Efigenio y sus dos amigos,
Lorenzo y Domiciano, pisaban por fin suelo tinerfeño. Menudo madrugón; el bus los llevó de Puebla de
Sanabria hasta Zamora, y de allí hasta Barajas en tren. En pie desde las cuatro
de la mañana para coger el vuelo que salía hacia los Rodeos a las nueve: un
palizón. La idea había sido de Efigenio: “Y por qué no nos vamos el año que
viene a los carnavales de Santa Cruz de Tenerife”, les había dicho a sus dos
amigos y camaradas de dichas y desdichas el febrero pasado en el bar del
pueblo, luego de acabar de ver en televisión un espectacular reportaje sobre el
Carnaval chicharrero. El entusiasmo le embargó al contemplar el primer plano de
unas bellísimas muchachas bailando las caderas cual brasileiras, al ritmo de
frenéticos acordes de percusión, tan vestidas como en la playa.
Los tres eran amigos desde niño y
desde entonces Efigenio ejercía de líder natural. Juntos dejaron a mitad los
estudios para trabajar en el campo. En la aldea en la que vivían ya no había
mozas jóvenes con las que echarse novia. Maldita soledad sufrían los tres. Pero
a los veinticuatro años, aún eran jóvenes, y ya vendrían tiempos más propicios
para buscar trabajo en la capital. Entre tanto, pasar los carnavales en
Tenerife era un proyecto inmensamente ilusionante. Y como poco era lo que
gastaban por esos lares, el sustento y cuatro cañas en el bar de Pepe viendo
futbol sábados y domingos, poco más tuvieron que reunir para los billetes y el
alojamiento, además de unas perras para comida y diversión. Desde noviembre, Maruja, un encanto de mujer,
ya les tenía todo preparado en la agencia de viajes de Puebla de Sanabria, la
población más cercana a la aldea. El plan era llegar el viernes, ver la cabalgata
de la tarde y disfrutar de las noches de jolgorio hasta el miércoles; más
permiso no les dio el patrón. Maruja les había asegurado que la pensión estaba
en el centro de la ciudad, en la calle San José, donde se celebraba el
carnaval.
—¡Joder, qué nervios tengo!
—decía Lorenzo, que luego de una reconfortante siesta, ya anocheciendo, salía
de la pensión con Efigenio y Domiciano en busca de la cabalgata, siguiendo las
indicaciones del recepcionista.
Gente, gente y más gente inundaba
las calles. Una multitud se apiñaba en las aceras; sentados en sillas
plegables, del salón, de la cocina, en taburetes de toda condición, los más
afortunados; detrás, en pie, la mayoría. Hombres y mujeres, ancianos y niños
eran los espectadores de una cabalgata multicolor que discurría por la calle;
legiones de disfraces de toda índole; la música llegaba de todos lados,
entrelazándose en la atmosfera con el griterío del gentío. Efigenio, Lorenzo y
Domiciano, los tres hombres de buena estatura, asomaban la cabeza entre los que
le precedían al borde de la acera, tratando de no perder detalle de aquel
espectáculo sin igual. Una señora muy amable les iba indicando: “esos son una
murga; estos de la carroza son una rondalla; aquellos de las plumas son una
comparsa”.
—Mirad, mirad —decía entusiasmado
Efigenio, señalando a las muchachas que encabezaban la comparsa, bailando al
son de los tambores—. ¡Esas son las que yo vi en la tele! ¡Qué mozas… madre
mía! —repetía una y otra vez, con los ojos como platos.
—Y esa es la reina del carnaval
de este año —les gritó la amable señora señalando a la imponente carroza sobre
la que saludaba, engalanada cual diosa sideral, destellando los reflejos de las
luces de las farolas, una bellísima sonriente muchacha.
—Como decía aquel: en dos
palabras, im- presionante —gritaba Efigenio, para hacerse oír por sus amigos—.
Cuando contemos esto en el pueblo, no se lo van a creer…
—Y acaba de empezar —apuntaba
Domiciano, a quien los ojos se le iban y se le venían entre los rítmicos
saludos de la reina y las caderas bailarinas de las muchachas de la comparsa
que precedía a la espectacular carroza.
De la carroza llegaba una canción
que la comparsa secundaba: “Santa Cruz en
carnaval,/ tu belleza y simpatía,/ derroche de fantasía,/ noche y día sin cesar…”.
Al termino de las casi cuatro
horas de cabalgata, los tres amigos dieron buena cuenta de sendos bocadillos de
chorizo parrillero con pimientos asados y un par de cervezas por barba, en uno
de los muchos quioscos que poblaban los alrededores de la plaza de España.
Luego de alegrar el estómago y refrescar el gaznate, siguiendo el consejo del
conserje de la pensión, por eso de no desentonar, se compraron en un puesto
callejero unas enormes pelucas de pelo rizado y chillones colores, y ya con
ellas por sombrero, entre risas y bromas, se pintaron la cara según les propuso
la joven de melena a lo rasta, en otro puesto callejero. Sin que se dieran
cuenta, las calles ya estaban abarrotadas de una multitud disfrazada de un
millón de fantasías, bailando y riendo, de un lado para otro como mareas
humanas, o en grupos al ritmo de la música que cada kiosco pinchaba, creando su
propia fiesta que se sumaba mágicamente a la de los cientos de kioscos, bares y
cafeterías que abrían sus puertas a la calle, de par en par, adornados de
carnaval. Efigenio, Lorenzo y Domiciano, cubata en mano, bailaban embriagados
por el ambiente incomparable, por la fiesta sin igual, muy lejos del sosiego
silencioso de la era junto a la aldea, a la vera de la sierra de la Culebra,
donde los lobos aúllan a la luna en la noche fría de los montes zamoranos.
—Mira, Efigenio —señaló Lorenzo a
una mujer escultural, más cubierta por las lentejuelas y las plumas que por la
tela, que bailaba sensualmente sobre plataformas de vértigo, rebotando la
pechuga a cada paso de ritmo improvisado—. ¡Pero qué tetas tiene la tía!
—¿Qué os apostáis a que a esa me
la ligo yo esta noche? —dijo Efigenio, a voces, al oído de los otros.
—Anda ya, mucha mujer para ti
—dijo a carcajadas Domiciano.
—La comida y la cena de mañana
—propuso Lorenzo.
—Hecho —comprometió Efigenio,
haciendo señas al kiosquero que más
cerca tenía para que le pusiera otro cubata.
Al momento, Efigenio se había
acercado a la escultural señora que le sacaba casi la cabeza. Y en un
santiamén, después de largarle un par de ocurrencias al oído, la tenía agarrada
por la cintura, meneando el esqueleto al ritmo que marcaba ella, que reía y
reía acercándole cada vez más las tetas a la cara. Los otros dos no se lo creían,
junto a la barra del kiosco, con los cubatas en la mano y cara de lelos. “Pero
que tío es el Efigénio… pero si se ha ligaooo a ese pedazo de mujeeer ”, decía
uno. “Apriétate, apriétate”, de decía el otro, haciéndole señas. Efigenio no
sabía si disfrutaba más pensando en lo que presumiría en el bar del pueblo, con
el aval de dos testigos, o con los apretones que ya empezaba a darle en el culo
a la imponente señora. “Pero que guapo eres” —le dijo ella de pronto, dándole
un sonoro más chupetón que beso en la oreja, luego de restregarle el escotazo
por las narices. Los otros dos seguían sin perder detalle de tan magno
acontecimiento, con la mandíbula caída y los ojos como lunas. En éstas estaban,
cuando Efigenio, envalentado por el chupetón recibido en la oreja, cuyo
gustirrinín cosquilleo le llegó a la punta del dedo gordo del pie, fingiendo
que le empujaban, dado el gentío que les rodeaba, se apretó a la majestuosa
señora, de tal forma que ni el aliento hubiese penetrado entre los dos cuerpos.
Y fue entonces cuando sucedió: cuando las tetas de la moza envolvieron la
garganta del valiente; cuando la nariz de la bella le entró por un ojo al
mozarrón; y cuando un bulto enorme y duro golpeaba al muchacho, como un mazo
inmisericorde, a la altura del ombligo. A Efigenio, además del cubata, se le
fue el mundo al suelo. Todo lo dignamente que pudo, dio un paso atrás, y se
encaminó a paso ligero hacia dónde aguardaban sus leales camaradas, que lo
miraban atónitos, extrañados por aquella súbita reacción.
—¿Pero qué te ha pasaooo, Efigenio?
—preguntaron a la vez los dos amigos.
—El… el… el aliento… el aliento…
que no os imagináis cómo le apesta el aliento… —balbuceó Efigenio, tan blanco
como la nieve de los montes zamoranos.