sábado, 16 de septiembre de 2017

Sospechas infundadas

Como todos los lunes, miércoles y viernes de cada semana, desde hacía muchos años, doña Hortensia entró, a primera hora de la mañana de aquel luminoso lunes de primavera, al supermercado del barrio que más cerca le quedaba de su casa. Octogenaria ya, doña Hortensia era una mujer amable y cariñosa con sus vecinos, y  respetada y querida a sus vez por todos ellos. Mujer menuda, de andares todo lo elegantes que sus cansados huesos y articulaciones le permitían, ofrecía una mirada viva y una  perpetua sonrisa. Decían que de joven había sido muy bella, y cortejada por muchos hombres. Aunque ella sólo tuvo un amor: Luis Joaquín, profesor de literatura y afanado poeta, del que enviudó hacía ya catorce años. 
—Buenos días, Manolo —saludó la anciana al propietario del autoservicio que atendía la caja registradora, mientras su esposa, Lola, se ocupaba del mostrador de frutas y verduras, y el de quesos y embutidos, ambos contiguos y situados a la derecha de la entrada al establecimiento.
—Buenos días, doña Hortensia —contestó al saludo Manolo, un hombre grueso, más cercano a los sesenta que a los cincuenta.
—Buenos días, doña Hortensia —repitió Lola, alargando el cuello para dejarse ver por la anciana, que en ese momento retiraba de la fila de una docena de carritos el primero de ellos.



La anciana inició su habitual recorrido por el local rectangular de unos doscientos metros cuadrados, introduciendo en el carro los productos; generalmente poca cosa. Siempre dejaba para el final el paso por la frutería, donde entablaba conversación con Lola mientras ésta le atendía. Pero esa mañana, Manolo notó extraña a doña Hortensia. Parecía nerviosa, inquieta. En dos ocasiones que la observó dirigirse hacía la frutería, ella retrocedió sobre sus pasos, entreteniéndose en el fondo del autoservicio sin motivo aparente, donde no alcanzaba la vista de Manolo ni la de su esposa. El hombre se intranquilizó. El matrimonio cruzó sus miradas. Él frunció el ceño y ella se encogió de hombros. No podía creer el dueño del negocio que su clienta más antigua y querida estuviera ocultando algo entre sus ropas. En aquel fondo alguien había estado robando tabletas de chocolate últimamente, y no había logrado cazar al sinvergüenza. No podía ni quería pensar que fuese doña Hortensia. ¿Y si así fuese? Sería incapaz de desenmascarar a la anciana. Manolo se sintió fatal. No obstante se acercó sigiloso hasta dónde se encontraba la vieja clienta. Escondido tras la esquina de una estantería, distinguió la parte delantera del carrito; no se atrevió a asomarse más. Entonces, de súbito, escuchó una larga y amortiguada pedorreta y, a continuación, el aliviado suspiro de la anciana mujer.
De puntillas, Manolo, aguantando la risa, y tan aliviado como su querida clienta,  retrocedió hasta la caja registradora. Ya desde allí hizo señas tranquilizadoras a su mujer, que lo miraba expectante. Vio a doña Hortensia, sonriente, dirigirse a la frutería, y charlar con Lola, mientras ésta le despachaba la fruta, hortaliza y verdura habituales.
—Bueno… ¿Y que tal se encuentra hoy, doña Hortensia? —inquirió Manolo, amable y cariñoso, con la feliz sensación de haberse quitado de encima una carga tormentosa y desagradable, mientras la anciana colocaba la compra en la cinta de la caja.
—Bien, mi niño, bien… Bueno, un poquito molesta del estómago sí que estoy… pero, gracias a Dios, por lo demás bien —afirmó doña Hortensia, esbozando su inigualable y casi perpetua sonrisa.