Amanecía una soleada
mañana de la primavera de 1927. Agatha y su hija Rosalyn paseaban por la
avenida marítima de la tinerfeña localidad del Puerto de la Cruz. Rosalyn, a
sus casi ocho años, reconocía la expresión facial de su atormentada madre.
Desde hacía dos años, Agatha y su esposo, Archibald Christie —piloto militar de
gran prestigio—, atravesaban una seria crisis matrimonial, que la hija venía
sufriendo en silencio. Particularmente triste y amarga fue la desaparición de
su madre el año pasado, en extrañas circunstancias. A media tarde de principios
de diciembre de 1926, Agatha salió con su coche de su casa, en la ciudad
británica de Sunningdale, en Berkshire, siendo vista más tarde en Newlands
Corner, en Surrey, a una hora de camino, desapareciendo después. A la mañana
siguiente, su automóvil se encontró en un descampado, y en su interior su
abrigo de pieles. Durante días la policía rastreó la zona sin éxito, mientras
los periódicos anunciaban su desaparición mostrando su foto. Bien conocían
familiares y amigos íntimos la depresión que sufría Agatha por las
infidelidades de su esposo, y, en consecuencia, su frágil estado emocional.
Al fin, luego de once
días, un camarero del Harrogate Spa Hotel —que había visto su foto en la
prensa— la reconoció y avisó a la policía. Más tarde se supo que llegó allí en
tren desde la estación de Kings Cross y de ésta en taxi hasta el hotel. Lo más
curioso del caso fue que se había registrado como Teresa Neale, el nombre de la
conocida amante de su marido. Cuando Archibald fue a recogerla, Agatha no
reconoció al padre de su hija, ni recordaba cómo llegó ni qué hacía en aquel
lugar.
Aquel viaje a las
luminosas y cálidas Islas Canarias se lo había recomendado su médico. Como le
había sugerido la visita a los jardines del Sitio Litre del Puerto de la Cruz,
que albergaba, además de una espléndida muestra de especies típicas de la flora
canaria y tropical, la más extraordinaria colección de orquídeas de Europa. «Y
pajaritos de colores; seguro que también hay pajaritos de colores», le había
dicho la madre a su hija, que estaba entusiasmada con la visita a tan exótico
lugar.
Al rato, ya en la
terraza de la cafetería del Sitio Litre, Agatha y su adorada Rosalyn
disfrutaban de un rico refrigerio, a la sombra de la tupida vegetación. La
niña, después de contemplar los bonitos jardines, emprendía la lectura de la
última novela escrita por su madre.
—Pues, ¿sabes
mami?... Me cae mejor la señorita Marple que Hércules Poirot —le decía la niña
que, como la madre, sabía leer desde los cuatro años.
—No sé si hago bien
dejándote leer mis novelas, Rosalyn; están escritas pensando en lectores
adultos —reflexionaba en voz alta la ya afamada escritora.
Rosalyn volvía a su
lectura, cuando el joven camarero, que hablaba bien inglés, reposaba sobre la
mesa un plato con dulces típicos de la tierra, y con el rabillo del ojo leía el
título del libro que la niña sostenía en las manos: El asesinato de Roger
Ackroyd, Agatha Christie.