domingo, 11 de noviembre de 2018

Una bata nueva para el viejo general

                           
El padre Viera bajó del carruaje que le trajo a Santa Cruz desde San Cristóbal de La Laguna. Era una mañana fría de finales de noviembre de 1760.  A las puertas, observó el enorme edificio que albergaba el hospital de Nuestra Señora de los Desamparados, donde se hospedaba don Antonio Benavides Bazán y Molina, teniente general de los Reales Ejércitos, militar de enorme prestigio, que había sido gobernador de San Agustín de la Florida, Veracruz y Mérida del Yucatán y San Francisco de Campeche, de cuyas obras de caridad le habían hablado, por las cuales y su bondad se había ganado el anciano el mucho aprecio y respeto de los chicharreros.
—Es el padre don José Viera y Clavijo, don Antonio —anunció la religiosa la visita esperada.
El viejo general levantó la vista del libro que leía; la portada rezaba: Obras de la Gloriosa Madre Santa Teresa de Jesús, tomo primero, una cuidada edición de 1674, que le había regalado su querido amigo Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, cuando visitó a su majestad Fernando VI, justo antes de su regreso a Tenerife, a mediados de 1749.
Edificio del Antiguo Hospital de los desamparados, que hoy alberga el Museo de la Naturaleza y el Hombre.
Don Antonio —80 años le contemplaban— besó la mano del sacerdote, y este —sorprendido de la humildísima habitación de quien había ostentado tan altos cargos— le estrechó la suya con sentida cordialidad. En sencillas sillas, ambos se sentaron junto al escritorio pegado a la pared que, con la cama y un vetusto armario lleno de libros, completaba todo el mobiliario de la sobria estancia. «Tenía un gran interés en conocerle en persona, excelencia», le dijo el cura, que estaba a un mes de cumplir los 29. Benavides, a preguntas de Viera, le habló de aquellas provincias españolas al otro lado del Atlántico, y algunas anécdotas a las que no dio importancia el viejo general, y que sin embargo admiraron sobremanera al joven sacerdote. Viera le contó a don Antonio que hacía tres años que ejercía de párroco en la iglesia de Los Remedios, en La Laguna, y que recientemente se había unido a una tertulia que había fundado Tomás de Nava-Grimón y Porlier, que se reunía en el Palacio de Nava, en la misma plaza del Adelantado, y a la que pertenecían señores de gran conocimiento y alto raciocinio, como Agustín de Betancourt, Fernando de la Guerra y del Hoyo-Solórzano,  José de Llarena y Mesa, Fernando de Molina y Quesada, Lope Antonio de la Guerra y Peña, Juan Antonio de Urtusáustegui, entre otros… «Y este es el principal motivo de mi visita, don Antonio, trasladarle, en nombre de todos los contertulios, nuestro deseo de que nos honre con unirse a nosotros», propuso el religioso, sonriendo afablemente. Don Antonio agradeció la amable invitación, que tuvo que rehusar. «No están mis huesos a la altura de tales esfuerzos, padre Viera».
Días después, recibió don Antonio una confortable bata de ratina oscura, forrada en rasoliso, obsequio del padre Viera, al haber visto este el mal estado de la que vestía el viejo general. Nunca supo Benavides que aquella bata era un regalo que desde Madrid habían enviado al obispo don Antonio Tavira, quien sin duda dio por bueno el nuevo destino de la cálida prenda.







jueves, 20 de septiembre de 2018

El cabrerillo de San Sebastián


El cabrerillo, un chiquillo de catorce años,  desde la cumbre que abriga al sur la bahía de San Sebastián de La Gomera, divisó el barco que esa mañana había fondeado a poco de la orilla. En un bote a remos, unos señores muy bien vestidos desembarcaron y se dirigieron hacia la Casa Señorial, que junto con la Iglesia de la Asunción y la Torre de los Peraza, era el edificio de más porte del pueblo y de la isla. No pudo con la curiosidad y se acercó a la carrera hasta la playa. A mediodía, con el lustroso sol de mediados de agosto sobre sus cabezas, un grupo de lugareños se había congregado en la playa para observar desde más cerca aquella nave de tres palos. ¿Quiénes serían aquellos navegantes tan agasajados por las autoridades de la Isla, que hasta doña Beatriz de Bobadilla y Ulloa, señora de La Gomera y El Hierro, les recibió y mandó a atender sus necesidades?

El cabrerillo, tímido como era, sólo puso el oído para enterarse de lo que buenamente pudiera. Una grave avería en el timón —habían saltado los hierros— había llevado hasta la isla la nave, gracias a la pericia de su capitán, que pudo reparar a duras penas el fundamental aparejo para alcanzar aquella bendita tierra española varada en la inmensa mar océana, en busca de reparación definitiva. Cada día bajó a la playa el cabrerillo a ver de cerca la nave, una moderna carabela le dijeron que era, lo último en navegación. Diez días llevaba en la rada, cuando otra carabela igual arribaba a San Sebastián. Más hombres bien vestidos bajaron a tierra. A uno de ellos le llamaban «almirante», y también fue recibido por doña Beatriz. Varios días tardaron en conseguir los materiales con que reparar debidamente el timón, más una vela nueva, cuadrada ésta, para el palo mayor de la otra carabela, que la llevaba medio rota. Al fin, las dos carabelas partieron de San Sebastián el 6 de septiembre del año de Nuestro Señor de 1492.
Más tarde supo el cabrerillo que aquella carabela reparada en La Gomera se llamaba Pinta, y su capitán, un navegante de gran reputación, Martín Alonso Pinzón; la otra, Niña, y el hombre a quien llamaban «almirante», Cristóbal Colón, experimentado marino auspiciado por los mismísimos Reyes Católicos, principalmente por la reina Isabel de Castilla, para abordar una gran empresa, y que habían zarpado de Puerto de Palos de la Frontera, el 3 de agosto de ese año. Y supo también que la Pinta y la Niña se dirigieron hacia el puerto de El Real de Las Palmas, capital de la isla de Canaria, donde aguardaba la nao Santa María, la capitana de la flotilla, donde reembarcó Colón, y que de inmediato la Pinta, la Niña y la Santa María se adentraron en el Atlántico, y que el 12 de octubre de 1492 descubrieron lo que resultó ser un Nuevo Mundo, la más grande aventura que hasta esa fecha había protagonizado el hombre. Imagino que el cabrerillo no fue consciente de la transcendencia enorme de lo que había presenciado.




domingo, 29 de julio de 2018

Nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797, un acontecimiento histórico universal


Acabamos de celebrar el 221º aniversario de la victoria de Santa Cruz, al mando del general Gutiérrez, sobre la invasora escuadra británica comandada por Horatio Nelson, nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797. A estas alturas me atrevo a afirmar que la mayoría de los tinerfeños conocen, al menos en lo básico, el acontecimiento histórico, sin embargo no sucede así en todo el archipiélago y menos aún en las demás regiones de España. Aunque no es una circunstancia excepcional, lamentablemente, en relación a los anales de nuestra nación. Lo cierto es que —para orgullo de los españoles, particularmente de los tinerfeños y no digamos ya de los chicharreros— aquella victoria, nuestra Gesta, supone un hecho histórico de primerísimo orden y un anal universal. Quizá algunos lectores puedan pensar que exagero al hacer tal afirmación, y que nuestra Gesta no fue más que una refriega de segundo orden. Nada más lejos de la realidad. Así que, principalmente para ellos, expondré los argumentos que avalan mi afirmación.

Nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797, un acontecimiento histórico de alcance universal
Consideremos primero que una parte importante de la sociedad española —ya desde la segunda mitad del siglo XIX— ha admitido como cierta la versión anglosajona de los avatares acaecidos entre España e Inglaterra durante los siglos XVI, XVII y XVIII, que sumaba al falaz argumentario de la Leyenda Negra el ocultar en su historiografía —cuando no falsearla— victorias españolas sobre los ingleses. De hecho, es comúnmente aceptado como cierto por gran parte de los españoles la hegemonía de la Armada británica sobre la española en la mar océano —que se decía entonces— en el globo terráqueo. Falso de toda falsedad, fruto de la propaganda anglosajona y el papatanismo de ciertos sectores intelectuales españoles. Vamos con algunos ejemplos. Se propagó la idea de que la Armada inglesa tuvo en jaque a la española durante la guerra librada entre 1585 y 1604, en el transcurso de la cual se creó la leyenda del desastre de la Armada Invencible —que así bautizaron los británicos—. Sólo leyenda, porque lo cierto es que hubo tres armadas españolas que trataron de invadir la Pérfida Albión, y que en los tres casos fueron los «elementos» quienes impidieron alcanzar el objetivo, y en ningún caso los daños a nuestra Armada fueron irreparables. Por el contrario, fueron los británicos los que sufrieron uno tras otro numerosas derrotas.  En ese —y en todos los periodos—, España defendió con éxito la Flota de Indias, a la que no pudieron hacer daño los ingleses, por más que lo intentaron. En esa guerra, todos los ataques a posesiones españolas en ultramar fueron rechazados, haciendo gran daño al enemigo. Sin ir más lejos, el corsario Francis Drake atacó el Real de Las Palmas el 4 de octubre de 1595, siendo derrotado de manera fulminante por el gobernador Alonso de Alvarado, que causó multitud de daños al inglés. Aquella guerra la ganó España, y así se refleja en el Tratado de Londres de 1604, en el que Jacobo I se comprometía con nuestro Felipe III a no intervenir en los asuntos continentales a favor de enemigos de España; especificándose la renuncia inglesa a prestar ninguna ayuda a los Países Bajos —como sabemos, en conflictos por entonces con nuestra nación—; también se comprometía el rey derrotado a franquear el canal de la Mancha al transporte marítimo español, permitiendo a los buques hispanos a atracar en los puertos ingleses y en ellos avituallarse. Asimismo prohibía a sus súbditos transportar mercaderías de España a las Provincias Unidas de los Países Bajos y viceversa, así como se obligaba a suspender la piratería contra barcos y posesiones españolas en el Atlántico. Las cesiones españolas fueron mucho menos importantes. ¿Acaso firmaría tales concesiones un rey victorioso? No, lógicamente.
         Fotografía de Jordi Bru 
Recordemos otra victoria española sobre los británicos falseada por los derrotados: la defensa victoriosa de Cartagena de Indias, alcanzada por el almirante Blas de Lezo en 1741, cuando fue atacada por una imponente flota de 200 buques con casi 30.000 hombres al mando del almirante Edward Vernon, contra tres navíos y una décima parte de españoles defensores de la plaza. Estrepitosa derrota británica —perdieron casi toda la oficialidad, 6.000 muertos, 7.500 heridos y 50 buques—, sobre la que el rey Jorge II prohibió hablar ni escribir, supinamente humillado e irritado, pues, para más inri, al haber adelantado Vernon la noticia de la derrota española —vendiendo la piel del oso antes de cazarlo—, el monarca inglés ordenó realizar varias series de miles de monedas y medallas conmemorativas de la victoria que nunca existió. La habitual práctica de redactar la historia a su conveniencia —más si con ello se menospreciaba los logros españoles— alcanza tal falta de escrúpulos, que hasta  atribuyen los británicos al corsario Francis Drake la primera vuelta al mundo, cuando fue el español Juan Sebastián de Elcano cincuenta años antes, expedición auspiciada por Carlos I; así como también atribuyen a Drake el traer desde América la papa a Europa —tubérculo que evitó las habituales hambrunas en el Viejo Continente—, cuando fueron nuestros conquistadores sesenta años antes; así como mantienen que fue James Cook el descubridor de las islas Hawái, falso de toda falsedad, puesto que fue el marino malagueño Ruy López de Villalobos dos siglos antes. Y así, suma y sigue.

En Gran Bretaña se ocultó la derrota de Nelson en Santa Cruz, y es ignorada por la inmensa mayoría de su población
Pues bien, refrescada la memoria del amable lector, que sepa también que no cambiaron su modo de proceder los británicos en relación a la rotunda derrota sufrida por Nelson en Santa Cruz. La población británica en su inmensa mayoría —incluso hispanistas reputados, aunque parezca mentira—, ignora este capítulo de la vida del idolatrado marino. Muchos creen que el brazo derecho lo perdió en Trafalgar, creencia disparatada, puesto que, como sabemos, en esa batalla perdió la vida. Desde un principio, los historiadores y prensa británica quitaron importancia a la derrota, argumentando que aquella expedición de Nelson no fue más que una escaramuza sin pretensiones de conquista, para luego ocultarla absolutamente, no incluyéndola en la biografía de Nelson. Curiosamente, el rey Jorge II, al conocer la derrota sin paliativos del de Norfolk, se mostró indignado y manifestó un enfado considerable. Actitud que abandonó al poco, condecorando al contralmirante a su regreso a Gran Bretaña, luego de la debacle. ¿Por qué? Imagino que, fiel a la política británica sobre estos asuntos bélicos, quizá aconsejado por el todopoderoso Almirantazgo, consideró más productivo quitarle hierro al asunto y elevar aún más los méritos del héroe de la batalla del Cabo de San Vicente. La leyenda de lord Nelson se incrementaba.
Horatio Nelson

¿Por qué nuestra Gesta es un acontecimiento histórico de alcance universal?
Fundamentalmente, porque el comandante de la flota que atacó Santa Cruz, con la intención de invadir y apropiarse de la isla, al menos —escrito está que pretendían continuar desembarcos en las otras seis islas canarias—, no es otro que el marino anglosajón más valorado e idolatrado de la historia (y uno de los más considerados en el mundo), elevado a los altares por sus hazañas bélicas, causante de las derrotas más importantes de la Armada de Napoleón Bonaparte. En Santa Cruz, el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero derrotó al marino anglosajón considerado el más avezado estratega de la historia de la Royal Navy, lo que eleva el mérito de la victoria tinerfeña y la importancia de la misma en los anales universales.
Recordemos que poco antes del ataque a Santa Cruz, Nelson había sido nombrado Sir y ascendido a contralmirante, por su determinante audaz acción en la batalla del Cabo de San Vicente, que llevó a la victoria a la flota británica sobre la española el 14 de febrero de 1797 —por lo que nuestra flota se vio bloqueada en Cádiz, lo que animó a Nelson a proponer el ataque a un Santa Cruz desasistido de su Armada—, lo que le granjeó la admiración de sus hombres y del mismo almirante Jervis, comandante de la Armada británica en el Mediterráneo, beneficiado también con la victoria. Imaginemos que Nelson en vez de recibir el impacto de la metralla en el codo lo recibe en la cabeza y pierde la vida en el desembarco de la madrugada del 25 de julio. Ahí se hubiera truncado la leyenda que empezaba a nacer. Sin embargo, para beneficio de la Gran Bretaña, tan sólo perdió el brazo, como sabemos amputado en el navío Theseus, dado el estado del mismo, destrozado a la altura del codo por la metralla del legendario cañón El Tigre, providencialmente posicionado por el teniente Grandi, apuntando a la playa de la Alameda.
Nelson se convirtió en el peor enemigo del tirano Bonaparte en la guerra librada en el mar. Recordémoslo. Luego de un año de dolorosa recuperación en su casa, cuando creía que se vería abocado a abandonar su amada carrera, se reincorporó al servicio y al poco, entre 1 al 3 de agosto de 1798, en la bahía de Abu Qir, junto a la desembocadura del Nilo, al mando de una escuadra de 14 navíos, derrotó a la flota francesa allí fondeada, destruyendo una parte importante de la Armada francesa. Casi dos años después, el 2 de abril de 1801, en el puerto de Copenhague, ya emprendido el combate entre la escuadra británica contra las flotas de Dinamarca y Noruega, aliadas de Napoleón, siendo Nelson por entonces segundo del almirante Hyde Parker, desobedeciendo las órdenes de éste, que ordenó la retirada, su acción arrojada les condujo a la victoria. Su leyenda se incrementaba. Bien conocemos su última victoria, la dada en Trafalgar, el 21 de octubre de 1805, contra la flota anglo-española, mitad éxito propio, mitad derrota entregada en bandeja por el inútil vicealmirante francés Pierre Villeneuve. Poco podría hacer ya Napoleón en los mares.
El lector no muy ducho en historia comprenderá ahora por qué alcanzó un mérito enorme la victoria tinerfeña sobre Nelson, aquel 25 de Julio de 1797. Victoria que aún más debe ensalzarse al darse entre dos fuerzas desiguales, puesto que los británicos —al margen de verse desfavorecidos por las mareas contrarias, a las que tanto enemigo de nuestros logros aluden—, contaban con una fuerza de asalto que podíamos estimar en el 75% de sus efectivos, 1.500 hombres de guerra (de los 2.000 que traía), bien armados, instruidos y experimentados, contra los 247 soldados del Batallón de Infantería de Canarias, la única tropa profesional y bien armada con la que pudo contar el general Gutiérrez. De los 1.500 campesinos de las Milicias Provinciales —recordémoslas: La Laguna, La Orotava, Garachico, Güímar y Abona—, sólo contaban con mosquetes el 15% de ellos, los demás fueron a la batalla armados de chuzos y rozaderas. Sumamos los 60 reclutas de las banderas de la Habana y Cuba, también campesinos inexpertos. Y los 110 franceses de La Mutine, más hombres de mar que soldados, aunque ciertamente se batieron con ardor. De nuestros artilleros sólo 60 eran profesionales, hasta los 360 necesarios para servir los 89 cañones de los baluartes, todos eran milicianos restados a los 1.500 citados.
Teniente General don Antonio Gutiérres de Otero
Gutiérrez planteó la mejor defensa posible y acertó, con el concurso fundamental de la artillería y del Batallón de Infantería, que se vio reforzado por los ardorosos milicianos, que, dadas sus limitaciones, son dignos de admiración. Por su lado, Nelson menospreció las defensas españolas y tampoco tuvo en Troubridge, su segundo, precisamente un avezado colaborador, puesto que erró estrepitosamente al decidir dar media vuelta en el primer intento de desembarco, al amanecer del 22, al verse descubierto y desbaratada la sorpresa. ¿Pretendía el capitán del Culloden desembarcar dando un paseo por la playa, sin más estorbo que el solajero de aquel tórrido julio? Aunque, en mi opinión, fue el propio Nelson quien cometió el más grave de los errores, al mandar él mismo —comandante de la expedición— el desembarco del 25, exponiéndose al fuego español. Bien conocemos el resultado: perdió su brazo derecho, casi le cuesta la vida y provocó en sus hombres desembarcados una incertidumbre que les pesó como la losa del mausoleo que hoy custodia los restos mortales del contralmirante.
El general Gutiérrez —que murió año y medio después, sin saber la importancia real de su última victoriosa batalla— y aquellos hombres y mujeres abnegados, los que combatieron por su libertad e independencia, por su patria y por su rey, por su religión católica —no lo dudemos—, por su dignidad, por la seguridad de sus familias, por principios fundamentales que hoy se ven, lamentablemente, tan abandonados, todos ellos, nuestros ancestros compatriotas, merecen nuestro más alto reconocimiento y máxima gratitud. Y los que hoy poblamos este histórico suelo, esta bendita tierra española avanzada en el Atlántico, esta isla tinerfeña y todas las Canarias —que aquí combatieron paisanos de todas ella—, debemos sentirnos henchidos de orgullo, porque aquella nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797 es, sin duda alguna, un acontecimiento de alcance universal, que engrosa brillantemente el libro de nuestra Historia.

miércoles, 25 de julio de 2018

El sosiego del viejo y sabio general español


Apoyando las manos sobre la baranda del balcón esquinero de su casa, en la calle San José esquina con San Francisco, el viejo y sabio general pasea la mirada por el castillo —en cuyo alto mástil ondea orgullosa la enseña roja y gualda—, luego por el espigón que se adentra en las aguas, para al fin contemplar la mar océano al atardecer, ya asomándose la luna. Ahora, ya a tiro de cañón, en la bahía de Santa Cruz la escuadra británica se observa vencida, apaciguada por la rotunda derrota sufrida. Desde las almenas del castillo de San Cristóbal, dos centinelas, aún recelosos, aguzan la vista sobre los buques fondeados. Aún se ven por la calle algunos chicharreros apurando los últimos rayos de sol que aun afloran tras el macizo de Anaga.
Aquella mañana, la alegría de la victoria —luego de la tensa espera, de la cruel incertidumbre— echó a la calle a todos los que aguardaban en sus casas el devenir de la batalla. El teniente coronel Guinther, comandante interino del Batallón de Infantería de Canarias, hizo tronar los tambores para congregar frente al castillo de San Cristóbal a los defensores dispersos; y el capitán Creagh, con gran alborozo, les comunicó la firma de la capitulación. Infantes, artilleros, campesinos de milicia y civiles —que se habían unido a la lucha aquella madrugada—, se abrazaban entre ellos y con familiares y amigos, vecinos, compatriotas que daban vivas a España, al Rey y al mismísimo Gobernador y Capitán General de las Canarias don Antonio Gutiérrez de Otero. Lo recordó en ese instante el viejo general, esbozando una plácida sonrisa. Recordó cuando en la explanada frente al castillo, a los pies del obelisco sobre el que se eleva al cielo la imagen de la Virgen de Candelaria, las aguadoras —heroínas que la mañana del 22 subieron a la altura de Paso Alto con agua y alimentos para los defensores, que desde allí impedían el avance británico—, eran elogiadas por soldados y milicianos, y por algunos oficiales del Batallón que se acercaron a saludarlas, y recordó a las muchachas festejar con alborozo el reconocimiento. En Santa Cruz, aquel 25 de julio del día de Nuestro Señor de 1797, celebración de Santiago Santo, patrón de España y todas las Españas, alcanzada la gloriosa Gesta, los tinerfeños vibraron celebrando la Victoria.

Pero el viejo general, agotado de tanta tensión acumulada, también recuerda en este instante la cifra de muertos españoles en combate, veinticuatro, de momento. Le han contado la desgracia sufrida por el carpintero de Artillería de Milicias, Vicente Talavera, alcanzado y muerto por el hierro incandescente de un cañón que reventó en la torre de San Andrés, ya rendidos los ingleses. «Pobre hombre, qué mala fortuna», se lamenta, afligido. Piensa en las bajas enemigas, entre seiscientos y setecientos, le han informado. Sólo con el hundimiento del cúter que pretendía desembarcar hombres, armas, munición y pertrechos para el asalto al castillo Principal, al menos cien británicos se tragaron las aguas. Casi a la vez —recuerda también—, al contralmirante de la flota enemiga, el tal Nelson, gravemente herido en el desembarco; el brazo derecho dicen que perdió. «¿Cómo pudo ocurrírsele al comandante de la expedición tomar semejante riesgo?», se pregunta. Enorme varapalo para los suyos, sin duda. Piensa ahora en cuán providencial resultó la recomendación del teniente jefe de la batería del baluarte de Santo Domingo, que abrió la tronera donde se emplazó el cañón —El Tigre, legendario—que barrió la playa de enemigos. «¿Cómo se llama el joven teniente…?», trata de recordar. «¡Grandi!», le trae al fin la memoria.
Aquella tarde, los vencidos fueron reembarcados a sus buques. Los heridos eran atendidos en el hospital de los Desamparados, cristianamente, para admiración y agradecimiento de los ingleses. Así ha de ser, convencido está el viejo general. Mas buena cuenta le ha sacado a Nelson —bien que lo sabe Gutiérrez, que como nadie conoce al inglés—, quien se ha comprometido en su nombre y en el de su Armada a no volver a atacar Santa Cruz ni algún otro puerto del atlántico archipiélago español. Le entristece, sin embargo, que el alcalde Marrero se queje del buen trato dado al enemigo derrotado, en vez de ofenderle, como  pretendía el corregidor. «Cuánto ignora vuestra merced, Marrero, hasta dónde llegan los británicos cuando de venganza se trata… A enemigo que huye puente de plata… Y más en nuestras circunstancias, tan desamparados que estamos de nuestra Real Armada en estos tiempos que corren», susurra, sabio, el viejo general.
«Ya está la cena, don Antonio», le dice Catalina, la cocinera —leal sirvienta, ya familia, luego de tantos años—, asomando la cara al balcón. El viejo general la mira y asiente. Pero el recuerdo le trae de nuevo imágenes de tan recientes acontecimientos. Ahora, aun con ansiedad, le parece estar viviendo las tempranas horas de la madrugada de ese día, cuando los fogonazos de los primeros cañonazos desde los baluartes iluminaron la atmósfera sobre la bahía santacrucera, mostrando el medio centenar —había estimado el capitán de Puerto Carlos Adán— de lanchas de desembarco acercarse a tierra, cargadas de enemigos sedientos de conquista tan codiciada, como lo era y lo siegue siendo el suelo tinerfeño y todo el canario, sin duda. En aquel instante, desde las almenas del castillo, sintió una gran angustia, un gran abatimiento al reconocer tan escasa la tropa con oficio de la que disponía, sólo los 247 hombres del Batallón, pues de la milicia campesina, en su mayor parte carentes de mosquetes, no más que ardor en el combate se podía esperar. El capitán de Puerto también había calculado que, por el número de buques enemigos —conociendo muy aproximada la cifra de los desembarcados por el Bufadero, el 22—, no serían menos de dos mil ingleses la dotación de la escuadra, entorno a la mitad de ellos emprenderían el desembarco. Todos curtidos hombres de guerra, instruidos y bien armados. «¡La eficacia de la artillería es vital!», recordó afirmar a sus hombres en la madrugada atronadora. Y tanto que fueron vitalmente eficaces la artillería de San Cristóbal, de Santo Domingo, de Paso Alto, de San Telmo, de San Pedro y la de la punta del muelle, en el último infructuoso intento.

«Sopa de pescado…», dice para sí don Antonio y se le hace la boca agua. Luego de un día tan intenso, tan excepcional, tan victorioso,  sentarse a la mesa y disfrutar del gratificante caldo se le antoja un bálsamo inmejorable para calmar tanta ansia padecida. «Gracias a Dios, no tomaron tierra el primer intento del 22», suspira al pensar en lo que pudo ser y no fue. No es para menos la pesadumbre que siente el viejo general al imaginar las consecuencias del desembarco de setecientos, ochocientos o mil británicos amaneciendo el sábado 22, cuando aún Santa Cruz dormía y las defensas se hallaban somnolientas. «Bendita sea la agreste de San Andrés y benditos sus gritos delatores», festeja don Antonio, que escucha la voz de Catalina decirle que se le va a enfriar la sopa. Madre de Dios, cuán abatido se sintió —parece revivirlo en este instante y hasta malo se pone— cuando creyó perdido el Batallón, al no saber de su situación. ¿Cómo defendería Santa Cruz con un puñado de campesinos sin formación ni armamento, sin poder contar con el concurso de la única tropa profesional con experiencia en combate, ya en tierra no menos de quinientos o seiscientos enemigos? Suda don Antonio, como sudó en esos momentos de terrible incertidumbre. «No pudo ser más oportuno el joven e impetuoso teniente de la partida de La Habana… Vicente Siera…», recuerda su nombre con gratitud. Y tanto que fue oportuna —milagrosa piensa el viejo general— la aparición de Siera en aquel preciso instante, para dar noticias del perfecto estado del Batallón, que buena cuenta había dado del enemigo en la desembocadura del barranquillo del Aceite. Suspira Gutiérrez.
«Tienen que traerme el diván a casa», piensa de pronto. Se refiere al que mandó llevar a su despacho en las dependencias del castillo. En él estaba echado, tratando de descansar algo, velando la espera inquietante, cuando por el ventanuco abierto llegaron gritos desde la rada, rasgando la noche, hasta ese instante en silencio de sepulcro. Se acomodaba a prisa la blanca peluca, cuando irrumpían en el despacho Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante secretario de Inspección, el capitán de Puerto Carlos Adán, el ayudante de Plaza José Calzadilla y el oficial de la Renta del Tabaco Gaspar de Fuentes. «Lo he oído, señores. Subamos arriba», dijo, lacónico —refiriéndose a la plataforma alta del castillo—, a la vez que se ajustaba al cinto la pistola. Desde lo alto nada se veía, así que se llegaron hasta la punta del muelle, entre los cañones más avanzados, a tratar de vislumbrar desde lo más cerca posible qué ocurría en las oscuras aguas. Otros gritos se oyeron procedentes de alguno de los barcos fondeados, estos inequívocos. «Se acercan los ingleses. Señores, ha llegado el momento», había dicho el viejo general, volviendo la vista a sus oficiales, cuando aparecían a paso ligero el teniente de Rey, Manuel Salcedo, segunda autoridad militar del Archipiélago; el coronel Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería; el teniente coronel Guinther, comandante interino del Batallón de Infantería; y el jefe de Ingenieros, coronel Marqueli. La Plana Mayor estaba en pie de guerra, como lo estaba ya Santa Cruz.
Cerró los ojos por un instante el viejo general, tomando una bocanada de fresco aire marino. Revivió sin querer, porque vinieron solos, el estruendo de los cañonazos, los gritos de enemigos y compatriotas, el fragor del combate en las calles cercanas. Aunque peor se le antojaron en la madrugada los súbitos silencios, que callaban lo que en verdad acaecía.
El viejo general se sienta a la mesa, la sopa huele que alimenta. «¿Se le ha enfriado, don Antonio? ¿Quiere que se la caliente?», le pregunta la fiel Catalina. Don Antonio sorbe con cuidado una primera cucharada y niega con la cabeza, respondiendo a la pregunta de la cocinera. Está rica la sopa de pescado. «Pescadores chicharreros», recuerda don Antonio a los abnegados hombres de la mar, que en sus pesqueros trasladaron a los navíos a la tropa vencida. Sin darse cuenta, don Antonio se ha tomado ya casi toda la sopa. Le ha sabido a poco. Claro, no ha mojado pan, ni se percató de ello, y eso que tanto le gusta hacerlo. Y es que los pensamientos se le van y se le vienen, y le distraen tanto que ni ha mojado pan, afición que nunca perdona. «Qué pena, con lo rica que está», masculla para sí. «Gracias a Dios que el desembarco por la playa lo barrió la artillería… —suspira—. De haber entrado por allí en número importante el enemigo, no quiero ni pensarlo…», se debate en angustiosa especulación el viejo general.
Inclina el plato el anciano y en la sopa que queda, así como dos cucharadas, va a mojar un cachito de pan, cuando Catalina, que está en todo, se acerca con un cucharón rebosante de caldo humeante. «No va a quedarse Su Excelencia sin mojar en la sopa, como Dios manda…», murmura ella, risueña.
En la rica sopa flotan ahora nueve cachitos de pan, que don Antonio se echa a la boca uno a uno, con deleite, a la luz de las velas, en la noche en calma, orgulloso de su última y más grande victoria —sin imaginar ni por asomo a quién había vencido en tan desigual combate—, sosegado al fin el viejo y sabio general español.


viernes, 29 de junio de 2018

Y sin embargo quiero que seas feliz


Era una de esas noches en la que la soledad te envuelve de tal forma que apenas te deja respirar. Raúl miraba a Sansón, su perro, y éste lo miraba como si le entendiera. Al menos él lo miraba, atento a cada paso que daba por la casa vacía. Animalito. «¿Cómo se puede llegar a querer tanto a un bicho tan chico, tan  peludo, absolutamente elemental?», pensó.
La cama le esperaba, como el desierto espera al viajante que está harto de cruzarlo aguantando su tediosa monotonía. Así que decidió retrasar ese momento. Sí, ese momento angustioso, en el que los recuerdos te atormentan, o bien porque piensas que nada será igual a aquellas noches que ella llenaba, o porque la funda de la almohada, lavada mil veces, te sigue oliendo a ella, cuando lo que quieres es olvidarla. «¡Maldita sea su estampa!», se repetía Raúl, una y otra vez.
Decidió escuchar un rato antiguas canciones de Julio Iglesias: Lo mejor de tu vida, Soy un truhan soy un señor, Amantes, Momentos, Me olvidé de vivir, Me va me va, Por ella, Hey… Y se puso un trago de vodka con limón y abundante hielo. Y otro después; y un tercer trago más tarde. «Por una vez, sin que sirviera de precedente», se justificaba. Y siguió con Albert  Hammond… Échame a mí la culpa de lo que pase, Eres toda una mujer, Ansiedad… Y aquellas canciones, que para él nunca pasarían de moda, le trajeron a la memoria una verbena de un verano de hacía un chorro de años, en la Ciudad Juvenil, en el santacrucero barrio de El Toscal. «Quince años recién cumplidos, ¡vaya verano! Todo un hombretón», pensó sonriendo, dando un trago, al que siguió un largo suspiro.
Albert Hammond sequía cantando:
“Sabes mejor que nadie que me fallaste, que lo que prometiste se te olvidó, sabes a ciencia cierta que me engañaste, aunque nadie te amaba igual que yo…
Que no estoy de razones pa’ despreciarte, y sin embargo quiero que seas feliz. Y allá, en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí…”
Y pensó en aquella chiquilla preciosa, Mari Carmen Padrón, nunca olvidaría su nombre. Recordó aquella noche como quien contempla una película romántica.

—Bailamos, todo lo apretaditos que se dejó —le decía Raúl a su perro, que lo miraba expectante—. Ayyy… Fue mágico, inolvidable. ¡Qué verbena la de aquella tarde! Y cómo palpitaba mi corazón… y el suyo. Y cuanto calor pasamos, Sansón; los goterones de sudor nos caían por las sienes… pero no estaba dispuesto yo a renunciar ni a un instante de su maravillosa cintura. Era una chica preciosa… Antes de que acabara el baile, calculando bien el tiempo, para estar de vuelta cuando su padre fuera a recogerla, nos fuimos a dar un paseo al parque, con la excusa de enseñarle el reloj de flores; ¡vaya excusa más tonta! El caso es que fue encantada —decía esto y Sansón lo seguía mirando, atento a sus palabras, entendiendo sabe Dios qué, el animalito—.  Y ahora que lo pienso, tengo que buscarte novia, Sansón, que hace tiempo que no te echas un casquete, y eso no es nada bueno. Ufff, dímelo a mí, si no es nada bueno.
Raúl volvió a pinchar la misma canción que le recordó a Mari Carmen.
“Y allá en el otro mundo, en vez de infierno encuentres gloria… y que una nube de tu memoria me borre a mí…”
«Supongo que ella seguirá viviendo en La Palmas», pensó de pronto. «¿Y si pudiera localizarla, saludarla, sin más pretensión… o quién sabe…», dijo para sí. Entonces pensó en lo que un amigo le había dicho para convencerle de que se diera de alta en Facebook: «No tienes nada que perder; yo he contactado con buenos amigos de la infancia que ahora viven en la península, a los que no veía desde hace ni sé cuantos años». Le trajo la memoria el bello rostro de la chiquilla. «¿Y si la busco en Facebook?», se preguntó con cierto entusiasmo, para inmediatamente desanimarse. Pensó que estaría casada, para empezar, y, además, qué absurdo, ¿cómo iba ella a acordarse de él? Y en todo caso, aun acordándose, ella tendría su vida, sus hijos, su marido… «Pero que imbécil soy, joder…», se reprochó desanimado,  sintiéndose aún peor.
De nuevo le trajo la memoria el momento en que la sacó a bailar. Hacía un minuto otra chica le había soltado un «yo no bailo», para al instante verla abrazada al cuello de un repipi de los Escolapios, más alto y más rubio que nadie. Pero Mari Carmen le sonrió y bailó con él aquella primera canción “If you leave me now”, Chicago, qué música hacían los tíos.  Ya no se despegaron en toda la tarde. Luego, en el parque, se rieron contemplando la escultura de la señora pechugona de la fuente. Ella le habló de sus padres, del colegio, de lo petardo que era su hermano mayor… y de lo que le gustaba contarle todas esas cosas, sin saber por qué; simplemente le gustaba contárselas. Raúl le confesó que a él le encantaba escucharle y que seguiría escuchándole toda la tarde y la noche. En ese momento, recordó Raúl, ella le cogió la mano, él sintió un cosquilleo por todo el cuerpo como nunca había experimentado. Aquella sensación le hizo sentirse extrañamente feliz. ¿Estaba pisando el suelo o levitando? Estaba pisando el suelo, pero parecía levitar. A Raúl, sumido en los recuerdos, se le iluminaron los ojos al revivir el instante en que, sin saber cómo, los labios de Mari Carmen se unieron a los suyos o ¿los suyos a los de ella? En ese presente de soledad, Raúl cerró los ojos para verlo mejor: apenas fue un instante, un beso inocente, tímido, de bocas entreabiertas, inseguras e inexpertas. Ese instante y aquella tarde con Mari Carmen fueron los momentos más felices de su adolescencia. Cuando se despidieron, sabían que la distancia entre Tenerife y Gran Canaria era enorme para unos chiquillos de quince y trece años, a mediados de los 70. A ella se le aguaron los ojos, y a él también. Se cruzaron algunas cartas durante algún tiempo. Él siguió escribiéndole hasta que ella dejó de contestar a sus cartas. ¡Cuán vertiginosamente había transcurrido el tiempo!
Raúl saltó del sillón y se encamino a zancadas hacía el escritorio, donde descansaba el ordenador. Lo encendió, se conectó a Facebook y escribió en “Buscar amigos”: Mari Carmen Padrón, Las Palmas. Aparecieron en la pantalla media docena de señoritas o señoras así llamadas en Las Palmas; algunas sin fotos que identificar. ¿Cómo sería ahora, después de tantos años? Descartando a las que por edad no podían ser, pinchó en la primera, y en el espacio para mensajes privados escribió: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen Padrón que el verano de 1975, en Tenerife, estuviste bailando toda la tarde con un chiquillo de 15 años, que se llamaba y sigue llamándose Raúl? Si eres tú, me encantaría saludarte y saber de ti. En fin, qué tontería, pensarás. Uno que es así. Saludos. Raúl». Luego copió y pegó y envió el mismo texto a las demás Mari Carmen, Carmen y María Padrón. «¿Quién sabe?», se dijo, mirando a Sansón.
Raúl se acostó sobre el sofá después de poner de nuevo el disco de Albert Hammond y la música sonó como un bálsamo milagroso. «¿Será Mari Carmen alguna de esas chicas de Facebook?», se preguntó cerrando los ojos. Sonaba de nuevo aquella canción que le trajo el recuerdo de sus quince años, de aquella verbena, de aquel baile… de aquella chiquilla… Mari Carmen.
Cantaba Albert Hammond… Y Raúl se quedó dormido sobre el sofá,  hipnotizado por aquellos recuerdos… La música sonaba: “…y sin embargo quiero que seas feliz.”
En Las Palmas, alguien que no podía dormir encendía el portátil. Observó que en Facebook tenía un mensaje. Lo abrió y leyó: «Hola, Mari Carmen, por esas cosas del destino, ¿serás tú aquella Mari Carmen…». Al terminar de leerlo, Mari Carmen sonrió, extrañamente ilusionada. Pinchó en Youtube y buscó a Albert Hammond; volvió a pinchar y sonó aquella canción que tan maravillosos recuerdos le traían.




jueves, 21 de junio de 2018

La foto


Margaret, sujetando la mano de Julia, miraba al señor que pegaba la frente a una caja y se tapaba la cabeza con una tela gruesa. Entonces, papá, que junto a mamá estaba a un lado del señor, le dijo a la niña que les mirase a ellos y no al señor, porque lo que sostenía con la mano en alto aquel hombre iba a dar mucha luz, como el sol que de pronto se asoma entre las nubes, y podía hacerle daño en los ojos.
Aquella tarde, la madre de Margaret había tardado un buen rato en vestir a Julia. Mamá, acompañada del predicador, le había dicho dos días antes que su hermanita pequeña se había ido al cielo. Margaret no lo entendió bien, pero dedujo, a sus inocentes seis añitos, que nunca más vería a su hermana pequeña. En aquel instante recordó el día que mamá volvió a casa con Julia en los brazos, tan chiquita. Ya no tenía mamá aquella barriga tan grande. Desde entonces, ni mamá ni papá parecían los mismos. Tres años habían transcurrido desde aquel día. Tres años que se le hicieron muy largos a Margaret, sin ser consciente la niña del tiempo real transcurrido. A su corta edad no era capaz de medir ese fenómeno imparable, lento o vivaz según nos vaya. Margaret vivía el transcurrir de los días sumando los momentos del despertar, del estar en casa, en la escuela, de nuevo en casa, los juegos, el vestirse, el desvestirse, el comer, los llantos de Julia, el no querer comer, la regañina de mamá, el baño antes de ir dormir, el humo del cigarro de papá, el sueño, los llantos de Julia , el irse a la cama, los llantos de Julia, mamá enfadada, papá triste, los llantos de Julia, el sueño, el silencio, la oscuridad, de pronto los llantos de Julia.

Ahora, aquel hombre volvía a meter la cabeza bajo la tela oscura y levantaba la mano con aquel objeto en lo alto. «No te muevas niña», dijo el hombre. «No te muevas, Margaret», repitió papá. Mamá no dijo nada. Mamá sólo miraba a Julia, que miraba hacia enfrente, pero como si mirase a ninguna parte. Entonces Margaret recordó la noche que mamá lloró tanto y papá no dejó de fumar. Luego vinieron más noches en las que mamá lloraba y papá no dejaba de fumar, en las que Julia también lloraba y lloraba.
«Niña, no te muevas, no te muevas y mira a tus padres…», le dijo el hombre, con la cabeza tapada con la tela y la cara pegada a la caja de madera, cuando de pronto aquello que sostenía en alto explotó y una luz muy fuerte iluminó toda la habitación y el humo que olía fatal subía hasta el techo.
Aquella tarde, después de vestir a Julia, mamá vistió a Margaret, un trajecito igual para las dos, un trajecito que sólo se lo habían puesto otra vez. Margaret no sabía por qué mamá le había dicho que Julia se había ido al cielo, si de pronto estaba  otra vez en casa. Después de vestir a las niñas, mamá las peinó. Margaret se preguntaba por qué Julia estaba tan callada y tan quieta. Se preguntaba por qué no decía nada; por qué miraba siempre al mismo lugar; por qué olía tan raro; y sobre todo se preguntaba por qué estaba tan fría.
Después de peinarlas llegó aquel hombre con esa caja de madera con patas y un trapo colgando. En un sillón sentó papá a Julia. Luego sentó a Margaret en otro. El hombre colocaba a Julia la cabeza que se le iba hacia delante, luego hacía un lado, luego hacia el otro. Resoplaba el hombre, hasta que la cabeza de Julia se quedó quieta, y sus ojos, siempre abiertos, siguieron mirando al frente, como a ningún lado. Como mamá, que miraba siempre a Julia, apenas parpadeando, muy seria, o muy triste, se preguntaba Margaret. El hombre le dijo a Margaret: «Niña, coge la mano de tu hermanita». Pero Margaret no se movió. Papá se acercó y posó la mano diestra de la hermana mayor sobre la zurda de la pequeña. «Sujeta la mano de tu hermana, cariño», dijo de pronto mamá, con una voz que sonó extraña a Margaret.
«¡Qué fría está la mano de Julia!», pensó Margaret, que la sintió tan flácida; tan muerta. Ese olor tan raro…
Fue en ese instante, cuando la mano de Julia cayó sobre el regazo, al dejar de sostenerla la hermana mayor, cuando Margaret recordó la otra noche. Margaret dormía, jugaban en sueños. Julia comenzó a llorar, desde la cama de al lado. Margaret no sabía si soñaba también los llantos de su hermana. Julia lloraba y lloraba. De pronto dejó de hacerlo. La hermana mayor entreabrió los párpados, apenas algo de luz llegaba de la lámpara de aceite del pasillo. No sabía si soñaba aún o realmente era mamá quien sostenía aquella manta doblada  sobre la cara de Julia. No sabía si era mamá en otro sueño, como en tantas otras ocasiones, la que ponía de nuevo la manta doblada a los pies de la cama de Julia. Aquella noche, Margaret no lloró más.
Al rato de irse el hombre de la caja de madera, llegaron muchos vecinos y amigos de papá y mamá. A Julia la dejaron sentadita en el sillón, mirando a ninguna parte. Unas vecinas ayudaron a mamá a poner sobre una mesa muchos platos con comida, una jarra de agua y unas botellas de bebidas diferentes que gustaban mucho a papá. Se llenó el salón de gente que miraba a Julia y movía la cabeza.
La gente seguía en el salón cuando mamá llevó a Margaret a la cama. La arropó, le dio un beso en la frente y se fue de nuevo al salón. El cuarto de las niñas estaba al final del pasillo. Apenas llegaba un sordo murmullo desde el otro lado de la casa. Margaret miraba el débil haz de luz que entraba por el espacio que dejaba la puerta entreabierta. Se le cerraban los ojos. Imaginó que, después de aquella tarde, Julia se iría al fin al cielo. Se le cerraban aún más los párpados. De súbito recordó el otro sueño, aquel en el que no era mamá la que ponía la manta doblada sobre la cara de Julia, que pataleaba y se movía tanto, hasta que dejó de llorar. En el otro sueño era ella misma la que sostenía un almohadón sobre la cara de su hermana pequeña. Era Margaret la que con todas sus fuerzas apretaba el almohadón contra el rostro de Julia, que pataleaba y se agitaba sobre la cama. Y era Margaret la que quitaba de la cara de la hermana pequeña, cuando ésta dejó de moverse, aquel almohadón que siempre dejaba mamá a los pies de aquella cama. Casi sin sentir el murmullo sordo que llegaba del salón, Margaret pensó que mamá nunca dejaba una manta doblada a los pies de la cama de Julia, allí siempre posaba el almohadón que ahora observaba en la tiniebla, entre los párpados ya casi cerrados, esbozando la misma sonrisa de aquella noche, cuando Julia dejó al fin de llorar.  


viernes, 15 de junio de 2018


Profesora de latín
Eso de que seas profesora de latín, he de confesarte, tiene su morbo. Sí, ¿qué quieres que te diga? Te imagino sentada sobre un sillón confortable, con las piernas cruzadas, vistiendo una falda oscura muy ceñida, y una blusa abierta hasta el "canalillo", a modo de escote muy sutil y femenino, al que asoma una tímida línea del sujetador azabache, que custodia... tu serena respiración. A medias entre las manos y sobre los muslos, tersos e impetuosos, descansa un viejo libro. La portada reza: La Eneida. De vez en cuando, generalmente al pasar la página, con el índice de la diestra, empujas hacia el entrecejo las gafas de pasta carmesí. Entre tanto, alguien te observa de soslayo, y suspira... como tantas veces. Tú, abstraída por la lectura de tan bello texto, mil veces hojeado, ignoras todo aquello que sucede tan cerca de ti.