A nada del regreso, decidí
dejar atrás el pueblo. Lola me había roto el corazón. Y que tuviese que
enterarme en el bar de que Lola se veía con Ernesto. ¡Miserable traidor! Amigos
desde que nos salieron los dientes y el muy canalla me roba la novia. Me dijo
el cabo de la Benemérita: «En mi fuero interno, Manolo, te entiendo. Es más, yo
también le hubiera roto la boca a ese mamarracho traidor, que la novia de un
camarada es sagrada, ¡coño!, y más cuando éste está haciendo la mili,
cumpliendo con la Patria. Pero, paisano, como agente de la Autoridad no tengo
más remedio que arrestarte, y ya el señor juez dirá». Y bien que dijo don
Bonifacio, el señor juez: «No es cuestión baladí sacarle a guantazos siete
dientes a un paisano, ¡puñeta!, aunque éste te robara la novia, que algo de
culpa tendrá ella… vamos, digo yo». De que ella tuviese algo de culpa, pues
tuve que darle al señor juez la razón. Lo de cuestión baladí no sé qué diantres significa, aunque pal’caso, a lo hecho,
pecho. Tampoco fue tanto aguantarle la bronca a don Bonifacio y pagarle al
gurrumino de Ernesto los dientes postizos. En fin, el caso es, como venía
diciendo, que dejé atrás el pueblo que me vio nacer, y adiós a la Lola y al
felón y a los tunantes que se andaban con risitas en al bar. Sólo lo siento por
madre, la pobre, y por la hermana, la pobre, que bien lloraron las dos cuando
me vieron marchar. «Solo tienes veintiún años, Manolo, y la Juani está por ti,
tonto, que es guapa la moza y el padre tiene posibles… Que le den morcillas a
la Lola y a la madre que la parió», me dijo mi hermana, la pobre, con los
ojillos llorosos.
Enfilé aquella
carretera de tierra y pedregales, más solo que la una, tristón, pensativo,
¡maldita sea!, pensativo con lo que no debía. Dos días de marcha llevaba cuando
me encontré con una finca al borde del camino, circundada por un muro de piedra
de no más de metro y medio de alto, y frutales para parar un tren. Perales, manzanos
y una enorme higuera cargada hasta las trancas de fruta. Me iba a poner las
botas, que ya el zurrón lo llevaba a medias de provisiones. Y tate, que no hice
más que poner las manos en el muro, cuando el perro surgió de las sombras
dispuesto a comerme, ladrando, gruñendo y dando dentelladas al aire
polvoriento. ¡La madre que lo trajo, el susto que me dio el jodío! Una larga
cadena al cuello, sujeta al tronco de la higuera, marcaba sus límites. De
pelaje canelo, era de robusta osamenta, cabezón, con cuello de toro, manos
grandes, y mirada de pocos amigos. «Aquí te tienen para lo que te tienen,
verdad, amigo», le dije. Él me miraba a medio metro del muro. Me fijé en las
orejas caídas, roídas por las moscas alimañas, despensa de garrapatas. El
hambre, plasmada en sus ojos, le marcaba las costillas. «Pobre perro, qué mala
vida te dan», le musité, con tono apaciguador; él no hacía más que su trabajo. «Al
energúmeno de tu amo lo ataba yo a ese tronco», le hablé con calma, despacio,
con paciencia. Media hora de monólogo llevaba. Él dejó de enseñar los dientes y
se echó cruzando las manos, mostrando ahora la lengua. Saqué del zurrón el
chorizo que me quedaba y corté la mitad, que le acerqué estirando el brazo, con
prudencia. Canelo, que así empecé a llamarlo, se puso en pie e hizo amago de
enseñar colmillos, cuando el aroma del embutido le invitó a olisquear el aire.
Se lo acerqué al hocico y él lo tomó con una delicadeza que me sorprendió. «Está
bueno, ¿eh?…», él movía el rabo. Luego le di un trozo de pan, y otro, hasta
quedarme con la mitad de lo que llevaba. Canelo me miraba con ojos diferentes a
los de hacía ya casi una hora. Le limpié las heridas de las orejas y le quité
seis garrapatas. Decidí liberarle de la cadena, él me miraba, juraría que
sonriendo. Llené el zurrón a reventar de fruta. Luego invité a Canelo a que me
siguiera. Sin mirar atrás, como yo, se vino conmigo. Yo le acariciaba la
cabezota, él seguía meneando el rabo: así comenzó el largo camino de doce años que
hicimos juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario