jueves, 17 de agosto de 2017

La impavidez de la Europa pre-islamizada y el terror yihadista que le acompaña

Cuando el 14 de febrero de 1989 el ayatollah Ruhollah Jomeini declaró una fatwa contra el escritor británico de origen indio Salman Rushdie, por considerar blasfema su novela Los Versos Satánicos, hacía toda una declaración de intenciones. Con esta fatwa instaba a todos los musulmanes del mundo a «ejecutar» al autor del libro y a toda persona relacionada con su publicación. Desde ese instante, Scotland Yard se hacía cargo de la seguridad del escritor durante las 24 horas del día, bajo la responsabilidad del gobierno británico. La soflama del integrista Jomeini provocó graves disturbios ocasionados por fanáticos musulmanes en Reino Unido y en Estados Unidos, principalmente, que protestaron por la publicación de aquella obra. Más graves aún fueron las brutales agresiones al traductor japonés Hitoshi Igarashi y al italiano Ettore Capriolo, así como al editor noruego Wiliam Nygaard. Igarashi falleció a los pocos días a consecuencia de las heridas sufridas. Aquel fue un ataque salvaje a la libertad de expresión, a la libertad en sí misma, pilar fundamental de nuestra civilización. Hoy, Salman Rushdie sigue bajo protección policial y cambia de domicilio cada seis meses. Recuerdo esta perversa circunstancia porque la considero un ejemplo meridiano del fanatismo islamista, del poder de un líder musulmán sobre una parte muy numerosa de población absolutamente manipulable, hasta tal punto de que, sin conocimiento real del supuesto motivo por el cual se consideró aquel libro blasfemo, la muchedumbre salió a la calle a vociferar como posesos, yendo algunos más organizados a la caza de aquellos relacionados con la publicación.

El radicalismo islamista hoy
Aquel radicalismo sin sentido es el mismo que hoy ataca Europa y el mismo que sufren aquellos musulmanes que tan sólo quieren vivir su fe. No es cierto que sean unas minorías de musulmanes fanáticos, desubicados socialmente, los dispuestos a atentar contra nuestras vidas, como sucedió ayer en Barcelona, y en Londres, en Manchester, en París, en Bruselas y en otras ciudades del Viejo Continente en estos tiempos recientes. No son solo unos jóvenes inadaptados, tal como nos han estado contando los gobiernos europeos y una parte de los medios de comunicación. Son muchos los musulmanes radicalizados dispuestos a matar al infiel, es decir, a nosotros, si se brinda la posibilidad; y a morir en el intento, absolutamente convencidos de alcanzar con ello el paraíso, donde les esperan setenta y dos vírgenes a cada uno de ellos. En torno al 15%-20% de los musulmanes son radicales islamistas, confirman diferentes agencias de seguridad, ¡250 millones de individuos! en el mundo. Porque son millones los que han sido y son adoctrinados en el odio a occidente y en el objetivo de hacer de Europa un califato irrenunciable, afirmación que puede parecer ciencia ficción, pero que no lo es, que está escrita en los manuales de Daésh y de Al Qaeda, por ejemplo. El especialista en la yihad, David Garriga, en su libro La yihad, ¿qué es? (Comanegra, 2015), analiza La gestión del salvajismo (también conocido como La gestión de la barbarie), manual de Daésh, escrito por Abu Bakr Naji (probablemente un seudónimo). En él podemos leer: «Nuestra batalla es larga y todavía está en sus inicios (…). Sin embargo, su larga duración proporciona una oportunidad para la infiltración entre los adversarios (occidente). Nosotros debemos infiltrarnos en las fuerzas policiales, los ejércitos, las empresas de seguridad privadas y las instituciones civiles sensibles». También señala Garriga en su libro que en el texto de Abu Bakr Naji se explica que «es importante crear un sentimiento de inseguridad en regiones enteras de occidente, áreas de “salvajes” que se dejarán gestionar por yihadistas que se verán como “salvadores” de todo ese caos. Una vez que el orden islámico se haya implantado y la armonía que aplica la sharía se haya restaurado, el paseo hasta el califato fluirá solo».


Se adoctrina en el odio a occidente en la misma Europa
Se adoctrina en la sharía, en la yihad y en el odio al infiel, en mezquitas salafistas (fundamentalistas sunitas), en ciudades del Viejo Continente, ante la pasividad de las autoridades. Europa ha cometido el grave error de haber franqueado las fronteras sin control alguno a una sociedad que ve el mundo de manera absolutamente diferente a la nuestra (donde los derechos humanos son reconocidos, donde la libertad individual es protegida, al contrario que en sus países de origen), sin intención de integrarse en su mayoría, y que, para colmo de males, pretende imponer su forma de vida (al margen de nuestras leyes) y sus creencias allí donde se establece, como lleva haciendo el islam desde el siglo VII. Con la particularidad de que en el islam se prohíbe levantar iglesias de otras religiones, y en Europa se les ofrecen todas las facilidades para que abran sus mezquitas. Lo cierto es que ya son cientos de barrios en ciudades europeas convertidos en pequeñas repúblicas islámicas, bajo el mandato de grupos salafistas, donde se impone la sharía; donde se agrede a quien asoma la cara con una cámara de televisión; donde se refugian yihadistas y preparan atentados; donde imponen sus leyes partidas de policía religiosa a las órdenes del imán de la zona, que a su vez alecciona a sus fieles en el integrismo; donde hay colegios de enseñanza musulmana en los que se instruye a los niños en cómo aplicar las pertinentes torturas y cómo llevar a efecto las ejecuciones según la sharía; donde se les incita al odio al no musulmán. Se puede ver un vídeo en YouTube, grabado con cámara oculta, concretamente en una escuela de Londres, donde la profesora les dice a los niños que «el castigo para el homosexual es matarlo, tirarlo del lugar más alto que se encuentre en la zona», y que a la adultera hay que «apedrearle hasta la muerte». ¿Cómo van a integrarse y vivir en una sociedad de libertades e igualdad como son las democracias occidentales, con todos sus defectos? Son cientos de barrios europeos donde no actúan las fuerzas del orden, como sucede por ejemplo en el funestamente conocido Molenbeek-Saint-Jean en Bruselas. Existen miles de distritos en ciudades de nuestro continente donde se exhiben carteles que advierten textualmente: «Usted está entrando en una zona controlada por la sharía: reglas islámicas obligatorias». Zonas denominadas como «no-go» en Francia, Reino Unido, Holanda, Suecia, Bélgica, Alemania, Italia. De lugares como la Piazza Venezia en Roma se han apropiado las comunidades musulmanas, que la consideran territorio de oración exclusivo. Sobre esta situación escribió largo y tendido la periodista y escritora italiana, fallecida hace unos años, Oriana Fallaci, en su libro Las raíces del odio. La misma Fallaci tuvo que abandonar Italia por amenazas de muerte por parte de sectores musulmanes radicales. Lugares donde se insta a mujeres occidentales a enfundarse un shador o cubrirse con el hiyab, para poder transitar por las cercanías sin tener problemas. Recordamos la oleada de agresiones sexuales cometidas por refugiados musulmanes (sirios en su mayor parte), recién llegados a la ciudad alemana de Colonia, la nochevieja de 2015. Mil bárbaros salieron a la caza de mujeres, agrediendo a 170, según las denuncias realizadas. Ni las autoridades locales ni la prensa pudieron ocultarlo, aunque lo intentaron. 
Ignacio Para Rodríguez-Santana, en su libro Europa en peligro y España en la encrucijada, recuerda lo afirmado por el presidente de Argelia, Huari Bumedian, ante la asamblea de Naciones Unidas en su famoso discurso pronunciado en 1974: «Un día, millones de hombres abandonarán el hemisferio sur para irrumpir en el hemisferio norte. Y no lo harán precisamente como amigos. Porque irrumpirán para conquistarlo. Y lo conquistarán poblándolo con sus hijos. Será el vientre de nuestras mujeres el que nos dé la victoria. Al igual que los bárbaros acabaron con el Imperio Romano desde dentro, así los hijos del Islam, utilizando el vientre de sus mujeres, colonizarán y someterán a toda Europa». Así como lo que el iman Yusuf al-Qaradawi, uno de los líderes intelectuales más importantes de los Hermanos Musulmanes —declarada ya organización terrorista por varios países, entre ellos EEUU—, proclamó en 2005: «El islam volverá a Europa como conquistador victorioso tras ser expulsado de ella dos veces, una desde el sur, desde Al Ándalus, y la segunda desde el este, cuando llamó a las puertas de Atenas (se refería a Viena). Conquistando Europa, el mundo será del islam». Y lo augurado por Muammar el Gadafi: «Hay signos de que Alá garantizará la victoria islámica sobre Europa sin espadas, sin pistolas, sin conquistas. No necesitamos terroristas, no necesitamos suicidas, los más de 50 millones de musulmanes en Europa la convertirán en un continente musulmán en pocas décadas». Y no iba desencaminado el desaparecido gobernante libio, puesto que el promedio de hijos por matrimonio europeo está en 1,5 al año y los musulmanes asentados en el Viejo Continente alcanzan casi los seis.
Es una falacia atribuir la causa del terrorismo yihadista sólo a las políticas de occidente en el oriente próximo islámico. Recordemos que los suníes y chiíes llevan matándose entre ellos desde hace catorce siglos y hoy siguen haciéndolo (de hecho son musulmanes las víctimas más numerosas del integrismo islamista). Así como unos y otros han perseguido, torturado y asesinado —siguen haciéndolo también, ante la indiferencia de gobiernos e instituciones occidentales— a varios millones de cristianos en Asia y África. Según el estudio elaborado por Center for Study of Global Christianity (El Centro para el Estudio del Cristianismo Global), 90.000 cristianos a causa de su fe, fueron asesinados por musulmanes en 2016. ¿Acaso estos cristianos indefensos son responsables de las políticas de Estados Unidos, Francia o Reino Unido?

Es lamentable la actitud de una parte de la población musulmana ante los atentados yihadistas en occidente. Recuerdo el minuto de silencio previsto, por las víctimas de París del atentado sufrido en noviembre de 2015, en la sala de fiesta Bataclan, antes del partido de fútbol entre Grecia y Turquía, que se celebró en Estambul un día después, interrumpido por el público turco con gritos de Allahu akbar (Alá es el más grande), en un único clamor. Y ya es habitual que cuando Al Jazeera —televisión de Qatar, estado gran financiador del terrorismo islámico junto con Arabia Saudí— informa de un atentado con muertos en occidente, miles de espectadores  manifiesten su alegría ante el hecho criminal, a través de las redes sociales. Y no es esto una opinión, es un hecho. Como no es una opinión, sino un hecho, que lo que une a los terroristas islamistas es su común odio a occidente, pues no tenemos más que observar el origen de los autores de las diversas masacres recientes. Londres, 4 de junio: Khuram Butt, paquistaní; Rachid Redouane, libio-marroquí; y Yusef Zaghba, italo-marroquí. Son orígenes diversos, Siria, Paquistán, Afganistán, Argelia, Marruecos, etc. Cuando el objetivo es acabar con la vida del infiel, no hay naciones de procedencia, no hay chiitas ni sinitas ni salafistas, sólo hay islam. Y la crueldad no tendrá límites. Como no la tuvo en la sala Bataclan, donde los yihadistas mutilaron genitales y torturaron a los heridos, aún vivos. ¿Lo sabías? Pues así consta en los documentos de la Comisión Parlamentaria que el Gobierno francés mantuvo ocultos hasta hace poco. Según dicho documento, los policías que acudieron en un primer momento a la sala de fiesta declararon encontrar el cadáver de un joven al que habían amputado los testículos y metidos en la boca, además de arrancarle un ojo; que varias mujeres fueron apuñaladas en los genitales; que hubo personas destripadas, degolladas y decapitadas. Toda aquella barbarie había sido perpetrada en el segundo piso de la discoteca, mientras la policía mantenía un tiroteo con uno de los terroristas antes de conseguir acceder al interior.

¿Qué resolverán las velitas, las flores y los violines?
Volviendo al presente europeo y los sucesivos atentados yihadistas, luego del último terrible en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils, una vez más tocan las velitas y las flores, el pianista en la calle y el violinista que le acompaña, con corros de ciudadanos con brazos entrelazados y miradas lacrimógenas y los políticos hablaran de que «jamás nos vencerá el terrorismo si nos mantenemos unidos». ¿Y esa política frase qué significa? Las naciones europeas renuncian a sus orígenes cristianos, a su identidad en favor de las imposiciones musulmanas en nuestro suelo. Está la ciudadanía europea, en su mayoría, tan atolondrada como acobardada, en una inopia superlativa en cuanto a la realidad de lo que nos está sucediendo. Ciudadanos europeos que ahora nos sentiremos intranquilos en la terraza de una plaza pública, en un concierto multitudinario o simplemente cruzando un puente. El islam fanático ha conseguido meterse en nuestra casa, y puede conseguir hacer de nuestro civilizado hogar un infierno. Camino lleva de ello, si no se pone severo coto a su avance. Si no se localiza a los radicales potencialmente criminales, se les detiene y se les expulsa a sus países de origen. Si no se cierran las mezquitas salafistas y asimismo se deportan a los imanes que proclamen la sharía y la yihad e inciten el odio al «infiel». De esta manera se favorecerá a que los musulmanes que quieran escapar de esos círculos perniciosos e integrarse en la sociedad europea —como lo hacen otras etnias—, puedan hacerlo. 
Mientras Europa contemple impávida su estado de pre-islamización, más preocupada, ¡hipócrita!, de posibles flujos de islamofobia que de la ya no tan silenciosa invasión musulmana, seguirán muriendo europeos en las calles y plazas de nuestras ciudades a manos de yihadistas, así como seguirán multiplicándose barrios musulmanes por cuyas cercanías no podrán circular mujeres que no vistan según el precepto del islam. No nos equivoquemos, el problema al que nos enfrentamos no es sólo el atentado latente en cualquier plaza de Europa, puesto que peligra nuestra civilización, aunque pueda parecer ciencia ficción. 

martes, 8 de agosto de 2017

El día más inspirado


Sobre la triste mesa de gruesos y viejos tablones de pino, descansaban, abandonados de las musas, una docena de cuartillas de rústico papel. La pluma ahogaba su aguda punta en el tintero, inactiva, triste aquella tarde.
La ventana daba al monte, verde y fresco, del norte tinerfeño. Sobre la abrupta montaña las nubes plomizas cubrían el cielo; el invierno se anunciaba aquella tarde fría. Comenzó a llover, de súbito. El poeta alzó la vista y observó el vidrio golpeado por las gotas de agua, violentamente. El viento enfureció a la lluvia y la ventana se convirtió en un tambor enloquecido.
—Al menos se ha roto la monotonía de la tarde —murmuró el poeta mirando a Trajano, su fiel amigo, un fornido perro de presa.
No era Trajano un perro muy alto,  pero era fuerte como un toro, de pecho ancho y cuello y cabeza formidables; su pelaje atigrado oscuro y su mirada seria le configuraban un aspecto temible cuando enseñaba los dientes. Temido por los congéneres del lugar, sólo se enfadaba si algún osado infeliz le gruñía con intención de intimidarlo. Los chiquillos del pueblo jugaban con él; le tiraban de las orejas y del rabo sin que Trajano mostrara el más mínimo enojo. Sorprendentemente, sus modales perrunos se volvían delicados cuando algún niño pequeño le pasaba su manita por el húmedo hocico. El tacto de la piel inocente y suave parecía adormecerlo.
Las gruesas paredes de la casa terrera resguardaban el frescor de su interior en verano. Sin embargo, en invierno, ese frescor agradable y deseado se tornaba en gélido ambiente, húmedo enemigo de los huesos viejos. Era entonces, como esa tarde, cuando la estufa de hierro administraba el calor del fuego. Las llamas envolvían la leña chispeante formando figuras de otros mundos que hipnotizaban a José Domingo. El poeta buscaba alguna inspiración en el fuego, que danzaba cual bailarina intangible, hermosa, pero mortal para el hombre que osara besarla. Entonces un rayo iluminó el  exterior y, al instante, bramó el trueno lejano. Trajano alzó la cabeza y gruñó. El cielo se cerró aún más. Los montes de Buenavista del Norte se ahogaron bajo el manto negro de la niebla y la tupida cortina de agua que enfangaba los caminos paría cascadas que volaban desde las altas cumbres.
José Domingo trató de ver más allá de los vidrios de la ventana, pero se habían empañado y convertido en traslúcidos. Con la manga de la rebeca limpió la superficie humedecida. Al anciano le pareció ver una figura humana moverse a pocos metros de su casa, Trajano levantó las orejas y la mirada y ladró con potencia. José Domingo volvió la mirada hacia su perro y luego, otra vez, hacia el exterior. Aquella silueta furtiva  desapareció tras la cortina de agua y la niebla; quizá sólo se trató de un extraño efecto óptico, pensó el anciano. La lluvia seguía estrellándose con furia contra el vidrio, que resistía a pesar de sus años de servicio encajonado entre tablillas claveteadas. El sol, todavía temprano, había desaparecido tras el muro denso que flotaba en las alturas. José Domingo encendió las dos velas que reposaban sobre el escritorio; luego alimentó el fuego con el madero más grueso del montón que aguardaban su martirio a los pies de la estufa, en silencio, resignados a su terrible destino. Imitando al trueno reciente, crujió, quejoso, un ascua: su último aliento.
—¡Vaya aguacero y qué frío hace, Trajano! —musitó José Domingo, de nuevo, como su fiel amigo pudiera entenderle.
Quizá le entendía.
Al poeta le gustaba vivir en aquella casa terrera, a día y medio en carro de caballos de San Cristóbal de La Laguna y algo más de Santa Cruz de Santiago, la capital de la Isla. Buenavista del Norte le recordaba a José Domingo su amada Cuba, la añorada tierra antillana donde vivió más de la mitad de su vida. Allí dejó amores de juventud; amistades intensas y sinceras; paisajes embrujados inundados de bruma incierta en sus profundas tierras, bañados por el sol de América y la palabra hispana. Cuba estaba aferrada a la memoria del viejo poeta.
El siglo XX había nacido apenas hacía un lustro y, por entonces, España había perdido sus últimas tierras en ultramar, más allá de los mares que bañaban sus orillas europeas.
El anciano, melancólico, se recostó sobre el viejo sillón que le acogía cada tarde, cuando terminaba de escribir algún poema, ardiese o no más tarde en el fuego de la estufa. Antaño, en Cuba, había sido un poeta reconocido, y sus versos se habían publicado en una docena de libros. Entonces adquirió una posición social estimable y había logrado una desahogada economía, cuyos ahorros aún le daban de comer. Esa tarde no habían fluido versos ni de su mente ni de su corazón. El recuerdo de las noches de cánticos y bailes embriagadores en Santiago; la imagen del joven rostro de Caridad, la muchacha más hermosa que jamás había visto, a la que había conocido en Pinar del Río, junto a la cascada de agua helada y clara; su sonrisa inolvidable en los labios sensuales y sinceros. Al viejo poeta le atormentaba esa tarde la lejanía de aquellos recuerdos y, especialmente, le entristecía sobremanera la certeza de no volver a la isla caribeña.
Sin darse cuanta llegó la noche. El chaparrón amainó. Las nubes se dispersaron para que la luz blanca de la Luna se esparciera por el valle, vencido por el silencio, a los pies de las montañas de roca y tierra, cubiertas por verticales alfombras de vegetación.
El viejo cerró los ojos y su ronquido flotó en la atmósfera de la salita. Trajano volvió a alzar su poderosa cabeza y observó a su amo dormir plácidamente. Resopló y volvió a descansar su cabezota sobre sus manos cruzadas, a los pies del anciano. Trajano estaba siempre alerta, incluso cuando dormía parecía mantener los oídos despiertos. El más mínimo ruido en las cercanías de aquella casa alejada del pueblo, a poco del camino que llevaba hasta la capital, encendía sus instintos naturales de guarda. A más de un extraño ahuyentó con su imponente presencia y su ladrido grave y profundo. Esa noche, los resoplidos del perro formaron coro con los ronquidos de su amo.  




El sol de la mañana anunció el nuevo día sin que José Domingo hubiese cambiado de postura sobre el mullido sillón, su preferido, por único. El fuego de la estufa de hierro había muerto, aunque su espíritu sobrevivía en las ascuas; las llamas de las velas aún temblaban sobre un montículo deforme de cera amarillenta. Esa noche había soñado el poeta. No recordaba con exactitud el argumento de su sueño, pero sí que había sido muy agradable y placentero. Había logrado dormir como hacía mucho tiempo que no conseguía hacerlo. De hecho, si no hubiese sido por las enormes ganas de orinar que le despertaron, ni la luz de la mañana que atravesaba la ventana le hubiese arrebatado de los brazos de Morfeo.
José Domingo se desperezó y con alguna dificultad se puso en pie. Observó el viejo sillón que parecía haberle acunado esa noche, como una mano gigante y mágica, y se encogió de hombros.
—Amigo Trajano, he dormido como un niño —musitó el anciano mirando a su amigo can.
Trajano lo miró, a su vez, y emitió un largo bostezo que contagió a su amo. El poeta recordó que cumplía ese día setenta y ocho años.
—Hoy vamos a desayunar al pueblo, a casa Conchita —dijo sonriente, como siempre, como si su fiel compañero de soledades compartidas comprendiese sus palabras.
Luego de lavarse la cara con agua fría y resoplar como un percherón, José Domingo se descalzó las zapatillas y se calzó las botas de paseo; sobre la rebeca de punto se vistió un abrigo largo, se abrigó el cuello con una vieja bufanda de grueso punto de la lana,  y se cubrió con la boina la despejada testa. Por último, después de consultar un magnífico reloj de bolsillo —obsequio de una adinerada admiradora de otros tiempos— , cogió su bastón, un cartapacio con cuartillas y un lapicero que se introdujo en el bolsillo interior del abrigo, junto a sus redondos anteojos para ver de cerca. Trajano meneaba el rabo, conocedor del protocolo que siempre antecedía a un paseo, ya fuese por los alrededores de la casa o hasta el pueblo.
El camino hasta Buenavista se le hizo corto al viejo poeta. En la plaza principal, frente a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, se hallaba la posada de Conchita, oronda mujer de mejillas sonrosadas y sonrisa perpetua.
—Buenos días, don José —saludó la mujer.
—Buenos días, Conchita.
—Que buena cara trae esta mañana y que temprano por aquí—observó ella.
Él sonrió a la posadera y se sentó donde siempre, a la mesa junto a la puerta de la venta, desde la que contemplaba la plaza y a los chiquillos del pueblo jugar. Trajano se echó a los pies de su amo, como también hacía siempre.
—Esta noche he dormido como un bebé —dijo José Domingo—. Y he descansado como hacía tanto tiempo… que ya ni lo recuerdo… Hoy es mi cumpleaños, ¿sabes? —dejó caer, risueño.
—Pues muchas felicidades, don José. ¿Va a tomar café?
—Con leche, conchita.
—Y ¿cuántos cumple? —gritó la posadera desde la trastienda.
—Setenta y ocho.
—Un niño. Todavía es usted un niño —volvió a gritar Conchita, bromeando desde la cocina.
José Domingo sacó del cartapacio unas cuartillas, que posó sobre la mesa, y el lapicero que colocó en su oreja derecha. Observó la plaza aún desierta y a los gorriones revolotear y posarse sobre las ramas de los laureles de india que habitaban aquel lugar. Entonces, sin proponérselo, el viejo poeta recordó el sueño que tuvo esa noche.
—Don José —dijo Conchita, interrumpiendo sus pensamientos—. Ayer hice rosquillas rellenas de batata, así que hoy le invito por su cumpleaños. ¡Ale!
—Gracias, Conchita. ¡Qué buena eres!
La posadera sirvió el café con leche a don José y un plato con dos roscos rellenos de batata y cubiertos de azúcar. En ese instante entró un hombre en la venta. Casi rozó con los pies el hocico de Trajano, que lo olfateó estirando el grueso cuello.
—Buen día —saludó el recién llegado que se sentó a una mesa al fondo de la venta, dando la espalada a la pared y de cara a la puerta.
Conchita enseguida cayó en la cuenta de que aquel hombre era forastero. Se trataba de un sujeto de unos cuarenta años, de mediana estatura y de espalda ancha; sobre los pómulos salientes sus ojos oscuros y pequeños se juntaban bajo finas cejas y la frente amplia, surcada de lado a lado.
—Café solo y un ron —se limitó a decir a la posadera, con acento portugués.
Al rato entraron en la posada algunos clientes habituales. Café y trago de aguardiente que animara el día. Hombres rústicos de mirada franca y huidiza a la vez, y manos encallecidas. Todos saludaban al entrar y despejaban la cabeza de la boina o del sombrero de ala ancha. El forastero, desde su rincón, observaba a los que entraban y salían, entre sorbo y sorbo de ron. José Domingo escribía un poema mientras indagaba en la mirada de los lugareños que le saludaban al pasar junto a la puerta de la posada. Trajano bostezó de aburrimiento y cambió de postura. Ahora se recostó de lado con las patas estiradas y la cabezota reposada sobre los pies de su amo.
Al cabo de un largo rato, José Domingo consultó la hora que marcaba su magnífico reloj de oro, que sujetaba a su bolsillo con una gruesa cadena del mismo preciado metal. El forastero clavó los ojos en el valioso objeto que el anciano sujetaba con la diestra; después examinó a su dueño de arriba abajo. Al poco, pagó y se fue.  


Al medio día, ya la plaza bañada de sol, José Domingo exclamó de pronto:
—Conchita, ¡hoy me siento inspirado!
—¡Qué bien! ¿Ha escrito usted un poema, don José?
—Casi lo he terminado; me falta poco. Estoy buscando un final especial.
—¡Qué bien! Mi poeta preferido.
—Si no conoces a ningún otro.
—Bueno, daría igual porque seguiría siendo usted mi poeta favorito.
El viejo sonrió.


Ya eran más de las dos de la tarde. José Domingo sólo se había levantado un par de veces para vaciar la vejiga, y seguía enfrascado con el final de su poema. Conchita atendía a los clientes de la venta mientras canturreaba alguna coplilla sin fin. Trajano se puso en pie y estiró las patas a la vez que bostezaba abriendo del todo su boca de león. Se sacudió, miró a su amo y salió del local. Regó el grueso tronco del primer laurel  que se encontró a su paso y se perdió por una de las callejuelas que daban a la plaza.
—Se me resiste este final —se quejó el poeta, que miró de reojo al perro, acostumbrado a sus paseos de ida y vuelta.
Conchita reposó sobre la mesa de José Domingo un plato de cocido de garbanzos, papas y verduras con chorizo; sus aromas  embriagaron las fosas nasales del anciano.
—Ahora coma usted, y después siga con la poesía, don José —ordenó la posadera que sirvió un vasito de vino tinto a su más amigo que cliente.
—¿Sabes qué soñé anoche, Conchita? —dijo de súbito José Domingo.
—¿Y cómo quiere que lo sepa, don José?
—Anoche soñé que me caía al mar y me hundía hasta el fondo…
—¡Qué horror, don José! ¿No me dijo que había pasado una buena noche?
—Calla, calla… Me hundí hasta tocar el fondo con los pies. Me estaba asfixiando, y me entró una ansiedad enorme…
—¡Ay, qué angustia! —exclamó la posadera—. ¿Y a eso llama usted pasar una buena noche?
—Calla, mujer… Entonces pensé que, como era un sueño, podría respirar bajo el agua. Y me puse a respirar. El agua entraba en mis pulmones como si se tratase de un aire limpio y fresco, y podía respirar y caminar por el fondo del mar mejor que por la tierra, porque no pesaba nada y podía dar saltos como un niño, sin que me costase ningún esfuerzo. Me sentí muy feliz... Y esta mañana me he levantado muy optimista y creo que la vida es muy bella y que hay que vivir tratando de ver las cosas buenas de las que podemos disfrutar y no pensar en las cosas que no tenemos y quisiéramos tener, o están lejos, como mi amada  Cuba.
—¡Ay, don José, además de poeta, es usted un sabio!
—No digas tonterías, Conchita. ¡Qué voy yo a ser un sabio! Sólo soy un viejo poeta que busca la manera de ser lo más feliz posible durante los años que me queden de vida.
—Ande, ande… ¡Coma y calle, don José! ¡Coma y calle!


Trajano asomó su cabezota y vio a su amo en el mismo lugar que ocupaba antes de salir de excursión por el pueblo. El fornido y bonachón emitió un ladrido amortiguado para llamar la atención del viejo. José Domingo levantó la cara y se percató de la presencia de su fiel amigo.
—¡Ah, bribón, ya has vuelto de tus correrías! Ven a mi lado, bandido.
José Domingo acarició la cabeza y el lomo del perro que reposó la quijada sobre las piernas de su amo.
—¿Dónde estabas, Trajano? —saludó al can, la posadera—. Por cierto, don José, ¿qué significa Trajano? Aquí a los perros se les llama Casinegro, Estrella, Glotón…
—Trajano, Marco Ulpio Trajano, fue un gran general romano, Conchita; después fue emperador, el primer emperador hispano que tuvo Roma, y uno de los más gloriosos —informó el viejo poeta a la posadera.
—Ve, don José, como es usted un sabio.


Anochecía. Trajano había vuelto a desaparecer entre las callejuelas del pueblo sin que su amo se percatara de ello. José Domingo, sin levantar la vista de la cuartilla, exclamó:
—Se me resiste este final, Conchita. No encuentro los dos últimos versos con los que concluir este poema. ¡Ya me duelen los riñones! Me voy a casa, Conchita. Si aparece Trajano por aquí, le dices que me fui a casa, por favor.
—Claro, don José. ¡Y vaya con cuidado por esos caminos!
José Domingo guardó las cuartillas en su cartapacio, el lapicero, ya casi sin punta, en el bolsillo del abrigo; por último consultó su reloj. Marcaba las ocho y media. Había anochecido sin que se hubiese dado cuenta.


Trajano olfateó la entrada del pequeño jardín de la casa. Linda, la perrita con la que jugaba muchas tardes, no aparecía tras la verja. Su ama, una anciana encantadora que siempre le daba de beber y alguna chuchería, tampoco salía a abrirle la cancela. Entonces, Trajano empujó con la cabeza la puerta y ésta se abrió a su paso; no estaba cerrada del todo, sólo encajada en el marco. El animal entró en la casa; la puerta estaba entreabierta. Los olores de la anciana y de la perra se mezclaban con otro olor humano no del todo desconocido para el perro. Siguió los rastros de Linda y los de su ama hasta que las encontró a ambas, una junto a la otra, tendidas en el suelo. Trajano trató de llamar la atención de la perrita empujándola con el hocico, pero Linda no se movía. Hizo lo mismo con la mujer, pero tampoco reaccionó. Entonces, el perro lamió el cuello de la anciana que mostraba un profundo corte de lado a lado. El suelo, bajo los dos cuerpos, estaba encharcado de un líquido espeso y dulzón, que no era la primera vez que Trajano olía y probaba. El dogo canario entendió que ni Linda ni la amable y cariñosa anciana volverían a recibirle en aquella casa. Olfateó las habitaciones por donde transcurría la pista invisible que se había dibujado con olor humano; alguien que había estado en la casa esa misma tarde. Trajano sacudió la cabezota y corrió en busca de su amo.


El viejo poeta, de vuelta a casa por el camino de tierra, aún húmeda por las lluvias y embarrado en algunos tramos, meditaba sobre el final de su poema. El cielo casi despejado permitía que la Luna ofreciera la luz necesaria para que José Domingo se orientara sin dificultad. Por un rato meditó sobre los versos finales para el poema que en ese día inspirado, a última hora, parecía resistírsele. Después de unos minutos, refunfuñando para sí por su frustrada inspiración de última hora, buscó otra distracción que le mantuviera ocupado durante el regreso a casa. Con la Luna a su espalada, observó su sombra tenue proyectada en el suelo. Entonces se entretuvo estudiando la manera de balancear el bastón al andar, de la forma que más elegante le parecía. 
Pero no sólo era el poeta quién estudiaba sus movimientos elegantes. A veinte metros, sigilosamente, alguien le vigilaba siguiendo sus pasos, tratando de no ser descubierto por el anciano. Se trataba del forastero con acento portugués que estuvo en la posada de Conchita esa mañana; el hombre que observó con ojos escrutadores el reloj del anciano. Aquel sujeto, oculto tras la esquina de una callejuela, había esperado a que el viejo saliera de la posada. Con la habilidad que le proporcionaba su dilatada experiencia, había averiguado que su próxima víctima vivía solo, en una casa apartada en las afueras del pueblo. Ese camino solitario en la noche era un lugar ideal para arrebatar al  viejo indefenso aquel reloj que suponía de gran valor. Sin embargo, la avaricia del hombre y el  espléndido botín adquirido en la casa de la anciana que degolló en el pueblo, le indujeron a no precipitar su acción y a seguir a su presa hasta la casa, donde, además del reloj de oro, pensó que podría hallar dinero y algún otro objeto valioso. Matar al viejo sería fácil; ya eran muchos ancianos los que había pasado a cuchillo desde que descubrió lo sencillo que resultaba robar a solitarios e indefensos hombres y mujeres de avanzada edad. Su visita por el norte de la isla prometía unas sustanciosas ganancias. Esa noche, con el botín en los bolsillos, alcanzaría el pueblo de Garachico, de allí, al amanecer, partiría en diligencia hasta el puerto de Santa Cruz de Santiago, de donde zarparía el mercante en el que estaba enrolado, hasta otro puerto, en busca de nuevas víctimas.


Trajano asomó el hocico por de la posada. Emitió una especie de bufido perruno y entró en el local. Conchita observó al perro olfatear el lugar donde su amo había pasado casi todo el día, y luego cómo el animal olfateaba también el rincón y la silla donde estuvo sentado el forastero de ojos pequeños; nadie más había ocupado aquella mesa ese día, no muy bueno para el negocio. La buena mujer no se percató de que al perro se le había erizado el pelaje desde el cuello hasta el rabo.
—Trajano —dijo ella—. Tu amo se ha marchado a casa; si corres lo cojeras por el camino.
El perro ladró, como si hubiese comprendido las palabras de la sonriente posadera, y partió a la carrera en busca de su amo. El instinto poderoso del animal le había hecho comprender que el hombre que estuvo sentado en el rincón de la posada, el mismo que olfateó cuando le rozó el hocico con el pie al entrar en el local por la mañana, también estuvo en casa de la amable y cariñosa anciana y de la perrita compañera de juegos que encontró tendidas en el suelo, sin vida, sobre un charco de líquido espeso y dulzón. Trajano descubrió el inconfundible rastro de su amo en el camino, y también el rastro del hombre que hizo daño a Linda y a su ama, ambos en la misma dirección.


El criminal divisó la casa de su próxima víctima, casualmente la misma que examinó la tarde anterior, bajo una lluvia infernal, y que decidió abandonar al oír desde su interior el ladrido ronco de lo que parecía ser un perro de gran tamaño. Pero esa noche no estaba el perro; por algún motivo el destino favorecía su suerte, pensó el asesino. De súbito, la oscuridad absoluta cubrió el camino, justo cuando el anciano procedía a abrir la puerta de su casa. El malhechor alzó la vista hacía el cielo; tras de sí, un nubarrón negro y enorme parecía haber engullido a la Luna, y la negrura se había hecho con la atmósfera, como el mal se había apoderado de su alma, hacía ya mucho tiempo.



El forastero se paró un instante, tratando de que sus ojos se hiciesen a la oscuridad. Pero la ausencia de luz era prácticamente total, por lo que decidió avanzar despacio, evitando tropezar. Al fin y al cabo la casa estaba a tiro de piedra, así que avanzaría con cuidado hasta que el viejo encendiese alguna luz que atravesara la ventana y le guiara hasta el botín. Y así fue. La pequeña llama de una vela asomó tras el vidrio. Era suficiente. El asesino echó mano de un puñal que guardaba sujeto por el cinturón a la espalda. La hoja, de un palmo de acero, aún mantenía algún resto de sangre seca que ni siquiera se ocupó de limpiar. Aferró la empuñadura con fuerza y aceleró el paso. Pocos metros quedaban ya para hacerse con su próximo botín ensangrentado, cuando de pronto oyó tras de sí los pasos de lo que parecía un animal a la carrera y una especie de resoplido y gruñido ronco. No tuvo tiempo de volverse. Sintió un dolor enorme en su pierna izquierda, a la altura de los gruesos tendones que se hallan en la corva. Un monstruo de la noche había hecho presa en su pierna y se la estaba destrozando.
Trajano cerró su poderosa mandíbula sobre la carne de aquel sujeto que había hecho daño a sus seres queridos y, además, se había acercado demasiado a la casa de su amo cuando él no estaba para protegerle. Sacudió la cabeza instintivamente. El hombre, aterrado, trató de alcanzar al perro con el puñal, cuando perdió el equilibrio y calló de frente, estrellándose de cara contra el suelo. El tremendo golpe lo dejó aturdido. Había perdido el puñal. El perro seguía aferrado a su pierna y el dolor era cada vez más insoportable. Se oyó un chasquido espeluznante cuando los tendones se partieron y los músculos se rasgaron. El asesino, tornado víctima, emitió un grito desgarrador que atravesó la noche más negra de su vida. ¿De dónde había salido aquel diablo? 
La puerta de la casa se abrió. José Domingo asomó la cabeza con el bastón en la diestra y la vela en la otra.
—¡Trajano! ¿Eres tú? —indagó el anciano sin lograr ver nada más allá de cuatro metros.
Trajano dejó la presa y ladró, saludando a su amo.
—¿Qué pasa, Trajano? ¿Qué ha sido ese grito? —inquirió asustado el hombre mayor.
Trajano volvió a ladrar, grave y ronco, meneando el rabo y alzando las orejas.
El sujeto, herido gravemente, sacando fuerzas de flaqueza, trató de escapar dando saltos con su pierna sana, a ciegas, a riesgo de tropezar y caer de nuevo.
El dogo embistió otra vez y volvió a cerrar las mandíbulas ahora en la pierna sana, justo en el mismo sitio de la otra. El hombre cayó hacía adelante y se estrelló la cara contra una piedra enorme. Trajano siguió sacudiendo la cabeza, instintivamente, aferrado a su presa. El asesino dejó de moverse. Dejó de respirar. El perro soltó al criminal y olfateó el cuerpo inerte. Alzó la vista y miró a su amo. El viejo seguía en el umbral de la casa, blandiendo el bastón y sujetando la vela. Más angustiado.
—¡Trajano! ¿Qué haces? Entra en casa ya; no hagas que me enfade contigo.
Trajano sacudió su cuerpo fornido. Resopló, casi humanamente, y se dirigió hacia la casa a trote de moloso. Meneando el rabo y las orejas gachas, saludó a su amo con su inconfundible bufido perruno.
—¿Qué demonios estabas haciendo, Trajano? Me has asustado. Seguro que corrías detrás de algún desdichado conejo.
El fiel Trajano miró al hombre mientras ambos atravesaban el umbral. El viejo poeta cerró tras de sí la puerta y echó el cerrojo. Miró a su perro y le acarició la cabezota; el perro le lamió la mano.
—Ven aquí, sinvergüenza. Vamos a ponerte de comer… Sabes, Trajano, por fin he encontrado los versos perfectos que cierran mi poema, y eso hace que me sienta feliz. Muy feliz. ¡Ay, mi fiel amigo, hoy ha sido uno de los días más inspirados que recuerdo en los últimos tiempos!
—¡Guauff! —celebró Trajano.

viernes, 4 de agosto de 2017

Sucedió en Afganistán

El avión tomó tierra, al fin. “Hace un calor de mil demonios”, pensaba el sargento primero Manuel Andújar Jiménez, especialista mecánico de automoción, nada más pisar la vieja pista de aterrizaje soviética, en la localidad afgana de Qala-i-Naw, donde se asienta la base española “Ruy González de Clavijo”. Manuel Andújar, sargento primero Andújar para todos, Manolo para los compañeros y amigos, nació en el municipio tinerfeño de El Sauzal, hace treinta y cuatro años; se casó con Ángeles, tres años más joven, también sauzalera, hace  cuatro; y ambos son padres de una preciosa niña de tres añitos, María.   “Me duelen los riñones y la cabeza”, seguía pensando Andújar; “… y vaya viajecito, once horas entre vuelos y esperas en aeropuertos… Se lo tengo que contar a Ángeles, para que se queje de las dos horas y media de vuelo de Tenerife a Madrid, aquel fin de semana que pasamos… ¡Ufff, qué fin de semana, ahora que recuerdo…! Tenemos que repetirlo cuando vuelva; e ir al teatro y a un musical…”.
—¡Manolo, despierta, que estás en las nubes! —le decía su amigo, el brigada Francisco Ramos, Paco para él, especialista de electricidad de automoción.
—Soldado, ¿de qué unidad eres? —preguntó el sargento primero Andújar a uno de los centinelas.
Del Regimiento de Infantería Soria número 9, con base en Fuerteventura, mi sargento —respondió el soldado.
Atardecía esa jornada de 15 de mayo de 2012. Los treinta y cinco militares procedentes del Mando de Canarias  ya cruzaban la pista de aterrizaje camino de la base, a tan sólo cien metros del avión.
La Base de Apoyo Provincial (PSB, del Inglés Provincial Support Base) “Ruy González de Clavijo”, mandada por un coronel, está ubicada en el distrito de Qala-i-Naw, en la provincia de Badghis, y acoge al grueso de las tropas españolas y al Equipo de Reconstrucción Provincial (PRT, del Inglés Provincial Reconstruction Team) español, al que desde ese día pertenecía el sargento primero Andújar. 
Aquella noche, Andújar y todos los recién llegados durmieron de un tirón. A la mañana siguiente, cada cual se hizo cargo de su responsabilidad en su nuevo destino. El tiempo preciso de puesta al día, según el caso, y al tajo. En pocas fechas, cada cual estaba ya hecho a la nueva situación.
Los días se le hacían largos al sargento primero Andújar, a pesar de que en el taller de la base no faltaba trabajo; cada día pasaba un vehículo el imprescindible mantenimiento, cuando no había que reparar alguno averiado o accidentado. En la tarde, al término de la jornada, Andújar se reunía con los mandos más allegados en la cantina. Una partida de cartas o dominó, o una amena tertulia, o ambas cosas, y de vez en cuando un partido de futbolín, ayudaban a pasar los días lejos de la familia. Algunas tardes visitaba el gimnasio y ejercitaba los músculos media hora, más otra media de bicicleta o cinta, en función de qué aparato estuviese libre. Curiosamente, en proporción, muchas más eran las mujeres que los hombres, los visitantes asiduos del gimnasio. Un par de veces a la semana, Andújar, como todos, llamaba por teléfono vía satélite a su esposa o le enviaba el consabido e-mail, contestando al que ella le había remitido previamente. En el último, Ángeles le mandaba fotos de la niña, soplando las cuatro velas en su cumpleaños. “María pregunta mucho por ti, cariño”, le decía siempre, y siempre a Manolo le entraba esa congoja, ese desasosiego, esa nostalgia que crea la distancia abierta entre los seres amados; y para el sargento primero Andújar, lo más importante de su vida le aguardaba en Tenerife, muy lejos de Afganistán.
En cada salida de la base, al rescate de algún blindado español averiado, o de un vehículo de la policía afgana con problemas, Andújar observaba el desolador paisaje urbano que debían atravesar: por la calle de tierra, flanqueada de edificios de una o dos plantas, en estado ruinoso en su mayoría, los hombres, cubiertos  con turbante o con el peculiar gorro afgano, deambulaban de un lado para otro, en la atmósfera polvorienta; hombres de tez tostada, de mirada ruda, de gesto brusco tras la espesa barba en su mayoría. Un grupo de mujeres, embutidas en el burka, cruzaban la calle a paso ligero, entre un camión y otro; una de ellas tirando de un niño pequeño que volvía la vista hacia el convoy. “Ese niño tendrá la edad de María”, pensó Andújar. En las ventanas y puertas de algunas casas, colgados de ganchos, se exhibían, para su venta, piezas de vacas y cabras, entre moscas y polvo, y en el suelo las cabezas y patas de los animales. “Vaya panorama”, se dijeron con la mirada Andújar y Ramos. Esa asfixiante tarde de 18 de junio, Manolo escribió un e-mail a su mujer.
“…Esta mañana he vuelto a salir de la base. Esto sí es calor, y no lo que hace en Canarias. Estamos casi a cincuenta grados; dicen que en invierno se alcanzan los veinte bajo cero. Menudo contraste. No me acostumbro a ver a esas pobres mujeres cubiertas con el burka. Cuando se fueron del pueblo los talibanes, parece que se abrió algo la mano, pero al poco se ha vuelto a exigir a las mujeres que no salgan a la calle sin esa prenda espantosa. Algunas de las más jóvenes se atreven a cubrirse con otras prendas menos agobiantes. Aquí la vida de una mujer no vale nada. Y pensar que en occidente aún hay gente que habla de “respetar su cultura”. Pero qué cultura ni que leches. En la tele te impresiona menos, pero cuando las ves en vivo cubiertas con el burka, andando en grupos como fantasmas azules, es otra cosa.  
Aún no he visto a ningún talibán, contestando a tu pregunta, pero me ha dicho un teniente de Infantería, un tío muy salao con quien he hecho amistad, que se llama como tu padre, Rafael, Rafael Quevedo, que los ha visto a cientos, y que en más de una ocasión, durante las patrullas de reconocimiento que hacen cada día, han tenido que repeler a tiros más de un ataque de esos cabrones, y que lo que más le jode es que no les dejan, por orden del gobierno, perseguirlos y apresarlos, aunque les acaben de pillar colocando un artefacto explosivo improvisado, vaya, una mina, para que me entiendas, en el camino que transitan patrullando constantemente. Pero tú tranquila, amor mío, que eso pasa lejos de la base, en una zona que se llama el Paso de Sabzak, ya te digo, lejos de la base. Hoy he visto algo que, conociéndote, de verlo tú, no te hubiese dejado dormir en una semana o en dos. Era un anciano ciego; no tenía ojos, pero los párpados los tenía abiertos, parecía que te miraba sin ojos. Se me puso la piel de gallina. En fin, cariño, que ya llevo un mes aquí, y que el tiempo vuela y pronto estaré en casa, dándote la vara con mis manías, que no sabes las ganas que tengo de repetir la noche de despedida; ¡que polvete más bueno nos echamos! Dale un beso a María. Otro para ti. Te quiero mucho, vida mía.” Manolo.
—Manolo… —le llamó el brigada Ramos, justo enviando el correo.
—Joder, Paco, que susto me has dado, estaba tan concentrado en…
—Acaban de comunicarnos que se ha producido un atentado en Ludina, al norte de la base, un Lince pisó una mina —dijo Ramos, sin dejarle acabar la frase.
—¡Por Dios… Me cago en la leche que han mamao esos cabrones…! ¿Ha habido víctimas?
—Un teniente y una soldado, que iban delante, han perdido una pierna, otro soldado está herido grave, un cuarto soldado y un intérprete civil sólo tienen contusiones —aclaró el brigada.
—Un día podría pasarnos a cualquiera de nosotros… No quiero ni pensarlo…
—El teniente herido es compañero de promoción del teniente Quevedo, Agustín Gras Baeza, aun un chaval… Acabo de ver a Quevedo antes de encontrarte, y está el hombre muy jodido; parece que son buenos amigos —suspiró el brigada, cabizbajo.
El tiempo transcurría envolviendo en la rutina al sargento primero Andújar. A primera hora de cada mañana, los componentes de la ULOG, en formación, daban novedades al teniente coronel jefe de la unidad; luego del desayuno, cada cual se enfrascaba en las tareas pendientes y en las que llegaban cada día, en cualquier momento. En ocasiones, Andújar observaba un rato cómo los soldados de la guardia de la entrada controlaban el acceso del personal civil de servicios auxiliares. Todos pasaban por el arco detector de metales. Eran hombres y mujeres afganos, y se preguntaba si todos eran amigos o entre ellos habría algún enemigo infiltrado; algún informador de los talibanes. El teniente Quevedo ya le había dicho, días atrás, que el Servicio de Inteligencia había detectado extraños comportamientos de un mecánico afgano, y que, para evitar males mayores, fue despedido pocos días antes de que llegara el contingente canario. Andújar recordó los seis meses que pasó en la base española en Bosnia. Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurriría adentrarse de paseo por las callejuelas de Qala-i-Naw, en Mostar Aeropuerto, lugar donde se asentaba la base española, los militares españoles eran saludados y agasajados por sus habitantes, agradecidos por la labor de reconstrucción de tantos servicios destruidos durante aquella terrible guerra. De la base de Qala-i-Naw o de cualquier otra base afgana, sólo se salía de patrulla de reconocimiento o para auxiliar a vehículos averiados o accidentados, con heridos o sin ellos, y siempre cumpliendo escrupulosamente el protocolo de seguridad establecido.
Era el mediodía del domingo 26 de junio, cuando se dio la voz de alarma. Un explosivo improvisado había estallado al paso de una patrulla de reconocimiento rutinario por la ruta Lithium, al norte de la base; el vehículo afectado fue el Lince que encabezaba el convoy formado por tres blindados Lince LMV y cuatro RG-31. Se confirmó la muerte del sargento Manuel Argudín Perrino y la soldado Niyieth Pineda Marín; un cabo y dos soldados resultaron heridos.
Aquella noche, Andújar no pegó ojo; apenas lo hizo el brigada Ramos, su compañero de dormitorio.
—No dejo de pensar en el sargento Argudín… Tenía mi edad, estaba casado… y deja viuda y dos huérfanos  —susurraba Andújar.
—Pobre mujer, cuando le den la noticia —dijo Ramos.
—Y dice el gobierno que aquí no estamos en guerra, ¿entonces qué puñeta es esto? Y a cualquiera de nosotros nos puede tocar… en cualquier salida que hagamos… a cualquiera de nosotros…
—Así es, Manolo. Mejor duerme un poco.
—Parece que la carga del explosivo era muy superior al que reventó otro Lince hace… ocho días… Sólo de pensar que pudiera faltarle a mi hija, ahora… sólo tiene cuatro añitos, Paco… Joder, pobre sargento… Y pobre soldado, una chica joven… Y luego dicen que aquí no estamos en guerra… Joder, Paco, cuantas ganas tengo de estar con Ángeles y la niña… Joder, cuantas ganas…
—Duerme, Manolo; duerme, que mañana será un día jodido.
En la base, la bandera de España ondeó a media asta durante tres días.
Amanecía el 20 de julio, uno de esos días en que las piedras gritaban, achicharradas por el sol afgano. El convoy formado por dos Lince LMV y cuatro RG-31 salían de la base  “Ruy González de Clavijo”. Un todoterreno de la policía afgana se había averiado a sólo diez kilómetros al sur de la base española. El teniente Quevedo, en el vehículo de vanguardia, un blindado RG-31, mandaba la expedición; tras él, el cabo primero Zamorano y los soldados Navarro, Sáenz y García, de la ULOG, a las órdenes del sargento primero Andújar, viajaban en un Lince LMV; detrás los demás vehículos.

       (Foto exclusiva del instante después de que una mina estallase bajo el vehículo del Ejército español, en Qala-i-Naw, Afganistán)

“Será coser y cantar. Seguro que es una tontería; esos coches de la policía afgana deben tener peor mantenimiento que los bugas de algunos pibes de mi barrio”, decía el cabo primero, chicharrero, un muchacho que siempre andaba bromeando. El sargento primero Andújar no quitaba la vista del blindado de delante. Se había ajustado bien el chaleco y el casco de kevlar, capaces de resistir, a cierta distancia, el impacto del disparo de un AK-47, el famoso Kalashnikova ruso, fusil empleado por los talibanes. Pensaba en qué avería dichosa se iba a encontrar en aquel todoterreno de la policía afgana; en cuánto tardarían en repararlo o en sí tendrían que remolcarlo hasta la base.
—Se está bien dentro de estos blindados; el aire acondicionado funciona que da gusto… afuera, a pleno sol, con tanto pertrecho nos vamos  asar —dijo, el sargento primero, a los hombres a su cargo, en tono de broma.
—Una cervecita helada nos tendríamos que haber traído, mi sargento —bromeó a su vez el cabo primero.
“Una cañita fría me tomaba yo ahora con Ángeles y mi niña, en una terracita, a la sombra, allá en mi pueblo… ya queda menos”, pensó Andújar, que sonreía recordando a su esposa y a su hija.
Entonces todos sucedió en menos de un suspiro: El estruendo fue brutal, sobrecogedor; el calor subió como un rayo mortífero de los pies a la cabeza; los tímpanos zumbaron como si un ariete por cada lado hubiese golpeado justo en cada oreja, penetrando hasta el oído interno; el Lince botó como si un resorte gigante lo hubiese impulsado hacia el cielo, como si el blindado de seis toneladas y media de acero fuese un coche de feria de hojalata. Por la mente del sargento primero Andújar, en un segundo, volaron las imágenes de toda su vida. La muerte de su padre; su boda con Ángeles; el nacimiento de María. Andújar fue recuperando la conciencia, que en parte había perdido. Se tocó las piernas; se palpó el pecho y la cabeza; uno y otro brazo. Estaba entero. Sólo sangraba por la boca; poca cosa. Por los conductos del aire entraba humo negro; por fortuna, la puerta del conductor había salido volando y entraba aire de fuera, que le pareció fresco, comparado con el que dentro se respiraba. Luego gritó:
—¡Zamorano, Navarro, Sáenz, García!, ¿están bien? ¡Me cago en la puta! ¿Están bien, joder? —se desesperaba angustiado, mirando tras de sí y a su lado, zarandeando a García, que conducía el vehículo.
—iYo estoy bien, mi sargento! —gritó García, que fue secundado por Sáenz y por Navarro.
—¡Hijos de puuutaaa! —gritó Zamorano.
—¿Estás herido, Zamorano? —le preguntó Andújar, a voces, casi sordo, con los oídos zumbándoles.
—Sí, mi sargento, estoy bien, salvo que me duelen los guevos, ¡coño!… Y qué susto, mi sargento… ¡Joder, qué susto que tengo en el cuerpo!
De súbito se oyeron las ráfagas del inconfundible AK-47. Desde la ladera que bordeaba el camino, a la derecha del convoy, tras grandes rocas, los talibanes disparaban. La respuesta de los infantes del Regimiento de Soria nº 9 fue inmediata. Las ametralladoras de 12’70mm de los blindados hicieron fuego sobre el enemigo. Durante cinco minutos el fuego cruzado fue tremendamente recio. De pronto cesó. El grueso de los talibanes huyó por una vía de escape; detrás dejaron siete muertos. No hubo bajas españolas.
Esa noche, en la base, todos celebraron que nadie resultara herido. Andújar se fundió en un abrazo con los cuatro hombres que iban con él en el vehículo cuyo blindaje les salvó la vida. “Por unos centímetros, el RG-31 que encabezaba el convoy no debió pisar el explosivo improvisado talibán”, explicaba el teniente Quevedo.  “Quiso Dios que la carga del explosivo no fuera tanta como en los últimos dos atentados”, decía Andújar al teniente, mientras éste le abrazaba efusivamente. “La madre que me parió, Manolo”, voceó el brigada Ramos, abrazando también a su amigo. A los abrazos y felicitaciones, se unieron los guardias civiles de la dotación que formaba cada día a los policías afganos. El reconocimiento médico confirmó que los cinco afectados por la explosión estaban bien, y que el zumbido de los oídos se iría en unas horas. “Sus hombres y usted, sargento, tienen un Ángel de la Guarda más grande que el de la escultura de la Avenida de Anaga, en Santa Cruz, y no sabe cuánto me alegro”, le había dicho el médico que reconoció a Andújar, un joven capitán grancanario. El coronel jefe de la base y el teniente coronel jefe de la ULOG departieron largo y tendido con los supervivientes de lo que pudo haber sido una tragedia más de las sufridas por el Ejército español en Afganistán.
A las 23’45h en Qala-i-Naw, las 19’45 hora canaria, Manuel Andújar llamaba por teléfono vía satélite a su mujer.
—Ángeles, amor mío…, vida mía…, soy Manolo —decía, tratando de disimular la emoción.
—Ya sé que eres tú, cariño. Qué alegría, no esperaba hoy tu llamada… Pero, ¿estás bien, Manolo? Te noto la voz…
—Muy bien, muy bien, cariño… Es que tenía muchas ganas de hablar contigo.
—Y yo contigo, cariño. Pero, dime la verdad, Manolo, algo te pasa, mira que te conozco…
—¿Es que no puedo llamarte cuando te echo de menos…? —Andújar había decidido no hablar a su esposa del atentado; el conocerlo no haría más que angustiarla sobremanera hasta su vuelta, innecesariamente—. Y la niña, ¿cómo está mi niña?; ¿Cómo está María?
—Bien, muy bien; siempre preguntando por ti… Espera, Manolo… Sí, es papi… Te la pongo, cariño, que no me deja, que quiere hablar contigo…
—Paaapiii…
—María, mi niña bonita —decía Manolo, casi sin poder hablar, embargado por la emoción.
María, como siempre, le contó a su padre esas cosas de niños que, aunque no se entiendan del todo, a un padre siempre gusta escuchar. Manolo seguía haciendo un esfuerzo sobrehumano para disimular su emoción.
—Ya está, ya está, María, ya le has dicho adiós a papá veinte veces… Ahora deja que hable yo con él… Cariño, ¿estás ahí? —preguntó Ángeles, sentando a la niña en su regazo.
—Sí, sí, te escucho, mi vida…
—Tengo que darte una noticia…
—Espero que sea buena… Dime, dime.
—María va a tener un hermanito… o hermanita, que aún no lo sé.
—¿Qué? ¿Cómo dices, Ángeles? —decía Manolo, a quien los oídos aún le molestaban.
—Que vas a ser padre otra vez… ¡Que estoy embarazada! —afirmó Ángeles, elevando la voz.
—¿Qué estás… embarazada? —musitó Manolo, ya sin poder reprimir la emoción, ante tan buena nueva inesperada, al término de aquel día, en el que sin duda había vuelto a nacer.
—Cariño… ¿estás llorando?
—Es… la alegría de la… noticia, mi amor; ¡vaya sorpresa!
—La noche de tu despedida, Manolo; aquella noche… Pero no llores, cariño, que me vas a hacer llorar a mí…
Al día siguiente amaneció como otra jornada más en Qala-i-Naw, y los hombres de la base “Ruy González de Clavijo”, militares españoles, hombres y mujeres, padres, esposos, hijos, se ocuparon, un día más, de la formación de los hombres del ejército y policía afgana, hombres que guardarían el orden cuando las fuerzas internacionales abandonaran aquellas inhóspitas tierras.
El veintidós de diciembre, en el Hospital Universitario Nuestra Señora de la Candelaria, Ángeles, aferrada a la mano de su esposo, daba a luz a un precioso niño que pesó tres kilos setecientos cincuenta gramos; se llamaría Manuel, como su padre.