Ciudad de Roma, 13 de octubre de 54
Tiberio Claudio César
Augusto Germánico —sabio emperador Claudio para los habitantes del más grande
imperio de la tierra—, gustaba de las mañanas soleadas, cuando la húmeda
atmósfera de la ciudad del Tíber era atravesada por haces de luz que
embellecían los espectaculares edificios del Foro. El viejo emperador apoyó las
manos en la balaustrada de la enorme terraza del Palacio Imperial, que sobre el
monte Palatino dominaba la histórica urbe. Se sentía cansado. Desde primera
hora de la mañana había estado dictando cartas a sus escribientes; firmando
documentos y órdenes; estudiando peticiones de alguno de sus generales, y, de
manera especial, atendiendo sugerencias del comandante de su Guardia
Pretoriana, que así como lo había nombrado emperador —al instante de acabar con
la vida de Calígula, su psicópata sobrino —, no dejaba pasar la ocasión de
rentabilizar aquel magnicidio.
Inspiró una bocanada
de reconfortante aire fresco, mientras el sol otoñal le acariciaba el rostro. En
ese instante, cuando observaba embelesado la espléndida arquitectura del Templo
de Cástor y Pólux —uno de los primeros en levantarse en aquel suelo sagrado—,
un repentino escalofrío recorrió su sexagenaria anatomía. Hizo señas a un
esclavo y éste le acercó una lujosa toga de lana. Se le colocaba sobre los
hombros cuando se oyó la inconfundible voz de Agripina, su sobrina y esposa,
dándole los buenos días. Como cada jornada a mediodía, Claudio se sentó a la
mesa de su íntimo comedor. Agripina, frente a él, le hablaba del inminente
divorcio de un matrimonio amigo, entre risitas maliciosas. Un esclavo sirvió
vino al Emperador, que previamente había probado Holato, el praegustator —esclavo que tomaba los alimentos
antes que su señor, para prevenir posibles envenenamientos—. Una joven esclava
doméstica posó sobre la mesa una bandeja de setas recién asadas espolvoreadas
de ricas especias —no había día que no las tomara, pues devoción sentía por
ellas—. Eran amanitas cesáreas, las
preferidas de Claudio, que nada más verlas y recibir su aroma, segregó saliva a
la vez que el trago de vino bajaba por su garganta. Holato tomó una de ellas y
se la llevó a la boca, mirando de soslayo a Agripina, que también lo miraba.
Todo estaba saliendo a la perfección. Claudio observó al praegustator unos instantes; el esclavo sonrió. Impaciente, el
Emperador alargó la mano; la textura de las setas era perfecta. Una se llevó a
la boca y otra más, que masticó con deleite, mientras su esposa seguía
narrándole los entresijos de aquel divorcio de opereta.
Entonces, ella guardó
silencio un instante, y todo le pasó por la mente como un sueño súbito: el
momento preciso en el que decidió asesinar a su esposo, viejo inoportuno que se
interponía en la ascensión al poder de Nerón, su hijo fruto de su primer
matrimonio ; su visita a la bruja Locusta, que le procuró el mortal veneno, un
brebaje de belladona; las promesas de libertad ofrecidas a Holato, que debía
probar una seta colocada al borde de la bandeja, donde no llegaría el veneno
que la esclava doméstica previamente debía verter; y por último, las noches de
lujuriosa pasión que hizo disfrutar a Jenofonte de Cos, el médico personal de
su esposo, quien se comprometía a ser lo suficientemente torpe como para no
hacer vomitar a Claudio durante los estertores que sufriría, al engullir los
hongos envenenados.
Media bandeja de
setas se había tomado Claudio, cuando sintió una punzada en el corazón, la falta
de aíre en los pulmones, y la boca se le llenaba de una espuma pastosa que le refluía
del estómago ardiente. El viejo romano lo supo, no dudó un ápice. ¡Oh,
Agripina, tan hermosa como pérfida codiciosa! Cayó el anciano al suelo,
llamando a duras penas a Jenofonte, que como en cada comida debía estar cerca
de su Señor, previsto de una pluma de ave, con la que hacerle vomitar
introduciéndole la punta en la garganta, llegado el caso, como ciertamente
había llegado ese día. Lo que no imaginó el sabio emperador fue que la punta de
aquella pluma estaría impregnada de la mortal belladona.