Amanecía ventoso el
martes 7 de noviembre de 1826, cubierto el cielo de tan oscuros nubarrones que
aún parecía de madrugada. Sabino Berthelot —reputado naturalista, historiador y
etnólogo francés, afincado en La Orotava desde 1819— se hallaba esa mañana en
San Cristóbal de La Laguna, en casa de su buen amigo el doctor en física Domingo
Saviñón Yánez, con la intención de bajar a Santa Cruz antes del mediodía. Al
observar la alta atmósfera sintió una gran inquietud. «Si ha de bajar a Santa
Cruz, despache pronto sus asuntos y váyase, antes de que caiga el chubasco o
puede que algo peor», le aconsejó el físico a Berthelot, después de comprobar
que el barómetro anunciaba que algo extraordinario iba a acaecer. Así lo hizo
don Sabino, cuando el viento de sureste se incrementaba muy preocupantemente y
desde las alturas, cubiertas de nubes cargadas de tanta agua, llegaba un ruido
nunca antes apreciado.
Aquella mañana, el
barómetro del doctor Saviñón indicó una presión atmosférica nada habitual. A
las diez de la noche registraba 960 milibares, hasta bajar su registro a 943 a
las 2 de la madrugada del miércoles 8. Entonces, supo don Domingo que un
huracán de los que se sufrían por las Antillas estaba a punto de irrumpir en la
isla, con consecuencias terribles.
Ya desde las cuatro
de la tarde la lluvia se incrementó intensamente a la vez que la furia del
viento. Desde los pueblos del norte de la isla se apreció la boina de nubes,
negras como el carbón, sobre la cumbre del Teide. Nunca se había visto algo
igual. El mar, enloquecido por el huracán canalla, se embraveció como si las
aguas hirvieran caldeadas por los fuegos del infierno, reventando contra la
costa los pesqueros tinerfeños. Aquella madrugada el cielo se atestó de rayos,
unos tras otros, abriéndose paso entre las densas nubes, de forma que parecían
las alturas incendiadas, a la vez que estremecidas por los incesantes truenos
que seguían a cada estallido de furia eléctrica. Los barrancos rebosaron de
agua que arrastró lodo, piedras, árboles, casas.
Al amanecer del
miércoles, ya pasado lo peor, una bruma baja cegaba la vista a cuatro metros,
especialmente en tierras del norte. Aún casi en penumbras se pudo apreciar la
tragedia. La brutal crecida del agua en los barrancos rompió diques y arrastró
viviendas con sus familias dentro; arrancó cosechas enteras de la tierra;
destrozó las viñas; ahogó el ganado entre en el lodo, que cubría hasta los
tejados; y, lo peor, por encima de mil hombres, mujeres y niños perdieron la
vida. No había un pueblo en la isla que no hubiese sufrido daños atroces. Fue
aquel aluvión el que se llevó al mar para siempre la primigenia imagen de la
Virgen de la Candelaria, arrancada de la capilla del convento de los Dominicos.
En sus Misceláneas
canarias narra la tragedia Sabino Berthelot. Tragedia que trajo a
Tenerife aquel terrible Aluvión de noviembre de 1826.