Era
una de esas noches en la que la soledad te envuelve de tal forma que apenas te
deja respirar. Raúl miraba a Sansón, su perro, y éste lo miraba como si le
entendiera. Al menos él lo miraba, atento a cada paso que daba por la casa
vacía. Animalito. «¿Cómo se puede llegar a querer tanto a un bicho tan chico,
tan peludo, absolutamente elemental?»,
pensó.
La
cama le esperaba, como el desierto espera al viajante que está harto de cruzarlo
aguantando su tediosa monotonía. Así que decidió retrasar ese momento. Sí, ese
momento angustioso, en el que los recuerdos te atormentan, o bien porque
piensas que nada será igual a aquellas noches que ella llenaba, o porque la
funda de la almohada, lavada mil veces, te sigue oliendo a ella, cuando lo que
quieres es olvidarla. «¡Maldita sea su estampa!», se repetía Raúl, una y otra
vez.
Decidió
escuchar un rato antiguas canciones de Julio Iglesias: Lo mejor de tu vida, Soy un
truhan soy un señor, Amantes, Momentos, Me olvidé de vivir, Me va me va, Por
ella, Hey… Y se puso un trago de vodka con limón y abundante hielo. Y otro
después; y un tercer trago más tarde. «Por una vez, sin que sirviera de
precedente», se justificaba. Y siguió con Albert Hammond… Échame
a mí la culpa de lo que pase, Eres toda una mujer, Ansiedad… Y aquellas
canciones, que para él nunca pasarían de moda, le trajeron a la memoria una
verbena de un verano de hacía un chorro de años, en la Ciudad Juvenil, en el
santacrucero barrio de El Toscal. «Quince años recién cumplidos, ¡vaya verano! Todo
un hombretón», pensó sonriendo, dando un trago, al que siguió un largo suspiro.
Albert
Hammond sequía cantando:
“Sabes
mejor que nadie que me fallaste, que lo que prometiste se te olvidó, sabes a
ciencia cierta que me engañaste, aunque nadie te amaba igual que yo…
Que
no estoy de razones pa’ despreciarte, y sin embargo quiero que seas feliz. Y
allá, en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de
tu memoria me borre a mí…”
Y
pensó en aquella chiquilla preciosa, Mari Carmen Padrón, nunca olvidaría su
nombre. Recordó aquella noche como quien contempla una película romántica.
—Bailamos, todo lo apretaditos que se dejó —le decía Raúl a su perro, que lo miraba expectante—. Ayyy… Fue mágico, inolvidable. ¡Qué verbena la de aquella tarde! Y cómo palpitaba mi corazón… y el suyo. Y cuanto calor pasamos, Sansón; los goterones de sudor nos caían por las sienes… pero no estaba dispuesto yo a renunciar ni a un instante de su maravillosa cintura. Era una chica preciosa… Antes de que acabara el baile, calculando bien el tiempo, para estar de vuelta cuando su padre fuera a recogerla, nos fuimos a dar un paseo al parque, con la excusa de enseñarle el reloj de flores; ¡vaya excusa más tonta! El caso es que fue encantada —decía esto y Sansón lo seguía mirando, atento a sus palabras, entendiendo sabe Dios qué, el animalito—. Y ahora que lo pienso, tengo que buscarte novia, Sansón, que hace tiempo que no te echas un casquete, y eso no es nada bueno. Ufff, dímelo a mí, si no es nada bueno.
Raúl
volvió a pinchar la misma canción que le recordó a Mari Carmen.
“Y
allá en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria… y que una nube de
tu memoria me borre a mí…”
«Supongo
que ella seguirá viviendo en La Palmas», pensó de pronto. «¿Y si pudiera
localizarla, saludarla, sin más pretensión… o quién sabe…», dijo para sí.
Entonces pensó en lo que un amigo le había dicho para convencerle de que se
diera de alta en Facebook: «No tienes nada que perder; yo he contactado con
buenos amigos de la infancia que ahora viven en la península, a los que no veía
desde hace ni sé cuantos años». Le trajo la memoria el bello rostro de la
chiquilla. «¿Y si la busco en Facebook?», se preguntó con cierto entusiasmo,
para inmediatamente desanimarse. Pensó que estaría casada, para empezar, y,
además, qué absurdo, ¿cómo iba ella a acordarse de él? Y en todo caso, aun
acordándose, ella tendría su vida, sus hijos, su marido… «Pero que imbécil soy,
joder…», se reprochó desanimado, sintiéndose
aún peor.
De
nuevo le trajo la memoria el momento en que la sacó a bailar. Hacía un minuto otra
chica le había soltado un «yo no bailo», para al instante verla abrazada al
cuello de un repipi de los Escolapios, más alto y más rubio que nadie. Pero
Mari Carmen le sonrió y bailó con él aquella primera canción “If you leave me
now”, Chicago, qué música hacían los tíos.
Ya no se despegaron en toda la tarde. Luego, en el parque, se rieron
contemplando la escultura de la señora pechugona de la fuente. Ella le habló de
sus padres, del colegio, de lo petardo que era su hermano mayor… y de lo que le
gustaba contarle todas esas cosas, sin saber por qué; simplemente le gustaba
contárselas. Raúl le confesó que a él le encantaba escucharle y que seguiría
escuchándole toda la tarde y la noche. En ese momento, recordó Raúl, ella le
cogió la mano, él sintió un cosquilleo por todo el cuerpo como nunca había
experimentado. Aquella sensación le hizo sentirse extrañamente feliz. ¿Estaba
pisando el suelo o levitando? Estaba pisando el suelo, pero parecía levitar. A
Raúl, sumido en los recuerdos, se le iluminaron los ojos al revivir el instante
en que, sin saber cómo, los labios de Mari Carmen se unieron a los suyos o ¿los
suyos a los de ella? En ese presente de soledad, Raúl cerró los ojos para verlo
mejor: apenas fue un instante, un beso inocente, tímido, de bocas
entreabiertas, inseguras e inexpertas. Ese instante y aquella tarde con Mari
Carmen fueron los momentos más felices de su adolescencia. Cuando se
despidieron, sabían que la distancia entre Tenerife y Gran Canaria era enorme
para unos chiquillos de quince y trece años, a mediados de los 70. A ella se le
aguaron los ojos, y a él también. Se cruzaron algunas cartas durante algún
tiempo. Él siguió escribiéndole hasta que ella dejó de contestar a sus cartas. ¡Cuán
vertiginosamente había transcurrido el tiempo!
Raúl
saltó del sillón y se encamino a zancadas hacía el escritorio, donde descansaba
el ordenador. Lo encendió, se conectó a Facebook y escribió en “Buscar amigos”:
Mari Carmen Padrón, Las Palmas. Aparecieron en la pantalla media docena de
señoritas o señoras así llamadas en Las Palmas; algunas sin fotos que
identificar. ¿Cómo sería ahora, después de tantos años? Descartando a las que
por edad no podían ser, pinchó en la primera, y en el espacio para mensajes
privados escribió: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú
aquella Mari Carmen Padrón que el verano de 1975, en Tenerife, estuviste
bailando toda la tarde con un chiquillo de 15 años, que se llamaba y sigue
llamándose Raúl? Si eres tú, me encantaría saludarte y saber de ti. En fin, qué
tontería, pensarás. Uno que es así. Saludos. Raúl». Luego copió y pegó y envió
el mismo texto a las demás Mari Carmen, Carmen y María Padrón. «¿Quién sabe?»,
se dijo, mirando a Sansón.
Raúl
se acostó sobre el sofá después de poner de nuevo el disco de Albert Hammond y
la música sonó como un bálsamo milagroso. «¿Será Mari Carmen alguna de esas
chicas de Facebook?», se preguntó cerrando los ojos. Sonaba de nuevo aquella
canción que le trajo el recuerdo de sus quince años, de aquella verbena, de
aquel baile… de aquella chiquilla… Mari Carmen.
Cantaba
Albert Hammond… Y Raúl se quedó dormido sobre el sofá, hipnotizado por aquellos recuerdos… La música
sonaba: “…y sin embargo quiero que seas feliz.”
En
Las Palmas, alguien que no podía dormir encendía el portátil. Observó que en
Facebook tenía un mensaje. Lo abrió y leyó: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas
del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen…». Al terminar de leerlo, Mari
Carmen sonrió, extrañamente ilusionada. Pinchó en Youtube y buscó a Albert
Hammond; volvió a pinchar y sonó aquella canción que tan maravillosos recuerdos
le traían.