jueves, 16 de febrero de 2017

Un largo camino



A nada del regreso, decidí dejar atrás el pueblo. Lola me había roto el corazón. Y que tuviese que enterarme en el bar de que Lola se veía con Ernesto. ¡Miserable traidor! Amigos desde que nos salieron los dientes y el muy canalla me roba la novia. Me dijo el cabo de la Benemérita: «En mi fuero interno, Manolo, te entiendo. Es más, yo también le hubiera roto la boca a ese mamarracho traidor, que la novia de un camarada es sagrada, ¡coño!, y más cuando éste está haciendo la mili, cumpliendo con la Patria. Pero, paisano, como agente de la Autoridad no tengo más remedio que arrestarte, y ya el señor juez dirá». Y bien que dijo don Bonifacio, el señor juez: «No es cuestión baladí sacarle a guantazos siete dientes a un paisano, ¡puñeta!, aunque éste te robara la novia, que algo de culpa tendrá ella… vamos, digo yo». De que ella tuviese algo de culpa, pues tuve que darle al señor juez la razón. Lo de cuestión baladí no sé qué diantres significa, aunque pal’caso, a lo hecho, pecho. Tampoco fue tanto aguantarle la bronca a don Bonifacio y pagarle al gurrumino de Ernesto los dientes postizos. En fin, el caso es, como venía diciendo, que dejé atrás el pueblo que me vio nacer, y adiós a la Lola y al felón y a los tunantes que se andaban con risitas en al bar. Sólo lo siento por madre, la pobre, y por la hermana, la pobre, que bien lloraron las dos cuando me vieron marchar. «Solo tienes veintiún años, Manolo, y la Juani está por ti, tonto, que es guapa la moza y el padre tiene posibles… Que le den morcillas a la Lola y a la madre que la parió», me dijo mi hermana, la pobre, con los ojillos llorosos.

Enfilé aquella carretera de tierra y pedregales, más solo que la una, tristón, pensativo, ¡maldita sea!, pensativo con lo que no debía. Dos días de marcha llevaba cuando me encontré con una finca al borde del camino, circundada por un muro de piedra de no más de metro y medio de alto, y frutales para parar un tren. Perales, manzanos y una enorme higuera cargada hasta las trancas de fruta. Me iba a poner las botas, que ya el zurrón lo llevaba a medias de provisiones. Y tate, que no hice más que poner las manos en el muro, cuando el perro surgió de las sombras dispuesto a comerme, ladrando, gruñendo y dando dentelladas al aire polvoriento. ¡La madre que lo trajo, el susto que me dio el jodío! Una larga cadena al cuello, sujeta al tronco de la higuera, marcaba sus límites. De pelaje canelo, era de robusta osamenta, cabezón, con cuello de toro, manos grandes, y mirada de pocos amigos. «Aquí te tienen para lo que te tienen, verdad, amigo», le dije. Él me miraba a medio metro del muro. Me fijé en las orejas caídas, roídas por las moscas alimañas, despensa de garrapatas. El hambre, plasmada en sus ojos, le marcaba las costillas. «Pobre perro, qué mala vida te dan», le musité, con tono apaciguador; él no hacía más que su trabajo. «Al energúmeno de tu amo lo ataba yo a ese tronco», le hablé con calma, despacio, con paciencia. Media hora de monólogo llevaba. Él dejó de enseñar los dientes y se echó cruzando las manos, mostrando ahora la lengua. Saqué del zurrón el chorizo que me quedaba y corté la mitad, que le acerqué estirando el brazo, con prudencia. Canelo, que así empecé a llamarlo, se puso en pie e hizo amago de enseñar colmillos, cuando el aroma del embutido le invitó a olisquear el aire. Se lo acerqué al hocico y él lo tomó con una delicadeza que me sorprendió. «Está bueno, ¿eh?…», él movía el rabo. Luego le di un trozo de pan, y otro, hasta quedarme con la mitad de lo que llevaba. Canelo me miraba con ojos diferentes a los de hacía ya casi una hora. Le limpié las heridas de las orejas y le quité seis garrapatas. Decidí liberarle de la cadena, él me miraba, juraría que sonriendo. Llené el zurrón a reventar de fruta. Luego invité a Canelo a que me siguiera. Sin mirar atrás, como yo, se vino conmigo. Yo le acariciaba la cabezota, él seguía meneando el rabo: así comenzó el largo camino de doce años que hicimos juntos.



martes, 14 de febrero de 2017

El último beso

Hacía ya once años que Ramón, haciendo alarde de valor, había invitado a cenar a Laura.  En ese instante, cuando él la tenía frente a sí, más hermosa que nunca, expectante ante lo que él tenía que contarle, según le dijo cuando la citó el día anterior, recordó aquel momento como si se tratase de la secuencia preferida de una película inolvidable:
—¿A cenar? —dijo Laura sorprendida—. Yo no salgo a cenar con desconocidos —afirmó, sonriendo, hermosa como una diosa griega.
—Haces bien, hay mucho crápula por ahí suelto —respondió Ramón, con ingenio, con oficio en esas lides—. Pues te invito a un café y así empezamos a conocernos.
—Tampoco tomo café con desconocidos —afirmó ella, mordiéndose la lengua de inmediato, para no reírse en su cara, ante la mueca de decepción que había puesto él.
Ramón conoció a Laura en la cafetería donde trabajaba ella, entonces. Una tarde de frío y húmedo invierno lagunero, se le antojó un barraquito bien caliente. Ella le atendió ese día. En un principio, a él aquella muchachita le pareció mona, bonita, realmente. Eso sí, ¡vaya trasero!, sublime, esculpido en su linda anatomía, hermosamente respingón. Sorbo tras sorbo del cálido y gratificante café con leche natural y condensada, al estilo tinerfeño, fue reconociendo en ella a una mujer preciosa, guapa a la vez que atractiva. Más tarde, ella le confesaría que él también le había parecido un hombre atractivo, a primera vista, incluso interesante. ¡Bien, un empujón a su autoestima!
Muchos barraquitos tuvo que tomarse Ramón en aquel café hasta que Laura dejó de considerarle “un desconocido”. Al fin, tras una meritoria insistencia, Laura aceptó la invitación de Ramón a tomar una copa. Ambos se contaron la parte esencial de sus vidas. Ambos cicatrizaban heridas de relaciones pasadas; frustrados matrimonios. Él cumplía los treinta y cinco, ella diez años menos.
Durante dos o tres meses, ella mantuvo una distancia torturadora para Ramón. Pero él —firme, caballeroso, en su sitio—, la tortura del deseo frustrado supo llevarla por dentro, con inigualable dignidad. En alguna ocasión, él intentó robarle un beso en los labios, bandido, ladrón. Ni por esas. ¡Qué cuello más ágil; que boca más esquiva! Ramón intuía que la espera valía mucho la pena. Así que aguardó, paciente, asceta y ansioso.
Esa tarde, oscura, cegada por los nubarrones, llovía. No era París, era el Camino Largo, en San Cristóbal de La Laguna. Allí, dentro del coche, sobre el que golpeaban las gotas de agua con tal fuerza y abundancia que parecía que el cielo se estaba rompiendo, luego de algunos juegos de Laura, que a Ramón le parecieron inquietantes, llegó el primer beso. Llegó el momento inigualable de cuando dos bocas sedientas la una de la otra se juntan por primera vez. Llovía, aún más. Tanto a Laura como a Ramón les gustaba ver llover. Los cristales del coche estaban empañados, las gotas percutían su música inequívoca contra el techo de chapa como contra un tambor. El beso se repitió y ambos disfrutaron de ese placer difícil de describir.
—¿Qué haces? —preguntó Ramón a Laura, cuando ella pegó su rostro al de él y recorrió su cuello y su cara, rozándole con la punta de su nariz perfecta.
—Estoy oliéndote —explicó ella, sin dejar de acariciarle la piel con su precioso apéndice nasal—. Me gusta como hueles.
—Es la colonia —murmuró él.
—No, eres tú. Me gusta tu olor… y tu aliento. Me gusta tu aliento —aclaró ella, susurrando sensualmente.
A Ramón se le erizaron todos los minúsculos vellos del cuerpo.
Ambos disfrutaron escuchando la lluvia, que esa tarde no cesaba. Entre los traslúcidos cristales empañados del viejo Lancia se volvieron a besar. 
No era París, pero dio igual.




Durante los próximos meses Laura y Ramón compartieron muchos ratos de intensa intimidad. Ella se sinceró con él.
—Nunca antes había sentido tanto placer. Con mi ex marido, el sexo fue un desastre. Tú has despertado en mí sensaciones y apetencias que desconocía —le dijo más de una vez.
Él no se lo dijo nunca, pero tampoco había sentido antes una piel como la suya, ni había saboreado la femenina ingenuidad de quien ansía conocer y experimentar esas nuevas sensaciones, e incluso atravesar fronteras desconocidas. Además  Laura era bellísima e inmensamente sensual. ¿Por qué no se lo habría dicho entonces? Más tarde, Ramón se lo reprocharía a sí mismo, mil veces.
Y porque así es la vida, hiriente como la punta de un puñal, un día, Laura anunció a Ramón su marcha lejos. Nada le ataba a Tenerife y en otro país le ofrecían un trabajo y oxígeno a sus ganas de volar, a su deseo de progresar. Y nada le ataba porque él nunca le había confesado que la amaba. Eran amantes, simplemente, y tan sólo eso no era lo que Laura ansiaba en su vida, porque ella hacía mucho tiempo que sí estaba enamorada.
Ramón y Laura hablaron en la distancia durante meses, hasta que esa maldita distancia pudo con ellos. Pero nunca olvidó Ramón a Laura ni ella lo olvidó a él. Nunca dejaron de recordar tantos momentos de intensa intimidad; aquella confianza extrema que les hizo disfrutar de sus cuerpos como nunca habían experimentado. Aquella enorme confianza.
Habían pasado tres años y cada uno de ellos había recorrido caminos diversos. Hasta que el destino quiso volver a cruzar sus vidas. Ramón y Laura se cruzaron en la calle, en pleno centro de Santa Cruz. ¡Vaya sorpresa!  <<Laura… Ramón>>. Se abrazaron y hablaron; se contaron muchas cosas. Ramón estaba solo; Laura tenía una hija, una niña preciosa, aún un bebé. Ambos habían tenido frustradas relaciones. Ambos estaban heridos; una vez más. Pasaron las semanas y Ramón y Laura compartieron muchas tardes, muchos cafés y algunas cenas. Laura veía a un amigo, a un gran amigo, y nada más quería ver en Ramón y en ningún otro hombre. Pero en Ramón afloraron sentimientos más profundos. Ahora sí se sentía enamorado; ahora no era sólo sexo lo que buscaba en Laura. Ramón la amaba y supo que siempre la había amado.
Ramón volvió al presente después de aquellos segundos en que los recuerdos le nublaron los sentidos. Los dos antiguos amantes habían quedado en verse como otra tarde más, para tomar un café y contarse cosas. Y Ramón le declaró a Laura su amor.
—No soy la misma mujer, Ramón, ni quiero ahora un hombre en mi vida —afirmó ella, sin temblarle la voz.
—Te amo, Laura, como nunca he amado a ninguna otra mujer. No sabes cómo me arrepiento de no habértelo dicho antes de que te fueras —decía él, angustiado ante la mirada impasible de ella.
Mil razones le dio él para que al menos lo intentaran. Pero Laura no quería intentos de aquellos en aquel momento de su vida. Ramón no estaba dispuesto a rendirse a las primeras de cambio. Valía la pena, valía mucho la pena jugárselo todo en aquella batalla. La voz se le quebró a él en varias ocasiones; ella le escuchaba, sólo le escuchaba en silencio. Ramón recordó a Laura los encuentros apasionados de antes de su marcha, tanteó su memoria tratando de que en ella, al menos, surgiera el deseo de revivirlos. <<Ya te he dicho en qué momento me encuentro, Ramón. No insistas>>, le dijo ella, y Ramón lo tomó por su última palabra. La tarde fue muy amarga para él, y desconcertante apara ella.
A la puerta de la casa de Laura, Ramón la miraba con los ojos acuosos, con el corazón encogido, con el alma en vilo. Ella le acarició la cara. Él se acercó a darle un casto beso de despedida, que ella se dispuso a recibir ofreciéndole la mejilla. Ramón no pudo ni quiso evitarlo y acercó su boca entreabierta a la de la mujer que amaba, y, suspirando, rozó sus labios con la comisura de los de Laura. Fue entonces cuando Laura percibió ese olor, el olor del aliento que tanto le había gustado.    

martes, 7 de febrero de 2017

“Santa Cruz en carnaval, tu belleza y simpatía…”

          

Efigenio y sus dos amigos, Lorenzo y Domiciano, pisaban por fin suelo tinerfeño. Menudo  madrugón; el bus los llevó de Puebla de Sanabria hasta Zamora, y de allí hasta Barajas en tren. En pie desde las cuatro de la mañana para coger el vuelo que salía hacia los Rodeos a las nueve: un palizón. La idea había sido de Efigenio: “Y por qué no nos vamos el año que viene a los carnavales de Santa Cruz de Tenerife”, les había dicho a sus dos amigos y camaradas de dichas y desdichas el febrero pasado en el bar del pueblo, luego de acabar de ver en televisión un espectacular reportaje sobre el Carnaval chicharrero. El entusiasmo le embargó al contemplar el primer plano de unas bellísimas muchachas bailando las caderas cual brasileiras, al ritmo de frenéticos acordes de percusión, tan vestidas como en la playa.
Los tres eran amigos desde niño y desde entonces Efigenio ejercía de líder natural. Juntos dejaron a mitad los estudios para trabajar en el campo. En la aldea en la que vivían ya no había mozas jóvenes con las que echarse novia. Maldita soledad sufrían los tres. Pero a los veinticuatro años, aún eran jóvenes, y ya vendrían tiempos más propicios para buscar trabajo en la capital. Entre tanto, pasar los carnavales en Tenerife era un proyecto inmensamente ilusionante. Y como poco era lo que gastaban por esos lares, el sustento y cuatro cañas en el bar de Pepe viendo futbol sábados y domingos, poco más tuvieron que reunir para los billetes y el alojamiento, además de unas perras para comida y diversión.  Desde noviembre, Maruja, un encanto de mujer, ya les tenía todo preparado en la agencia de viajes de Puebla de Sanabria, la población más cercana a la aldea. El plan era llegar el viernes, ver la cabalgata de la tarde y disfrutar de las noches de jolgorio hasta el miércoles; más permiso no les dio el patrón. Maruja les había asegurado que la pensión estaba en el centro de la ciudad, en la calle San José, donde se celebraba el carnaval.
—¡Joder, qué nervios tengo! —decía Lorenzo, que luego de una reconfortante siesta, ya anocheciendo, salía de la pensión con Efigenio y Domiciano en busca de la cabalgata, siguiendo las indicaciones del recepcionista.
Gente, gente y más gente inundaba las calles. Una multitud se apiñaba en las aceras; sentados en sillas plegables, del salón, de la cocina, en taburetes de toda condición, los más afortunados; detrás, en pie, la mayoría. Hombres y mujeres, ancianos y niños eran los espectadores de una cabalgata multicolor que discurría por la calle; legiones de disfraces de toda índole; la música llegaba de todos lados, entrelazándose en la atmosfera con el griterío del gentío. Efigenio, Lorenzo y Domiciano, los tres hombres de buena estatura, asomaban la cabeza entre los que le precedían al borde de la acera, tratando de no perder detalle de aquel espectáculo sin igual. Una señora muy amable les iba indicando: “esos son una murga; estos de la carroza son una rondalla; aquellos de las plumas son una comparsa”.
—Mirad, mirad —decía entusiasmado Efigenio, señalando a las muchachas que encabezaban la comparsa, bailando al son de los tambores—. ¡Esas son las que yo vi en la tele! ¡Qué mozas… madre mía! —repetía una y otra vez, con los ojos como platos.
—Y esa es la reina del carnaval de este año —les gritó la amable señora señalando a la imponente carroza sobre la que saludaba, engalanada cual diosa sideral, destellando los reflejos de las luces de las farolas, una bellísima sonriente muchacha.
—Como decía aquel: en dos palabras, im- presionante —gritaba Efigenio, para hacerse oír por sus amigos—. Cuando contemos esto en el pueblo, no se lo van a creer…
—Y acaba de empezar —apuntaba Domiciano, a quien los ojos se le iban y se le venían entre los rítmicos saludos de la reina y las caderas bailarinas de las muchachas de la comparsa que precedía a la espectacular carroza.
De la carroza llegaba una canción que la comparsa secundaba: “Santa Cruz en carnaval,/ tu belleza y simpatía,/ derroche de fantasía,/ noche y día sin cesar…”.  
Al termino de las casi cuatro horas de cabalgata, los tres amigos dieron buena cuenta de sendos bocadillos de chorizo parrillero con pimientos asados y un par de cervezas por barba, en uno de los muchos quioscos que poblaban los alrededores de la plaza de España. Luego de alegrar el estómago y refrescar el gaznate, siguiendo el consejo del conserje de la pensión, por eso de no desentonar, se compraron en un puesto callejero unas enormes pelucas de pelo rizado y chillones colores, y ya con ellas por sombrero, entre risas y bromas, se pintaron la cara según les propuso la joven de melena a lo rasta, en otro puesto callejero. Sin que se dieran cuenta, las calles ya estaban abarrotadas de una multitud disfrazada de un millón de fantasías, bailando y riendo, de un lado para otro como mareas humanas, o en grupos al ritmo de la música que cada kiosco pinchaba, creando su propia fiesta que se sumaba mágicamente a la de los cientos de kioscos, bares y cafeterías que abrían sus puertas a la calle, de par en par, adornados de carnaval. Efigenio, Lorenzo y Domiciano, cubata en mano, bailaban embriagados por el ambiente incomparable, por la fiesta sin igual, muy lejos del sosiego silencioso de la era junto a la aldea, a la vera de la sierra de la Culebra, donde los lobos aúllan a la luna en la noche fría de los montes zamoranos.
—Mira, Efigenio —señaló Lorenzo a una mujer escultural, más cubierta por las lentejuelas y las plumas que por la tela, que bailaba sensualmente sobre plataformas de vértigo, rebotando la pechuga a cada paso de ritmo improvisado—. ¡Pero qué tetas tiene la tía!
—¿Qué os apostáis a que a esa me la ligo yo esta noche? —dijo Efigenio, a voces, al oído de los otros.
—Anda ya, mucha mujer para ti —dijo a carcajadas Domiciano.
—La comida y la cena de mañana —propuso Lorenzo.
—Hecho —comprometió Efigenio, haciendo señas al  kiosquero que más cerca tenía para que le pusiera otro cubata.
Al momento, Efigenio se había acercado a la escultural señora que le sacaba casi la cabeza. Y en un santiamén, después de largarle un par de ocurrencias al oído, la tenía agarrada por la cintura, meneando el esqueleto al ritmo que marcaba ella, que reía y reía acercándole cada vez más las tetas a la cara. Los otros dos no se lo creían, junto a la barra del kiosco, con los cubatas en la mano y cara de lelos. “Pero que tío es el Efigénio… pero si se ha ligaooo a ese pedazo de mujeeer ”, decía uno. “Apriétate, apriétate”, de decía el otro, haciéndole señas. Efigenio no sabía si disfrutaba más pensando en lo que presumiría en el bar del pueblo, con el aval de dos testigos, o con los apretones que ya empezaba a darle en el culo a la imponente señora. “Pero que guapo eres” —le dijo ella de pronto, dándole un sonoro más chupetón que beso en la oreja, luego de restregarle el escotazo por las narices. Los otros dos seguían sin perder detalle de tan magno acontecimiento, con la mandíbula caída y los ojos como lunas. En éstas estaban, cuando Efigenio, envalentado por el chupetón recibido en la oreja, cuyo gustirrinín cosquilleo le llegó a la punta del dedo gordo del pie, fingiendo que le empujaban, dado el gentío que les rodeaba, se apretó a la majestuosa señora, de tal forma que ni el aliento hubiese penetrado entre los dos cuerpos. Y fue entonces cuando sucedió: cuando las tetas de la moza envolvieron la garganta del valiente; cuando la nariz de la bella le entró por un ojo al mozarrón; y cuando un bulto enorme y duro golpeaba al muchacho, como un mazo inmisericorde, a la altura del ombligo. A Efigenio, además del cubata, se le fue el mundo al suelo. Todo lo dignamente que pudo, dio un paso atrás, y se encaminó a paso ligero hacia dónde aguardaban sus leales camaradas, que lo miraban atónitos, extrañados por aquella súbita reacción.
—¿Pero qué te ha pasaooo, Efigenio? —preguntaron a la vez los dos amigos.

—El… el… el aliento… el aliento… que no os imagináis cómo le apesta el aliento… —balbuceó Efigenio, tan blanco como la nieve de los montes zamoranos.