jueves, 20 de julio de 2017

Un visitante sorprendente

La soleada mañana del viernes 26 de mayo de 1797, fondeaba en la rada de Santa Cruz de Tenerife la corbeta de la República francesa La Mutine, armada con 18 cañones y con 148 hombres a bordo. Desde la plataforma alta del castillo de San Cristóbal, algunos soldados observaban los tres botes que acercaban al desembarcadero del muelle a parte de la tripulación. Procedente de Brest, dieciocho días de navegación ininterrumpida sumaba el barco, cuya marinería ansiaba visitar las tabernas y burdeles del pueblo, conocedores de la larga singladura que aún les quedaba por hacer hasta Coromandel, en la lejana India, su puerto de destino.  
El capitán de La Mutine, Louis Estanislao Xavier Pomies, atendiendo a las instrucciones del comisionado de la Convención Republicana, Christian Julius Prediger, custodio de importantes documentos y desconocidos bienes que se guardaban en sendos cofres blindados, solicitó al capitán de Puerto, don Carlos Adán, que tales bienes fueran puestos a buen recaudo en algún lugar que pudiera ser vigilado por hombres armados de su tripulación. Luego de la pertinente consulta al Comandante General de las Canarias, don Antonio Gutiérrez, los cofres se guardaron en dependencias del castillo Principal. «¿Le ha dado a vuestra merced alguna pista de lo que guardan esos cofres, el capitán de la corbeta francesa?», le había preguntado Gutiérrez al capitán de Puerto. Pero nada había podido averiguar don Carlos.

Ya tranquilo Pomies, al saber protegida la secreta carga, departía con Adán, fumando ambos sobre la escollera del muelle, observando a la tripulación que desembarcaba en un segundo viaje de los tres botes. En esas estaban, cuando un pasajero que pisaba tierra, con arrogancia y malos modos, se dirigió al capitán de la corbeta quejándose de algo que no pudo interpretar Adán, que aunque entendía razonablemente el idioma gabacho, no así aquel habla provinciano, de marcado acento. Se sorprendió de que aquel hombre se dirigiese de tal modo al capitán del barco, y que además éste se lo permitiera.
—¿Quién es ese sujeto que osa hablaros con esos malos modos? —inquirió Adán al marino francés.
—Ufff… —suspiraba Pomies—. Un garrulo venido a más…
El capitán de La Mutine explicó al oficial español que aquel arrogante se llamaba Jean Baptiste Drouet, el maestro de postas que, la noche del 21 de junio de 1791, reconoció en la estación de Varennes (cerca ya de la frontera con Austria) a Luis XVI, cuando el rey huía con su esposa e hijos, en busca del amparo de la familia de María Antonieta. Drouet mandó detener al rey y a sus acompañantes, evitando que escapara del juicio de la Revolución, circunstancia que le convirtió en un personaje sumamente popular. Al poco de su reconocida acción, se mostró un exaltado jacobino, cercano al mismísimo Robespierre.
Sorprendido se quedó don Carlos Adán, que raudo fue a contar al general Gutiérrez la curiosa circunstancia. «De manera que ese tal Drouet evitó que los reyes de Francia conservaran sus cabezas*», observó meditabundo don Antonio.
             

*El 21de enero de 1793 fue decapitado en París Luis XVI, y el 16 de octubre sufrió la misma suerte Maria Antonieta. Jean Baptiste Drouet fue uno de los más enconados jacobinos empeñados en que la austriaca acabase bajo la afilada y tétrica hoja de la guillotina.

domingo, 9 de julio de 2017

Ya veré en el último momento

En un callejón oscuro y maloliente, Juan, sentado sobre unos cartones y apoyando la espalda en la pared, observa el viejo revólver. Aquel callejón es su hogar desde hace demasiado tiempo; los cartones son su jergón, la ausencia de farolas hacen su intimidad.  Mientras sopesa el arma oxidada, recuerda, a su pesar, qué le ha llevado hasta allí.
No le iban nada mal las cosas cuando conoció a Marta, hacía seis años. Por entonces era un joven arquitecto que ya había reunido una pequeña fortuna. Un hombre de éxito. No se había planteado comprometerse con ninguna de las muchas amigas con las que pasaba tan buenos ratos; ninguna de ellas le atrajo lo suficiente como para perder su amada libertad. Pero todo cambió de súbito una tarde, en la sección de vinos del hipermercado donde solía hacer las compras cada semana. Ella parecía devanarse los sesos tratando de elegir un vino; él la descubrió de sopetón. Luego la observó con detenimiento. Suspiró. “Madre mía, qué pedazo de mujer”, recordó pensar en ese instante. No dio oportunidad alguna a la indecisión:
—Hola, ¿puedo ayudarte? —le dijo, ya junto a ella.
La olió, con disimulo; escudriñó su rostro de piel morena; sus ojos claros, grandes y rasgados, casi asiáticos, muy despiertos.
—¿Trabajas aquí? —inquirió ella, sonriéndole, mirándole de frente.
Él observó las preciosas manos femeninas que sostenían el Rioja, con delicadeza, con elegancia.
—No, pero sé de vinos y te veo indecisa —respondió, ofreciéndole a su vez la más encantadora sonrisa, mil veces ensayada.

Luego todo fue rodado. Atracción a primera vista. Un café; una cena; un beso y otro más; y la noche más apasionada que jamás había tenido. Nunca hubiese imaginado que se enamoraría de semejante manera; que una mujer pudiera gustarle tanto. Amaba y deseaba a Marta con autentica locura. Pensaba en ella de noche y de día. Se dormía deseándola y se despertaba añorándola. A los dos meses le suplicó que se casara con él, y ella aceptó.
Los tres primeros años fueron un sueño. Juan se centró sólo en proyectos no excesivamente complicados, aquellos que le permitían estar todo el tiempo posible con su adorada esposa. Los ingresos eran suficientes para mantener el ritmo de vida que ella se merecía y él quería ofrecerle. Hasta que los proyectos que antes abundaban, de pronto dejaron de tocar a la puerta de su estudio. La crisis negada rompía de pronto y se cebaba sobremanera en el sector de la construcción, y él vivía de proyectar viviendas. Al cuarto año de casados comenzó el infierno de Juan. La Marta cariñosa, la esposa amante, conversadora, cálida, se fue tornando en distante y quejumbrosa. En apenas unos meses, Marta era otra mujer. Juan no encontraba explicación a semejante cambio de actitud; sólo lo sufría, cada vez más, armado de paciencia y esperanzado de que no fuese más que una de esas crisis matrimoniales de las que tanto había oído hablar. Hasta esa terrible mañana, justo al sonar el despertador.
—Buenos días, amor mío —saludó él, dando a Marta un beso en la mejilla; hacía meses que ella no le ofrecía los labios.
Marta se sentó en la cama con los pies en el suelo, dándole la espalda.
—Cuando vengas esta tarde, no estaré en casa —dijo ella, secamente.
—¿Llegarás muy tarde? —preguntó él en un susurro.
—No volveré. No me verás más. Te dejo, y te ruego que no me hagas un… numerito.
Juan le miró sin decir nada; siquiera pudo articular palabra.
—He conocido a alguien y me voy con él; mi abogado se pondrá en contacto contigo —dijo por último, entrando al cuarto de baño y cerrando la puerta tras de sí.
Juan no encontró ni fuerzas ni ganas para vivir, cuanto menos para tratar de sacar adelante su estudio de arquitectura, en tiempos que requerían de esfuerzos sobrehumanos tan sólo para ganarse los garbanzos. Luego todo pasó muy deprisa. La depresión le sumía cada día en un estado de ansiedad que no le dejaba respirar, ni dormir, ni vivir. Las deudas y el divorcio lo dejaron en la calle. Y un día vagó por ellas; hasta hoy.
Ahora mira de nuevo el viejo revólver con quien alguien le ha pagado un favor. Sólo tiene una bala. La introduce en el tambor. Ahora tiene que esperar. Marta, como cada mañana, atravesará el tramo de acera delante del estrecho callejón, camino del negocio que le montó su nuevo marido, inmediatamente después de casarse, al mes del divorcio. Él la observa cada día, sin que ella se haya percatado del hecho. Juan empuña el revólver con fuerza, con amargura. Lleva días pensando en acercarse a ella por detrás, llamarla, y, cuando se vuelva, apuntarle a la cara y disparar. No sufrirá; no quiere hacerle sufrir. También ha pensado otra alternativa: acercarse a ella, llamarla, y, en cuanto se vuelva, meterse el cañón en la boca y apretar el disparador. Todo acabará rápido. Él dejará de sufrir y ella se quedará con un bonito recuerdo. Pero aún no sabe qué hacer; está muy aturdido. Lo decidirá en el último momento. “Sí, eso haré; ya veré en el último momento”, dice para sí.
A la entrada del callejón, agazapado tras un contenedor de basura, aguarda Juan. No está nervioso, como había pensado. Suenan unos tacones de mujer; son los pasos inconfundibles de Marta. Es ella, pasa de largo. Juan, que ha montado el percutor del revólver, lo empuña con decisión y avanza tras de Marta. La alcanza. Está a un paso de ella. Se siente sorprendentemente sereno.
—Marta —dice Juan con voz grave. Ella se vuelve y le mira con expresión de sorpresa; apenas le reconoce—. Estás preciosa…


martes, 4 de julio de 2017

El regreso de los héroes (conmemorando el 220 aniversario de la Gesta del 25 de Julio de 1797)

Atardece. Hace tres horas que Matías partió de Santa Cruz de vuelta al hogar, una humilde choza al norte de la Vega lagunera, adentrada en el denso bosque de laurisilva, donde la variopinta vegetación y el aire de los alisios favorecen la atmósfera agradable en el tórrido verano. Entre bajos helechos y las raíces que escapan de la tierra húmeda, la humilde construcción de techo de paja y muros de piedra, adornada de líquenes rojos, amarillos y naranjas, se muestra como parte del paisaje. Fuera, con el alma en vilo, aguarda su madre, chiquita de talla, encorvada la espalda, la tez morena y curtida. Ella, que lo ve llegar, no espera, avanza hacia el hijo con los brazos abiertos, con lágrimas en los ojos, mostrando una sonrisa que parece más una mueca. Son los nervios, el ansia contenida. «¡Hijo…!», dice ella, apenas susurrando, con la voz entrecortada. Él no la oye, pero lee sus labios.


Veinte pasos les separan, ya menos, son largas las zancadas del labriego del Regimiento de Milicias de La Laguna. Está deseando abrazar a su madre, y le grita con júbilo: «¡Hemos vencido, viejita! ¡Hemos ganado la batalla!». Muchas cosas podría contarle, pero decide no hacerlo. No le contará que a poco han estado de matarlo. Que la bayoneta del inglés sólo le rozó el brazo, porque su agilidad de gato evitó el acero que le iba al corazón. Y no le contará que el filo de su rozadera sesgó la garganta del enemigo que falló la estocada y que con la vida pagó la osadía. ¡A qué darle el disgusto del sólo pensar que pudo trocar la vida por la muerte! No hablará de los muertos, ni de la sangre, ni del pestazo a pólvora incendiada, ni del fragor de los cañones y mosquetes. Y no le hablará de cómo vio caer, apenas a cuatro pasos delante de él, muerto por el disparo a quemarropa de un oficial inglés, al valiente teniente coronel de su regimiento don Juan Bautista de Castro y Ayala. Le hablará, elevando el ánimo de su viejita, del tañer de las campanas cantando la victoria, del júbilo del pueblo chicharrero enardecido frente al castillo de San Cristóbal, y del general Gutiérrez saludando desde las almenas esa mañana de 25 de julio de 1797, día de Santiago Santo, patrón de España y de las Españas. Le contará que en Santa Cruz todos dicen que aquella victoria es una gesta, porque se ha vencido a un poderoso enemigo, a una potente escuadra de la Armada británica, a un codicioso inglés, al parecer marino muy reconocido en su tierra,  que vendió la piel del oso antes de cazarlo.  Ya se abrazan madre e hijo, entre risas y lágrimas, como en tantos otros lugares de la isla, al regreso de los héroes.