rosalyn; están escritas pensando en lectores adultos —reflexionaba en voz alta la ya afamada escritora.
Rosalyn volvía a su lectura, cuando el joven camarero, que hablaba bien inglés, reposaba sobre la mesa un plato con dulces típicos de la tierra, y con el rabillo del ojo leía el título del libro que la niña sostenía en las manos: El asesinato de Roger Ackroyd, Agatha Christie.



martes, 4 de abril de 2017

Entre la dignidad y los pequeños placeres

Quien fue el primer monarca del Imperio Romano, Cayo Julio César Augusto (conocido también como Octavio Augusto, nacido como Cayo Octavio Turino), hijo adoptivo y heredero del gran Julio César, se enfrentó a hombres muy poderosos en su lucha por hacerse con el legado de su padre, luego de ser éste asesinado los idus de marzo de 44 a C., de veintitrés cobardes puñaladas, a manos de nobles traidores conjurados. Su principal rival fue el impetuoso Marco Antonio. En su búsqueda de aliados para su causa, el joven Octavio celebró una reunión secreta con el más sabio y hábil orador de Roma, el  abogado y senador Marco Tulio Cicerón. Ciertamente, también el anciano político tenía por inicuo enemigo a Marco Antonio, a quien se enfrentó abiertamente en el senado, reprochándole sus perversas corrupciones, en sus magistrales filípicas. Al término del secreto encuentro, el viejo senador quiso reflexionar sobre lo tratado  con el joven e inteligentísimo Octavio.
—¿Has podido escuchar toda la conversación, Tirón? —preguntó Cicerón a un hombre que salió de una puerta oculta tras unas cortinas, en la misma estancia donde había mantenido la conversación con Octavio.
—Con total nitidez, Tulio.
Tirón era el mejor amigo de Cicerón. Había nacido esclavo en la casa de la familia del orador cuando éste contaba tres años de vida. Cicerón se había ocupado de la educación y formación intelectual de quién había sido su amigo desde la infancia, hasta llegar a nombrarlo su secretario personal y concederle la libertad. Años de conversaciones profundas y de confidencias mutuas hicieron que Cicerón considerase a Tirón su consejero más apreciado y de más confianza.

—¿Y qué te ha parecido el hijo adoptivo de César? —inquirió el senador siguiendo con la vista a Tirón, que se sentó justo dónde hacía unos minutos lo había hecho Octavio.
El liberto guardó un instante de silencio mientras se rascaba la barbilla y miraba fijamente a los ojos de su amigo y protector. Suspiró y habló en voz baja, como siempre hacía cuando algo le inquietaba.
—Es listo, muy listo ese joven… Pero no me inspira confianza, Tulio. Está tan… obcecadamente decidido a hacerse cargo de la herencia de su padre (que implicaba, además de una fortuna inmensa, alcanzar la máxima magistratura romana, casi el poder absoluto), que no reparará en nada para conseguir sus propósitos. Ahora le puede interesar tenerte como aliado, mañana… quién sabe. Cuando considere que ya no le eres útil, te abandonará a tu suerte, pero antes dejará que te comprometas hasta el tuétano con la causa que le favorece. Él tiene consigo a las legiones de veteranos de César, cubre bien sus espaldas, pero tú ¿a quién tienes contigo?
—Te aseguro, Tirón, que sé perfectamente de quién estamos hablando, y estoy de acuerdo con lo que dices —repuso Cicerón frotándose el rostro con ambas manos y repasándose luego las pobladas cejas con los dedos.
—Al menos sabes que andas bordeando arenas movedizas —añadía Tirón inclinándose hacia adelante para apoyar los codos sobre las rodillas y la barbilla sobre los nudillos de sus dedos entrelazados—. No obstante, Tulio, ¿de verdad crees necesario, a estas alturas de tu vida, comprometerte a tal extremo; renunciar a la paz en tu vejez y poner tu vida en peligro? Porque doy por hecho que eres consciente de que seguir enfrentándote a Antonio, con aliados como el heredero de César o sin él, pone tu vida al borde de un precipicio.
—¿Y no está ya la República romana al borde de un precipicio? —repuso Cicerón cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás.
—Tulio, estás hablando conmigo. ¡Conmigo, Cicerón!... No te hagas el héroe. Sé que tienes miedo, y tener miedo no es ser un cobarde. Tú ya has hecho mucho por la República. Realmente, todo lo que tus posibilidades te han permitido. ¿Qué más  puede hacer un hombre, que aquello que sus fuerzas y sus medios le permiten? ¿Qué más puedes hacer tú por Roma, Tulio?
—Dar la vida…
—¡Ah, Tulio! ¡Por todos los dioses! Disfruta de tu vejez, escribe, lee a los clásicos griegos a los que tanto adoras. Enriquece aún más tu sabio legado a la posteridad…—Tirón bajó el tono de voz hasta un susurro—. Quiero seguir disfrutando de tu amistad, mi viejo amigo, durante todos los años que nos dejen los dioses.
—No puedo desaparecer, Tirón —suspiró—, mi dignidad me lo impide. Tampoco puedo dar la razón a Antonio, mis principios son más firmes que mi prudencia. Así que sólo me queda enfrentarme a ese monstruo con el apoyo de aliados poderosos convencidos de su causa, como es el heredero de César.
Tirón suspiró mirando resignado a su amigo, al hombre sabio y generoso que le había dado todo en la vida: sus conocimientos y su libertad. Aun suspiraba cuando entró en la sala una joven y bella esclava doméstica, que vestía una túnica de gasas traslúcidas, como gustaba observar a sus esclavas el viejo senador, el único placer que se permitía a su longeva edad. La joven dejó en la mesita una bandeja con una jarra de vino y un cuenco con sabrosas olivas rociadas de garum, exquisiteces traídas de las cálidas tierras hispanas. Los dos amigos contemplaron la bonita silueta de la bella esclava, mientras ésta escanciaba vino en sus copas de cristal. Ambos —distraídas sus miradas por aquella silueta femenina— sonreían.
Tiempo después, unos sicarios a sueldo de Marco Antonio asesinaron a Cicerón, cuya cabeza y mano derecha se expusieron en la rostra del Foro (púlpito desde donde pensadores y políticos daban discursos al pueblo, tantas veces dignificado por el gran orador).