viernes, 29 de junio de 2018

Y sin embargo quiero que seas feliz


Era una de esas noches en la que la soledad te envuelve de tal forma que apenas te deja respirar. Raúl miraba a Sansón, su perro, y éste lo miraba como si le entendiera. Al menos él lo miraba, atento a cada paso que daba por la casa vacía. Animalito. «¿Cómo se puede llegar a querer tanto a un bicho tan chico, tan  peludo, absolutamente elemental?», pensó.
La cama le esperaba, como el desierto espera al viajante que está harto de cruzarlo aguantando su tediosa monotonía. Así que decidió retrasar ese momento. Sí, ese momento angustioso, en el que los recuerdos te atormentan, o bien porque piensas que nada será igual a aquellas noches que ella llenaba, o porque la funda de la almohada, lavada mil veces, te sigue oliendo a ella, cuando lo que quieres es olvidarla. «¡Maldita sea su estampa!», se repetía Raúl, una y otra vez.
Decidió escuchar un rato antiguas canciones de Julio Iglesias: Lo mejor de tu vida, Soy un truhan soy un señor, Amantes, Momentos, Me olvidé de vivir, Me va me va, Por ella, Hey… Y se puso un trago de vodka con limón y abundante hielo. Y otro después; y un tercer trago más tarde. «Por una vez, sin que sirviera de precedente», se justificaba. Y siguió con Albert  Hammond… Échame a mí la culpa de lo que pase, Eres toda una mujer, Ansiedad… Y aquellas canciones, que para él nunca pasarían de moda, le trajeron a la memoria una verbena de un verano de hacía un chorro de años, en la Ciudad Juvenil, en el santacrucero barrio de El Toscal. «Quince años recién cumplidos, ¡vaya verano! Todo un hombretón», pensó sonriendo, dando un trago, al que siguió un largo suspiro.
Albert Hammond sequía cantando:
“Sabes mejor que nadie que me fallaste, que lo que prometiste se te olvidó, sabes a ciencia cierta que me engañaste, aunque nadie te amaba igual que yo…
Que no estoy de razones pa’ despreciarte, y sin embargo quiero que seas feliz. Y allá, en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí…”
Y pensó en aquella chiquilla preciosa, Mari Carmen Padrón, nunca olvidaría su nombre. Recordó aquella noche como quien contempla una película romántica.

—Bailamos, todo lo apretaditos que se dejó —le decía Raúl a su perro, que lo miraba expectante—. Ayyy… Fue mágico, inolvidable. ¡Qué verbena la de aquella tarde! Y cómo palpitaba mi corazón… y el suyo. Y cuanto calor pasamos, Sansón; los goterones de sudor nos caían por las sienes… pero no estaba dispuesto yo a renunciar ni a un instante de su maravillosa cintura. Era una chica preciosa… Antes de que acabara el baile, calculando bien el tiempo, para estar de vuelta cuando su padre fuera a recogerla, nos fuimos a dar un paseo al parque, con la excusa de enseñarle el reloj de flores; ¡vaya excusa más tonta! El caso es que fue encantada —decía esto y Sansón lo seguía mirando, atento a sus palabras, entendiendo sabe Dios qué, el animalito—.  Y ahora que lo pienso, tengo que buscarte novia, Sansón, que hace tiempo que no te echas un casquete, y eso no es nada bueno. Ufff, dímelo a mí, si no es nada bueno.
Raúl volvió a pinchar la misma canción que le recordó a Mari Carmen.
“Y allá en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria… y que una nube de tu memoria me borre a mí…”
«Supongo que ella seguirá viviendo en La Palmas», pensó de pronto. «¿Y si pudiera localizarla, saludarla, sin más pretensión… o quién sabe…», dijo para sí. Entonces pensó en lo que un amigo le había dicho para convencerle de que se diera de alta en Facebook: «No tienes nada que perder; yo he contactado con buenos amigos de la infancia que ahora viven en la península, a los que no veía desde hace ni sé cuantos años». Le trajo la memoria el bello rostro de la chiquilla. «¿Y si la busco en Facebook?», se preguntó con cierto entusiasmo, para inmediatamente desanimarse. Pensó que estaría casada, para empezar, y, además, qué absurdo, ¿cómo iba ella a acordarse de él? Y en todo caso, aun acordándose, ella tendría su vida, sus hijos, su marido… «Pero que imbécil soy, joder…», se reprochó desanimado,  sintiéndose aún peor.
De nuevo le trajo la memoria el momento en que la sacó a bailar. Hacía un minuto otra chica le había soltado un «yo no bailo», para al instante verla abrazada al cuello de un repipi de los Escolapios, más alto y más rubio que nadie. Pero Mari Carmen le sonrió y bailó con él aquella primera canción “If you leave me now”, Chicago, qué música hacían los tíos.  Ya no se despegaron en toda la tarde. Luego, en el parque, se rieron contemplando la escultura de la señora pechugona de la fuente. Ella le habló de sus padres, del colegio, de lo petardo que era su hermano mayor… y de lo que le gustaba contarle todas esas cosas, sin saber por qué; simplemente le gustaba contárselas. Raúl le confesó que a él le encantaba escucharle y que seguiría escuchándole toda la tarde y la noche. En ese momento, recordó Raúl, ella le cogió la mano, él sintió un cosquilleo por todo el cuerpo como nunca había experimentado. Aquella sensación le hizo sentirse extrañamente feliz. ¿Estaba pisando el suelo o levitando? Estaba pisando el suelo, pero parecía levitar. A Raúl, sumido en los recuerdos, se le iluminaron los ojos al revivir el instante en que, sin saber cómo, los labios de Mari Carmen se unieron a los suyos o ¿los suyos a los de ella? En ese presente de soledad, Raúl cerró los ojos para verlo mejor: apenas fue un instante, un beso inocente, tímido, de bocas entreabiertas, inseguras e inexpertas. Ese instante y aquella tarde con Mari Carmen fueron los momentos más felices de su adolescencia. Cuando se despidieron, sabían que la distancia entre Tenerife y Gran Canaria era enorme para unos chiquillos de quince y trece años, a mediados de los 70. A ella se le aguaron los ojos, y a él también. Se cruzaron algunas cartas durante algún tiempo. Él siguió escribiéndole hasta que ella dejó de contestar a sus cartas. ¡Cuán vertiginosamente había transcurrido el tiempo!
Raúl saltó del sillón y se encamino a zancadas hacía el escritorio, donde descansaba el ordenador. Lo encendió, se conectó a Facebook y escribió en “Buscar amigos”: Mari Carmen Padrón, Las Palmas. Aparecieron en la pantalla media docena de señoritas o señoras así llamadas en Las Palmas; algunas sin fotos que identificar. ¿Cómo sería ahora, después de tantos años? Descartando a las que por edad no podían ser, pinchó en la primera, y en el espacio para mensajes privados escribió: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen Padrón que el verano de 1975, en Tenerife, estuviste bailando toda la tarde con un chiquillo de 15 años, que se llamaba y sigue llamándose Raúl? Si eres tú, me encantaría saludarte y saber de ti. En fin, qué tontería, pensarás. Uno que es así. Saludos. Raúl». Luego copió y pegó y envió el mismo texto a las demás Mari Carmen, Carmen y María Padrón. «¿Quién sabe?», se dijo, mirando a Sansón.
Raúl se acostó sobre el sofá después de poner de nuevo el disco de Albert Hammond y la música sonó como un bálsamo milagroso. «¿Será Mari Carmen alguna de esas chicas de Facebook?», se preguntó cerrando los ojos. Sonaba de nuevo aquella canción que le trajo el recuerdo de sus quince años, de aquella verbena, de aquel baile… de aquella chiquilla… Mari Carmen.
Cantaba Albert Hammond… Y Raúl se quedó dormido sobre el sofá,  hipnotizado por aquellos recuerdos… La música sonaba: “…y sin embargo quiero que seas feliz.”
En Las Palmas, alguien que no podía dormir encendía el portátil. Observó que en Facebook tenía un mensaje. Lo abrió y leyó: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen…». Al terminar de leerlo, Mari Carmen sonrió, extrañamente ilusionada. Pinchó en Youtube y buscó a Albert Hammond; volvió a pinchar y sonó aquella canción que tan maravillosos recuerdos le traían.




jueves, 21 de junio de 2018

La foto


Margaret, sujetando la mano de Julia, miraba al señor que pegaba la frente a una caja y se tapaba la cabeza con una tela gruesa. Entonces, papá, que junto a mamá estaba a un lado del señor, le dijo a la niña que les mirase a ellos y no al señor, porque lo que sostenía con la mano en alto aquel hombre iba a dar mucha luz, como el sol que de pronto se asoma entre las nubes, y podía hacerle daño en los ojos.
Aquella tarde, la madre de Margaret había tardado un buen rato en vestir a Julia. Mamá, acompañada del predicador, le había dicho dos días antes que su hermanita pequeña se había ido al cielo. Margaret no lo entendió bien, pero dedujo, a sus inocentes seis añitos, que nunca más vería a su hermana pequeña. En aquel instante recordó el día que mamá volvió a casa con Julia en los brazos, tan chiquita. Ya no tenía mamá aquella barriga tan grande. Desde entonces, ni mamá ni papá parecían los mismos. Tres años habían transcurrido desde aquel día. Tres años que se le hicieron muy largos a Margaret, sin ser consciente la niña del tiempo real transcurrido. A su corta edad no era capaz de medir ese fenómeno imparable, lento o vivaz según nos vaya. Margaret vivía el transcurrir de los días sumando los momentos del despertar, del estar en casa, en la escuela, de nuevo en casa, los juegos, el vestirse, el desvestirse, el comer, los llantos de Julia, el no querer comer, la regañina de mamá, el baño antes de ir dormir, el humo del cigarro de papá, el sueño, los llantos de Julia , el irse a la cama, los llantos de Julia, mamá enfadada, papá triste, los llantos de Julia, el sueño, el silencio, la oscuridad, de pronto los llantos de Julia.

Ahora, aquel hombre volvía a meter la cabeza bajo la tela oscura y levantaba la mano con aquel objeto en lo alto. «No te muevas niña», dijo el hombre. «No te muevas, Margaret», repitió papá. Mamá no dijo nada. Mamá sólo miraba a Julia, que miraba hacia enfrente, pero como si mirase a ninguna parte. Entonces Margaret recordó la noche que mamá lloró tanto y papá no dejó de fumar. Luego vinieron más noches en las que mamá lloraba y papá no dejaba de fumar, en las que Julia también lloraba y lloraba.
«Niña, no te muevas, no te muevas y mira a tus padres…», le dijo el hombre, con la cabeza tapada con la tela y la cara pegada a la caja de madera, cuando de pronto aquello que sostenía en alto explotó y una luz muy fuerte iluminó toda la habitación y el humo que olía fatal subía hasta el techo.
Aquella tarde, después de vestir a Julia, mamá vistió a Margaret, un trajecito igual para las dos, un trajecito que sólo se lo habían puesto otra vez. Margaret no sabía por qué mamá le había dicho que Julia se había ido al cielo, si de pronto estaba  otra vez en casa. Después de vestir a las niñas, mamá las peinó. Margaret se preguntaba por qué Julia estaba tan callada y tan quieta. Se preguntaba por qué no decía nada; por qué miraba siempre al mismo lugar; por qué olía tan raro; y sobre todo se preguntaba por qué estaba tan fría.
Después de peinarlas llegó aquel hombre con esa caja de madera con patas y un trapo colgando. En un sillón sentó papá a Julia. Luego sentó a Margaret en otro. El hombre colocaba a Julia la cabeza que se le iba hacia delante, luego hacía un lado, luego hacia el otro. Resoplaba el hombre, hasta que la cabeza de Julia se quedó quieta, y sus ojos, siempre abiertos, siguieron mirando al frente, como a ningún lado. Como mamá, que miraba siempre a Julia, apenas parpadeando, muy seria, o muy triste, se preguntaba Margaret. El hombre le dijo a Margaret: «Niña, coge la mano de tu hermanita». Pero Margaret no se movió. Papá se acercó y posó la mano diestra de la hermana mayor sobre la zurda de la pequeña. «Sujeta la mano de tu hermana, cariño», dijo de pronto mamá, con una voz que sonó extraña a Margaret.
«¡Qué fría está la mano de Julia!», pensó Margaret, que la sintió tan flácida; tan muerta. Ese olor tan raro…
Fue en ese instante, cuando la mano de Julia cayó sobre el regazo, al dejar de sostenerla la hermana mayor, cuando Margaret recordó la otra noche. Margaret dormía, jugaban en sueños. Julia comenzó a llorar, desde la cama de al lado. Margaret no sabía si soñaba también los llantos de su hermana. Julia lloraba y lloraba. De pronto dejó de hacerlo. La hermana mayor entreabrió los párpados, apenas algo de luz llegaba de la lámpara de aceite del pasillo. No sabía si soñaba aún o realmente era mamá quien sostenía aquella manta doblada  sobre la cara de Julia. No sabía si era mamá en otro sueño, como en tantas otras ocasiones, la que ponía de nuevo la manta doblada a los pies de la cama de Julia. Aquella noche, Margaret no lloró más.
Al rato de irse el hombre de la caja de madera, llegaron muchos vecinos y amigos de papá y mamá. A Julia la dejaron sentadita en el sillón, mirando a ninguna parte. Unas vecinas ayudaron a mamá a poner sobre una mesa muchos platos con comida, una jarra de agua y unas botellas de bebidas diferentes que gustaban mucho a papá. Se llenó el salón de gente que miraba a Julia y movía la cabeza.
La gente seguía en el salón cuando mamá llevó a Margaret a la cama. La arropó, le dio un beso en la frente y se fue de nuevo al salón. El cuarto de las niñas estaba al final del pasillo. Apenas llegaba un sordo murmullo desde el otro lado de la casa. Margaret miraba el débil haz de luz que entraba por el espacio que dejaba la puerta entreabierta. Se le cerraban los ojos. Imaginó que, después de aquella tarde, Julia se iría al fin al cielo. Se le cerraban aún más los párpados. De súbito recordó el otro sueño, aquel en el que no era mamá la que ponía la manta doblada sobre la cara de Julia, que pataleaba y se movía tanto, hasta que dejó de llorar. En el otro sueño era ella misma la que sostenía un almohadón sobre la cara de su hermana pequeña. Era Margaret la que con todas sus fuerzas apretaba el almohadón contra el rostro de Julia, que pataleaba y se agitaba sobre la cama. Y era Margaret la que quitaba de la cara de la hermana pequeña, cuando ésta dejó de moverse, aquel almohadón que siempre dejaba mamá a los pies de aquella cama. Casi sin sentir el murmullo sordo que llegaba del salón, Margaret pensó que mamá nunca dejaba una manta doblada a los pies de la cama de Julia, allí siempre posaba el almohadón que ahora observaba en la tiniebla, entre los párpados ya casi cerrados, esbozando la misma sonrisa de aquella noche, cuando Julia dejó al fin de llorar.  


viernes, 15 de junio de 2018


Profesora de latín
Eso de que seas profesora de latín, he de confesarte, tiene su morbo. Sí, ¿qué quieres que te diga? Te imagino sentada sobre un sillón confortable, con las piernas cruzadas, vistiendo una falda oscura muy ceñida, y una blusa abierta hasta el "canalillo", a modo de escote muy sutil y femenino, al que asoma una tímida línea del sujetador azabache, que custodia... tu serena respiración. A medias entre las manos y sobre los muslos, tersos e impetuosos, descansa un viejo libro. La portada reza: La Eneida. De vez en cuando, generalmente al pasar la página, con el índice de la diestra, empujas hacia el entrecejo las gafas de pasta carmesí. Entre tanto, alguien te observa de soslayo, y suspira... como tantas veces. Tú, abstraída por la lectura de tan bello texto, mil veces hojeado, ignoras todo aquello que sucede tan cerca de ti.