martes, 8 de agosto de 2017

El día más inspirado


Sobre la triste mesa de gruesos y viejos tablones de pino, descansaban, abandonados de las musas, una docena de cuartillas de rústico papel. La pluma ahogaba su aguda punta en el tintero, inactiva, triste aquella tarde.
La ventana daba al monte, verde y fresco, del norte tinerfeño. Sobre la abrupta montaña las nubes plomizas cubrían el cielo; el invierno se anunciaba aquella tarde fría. Comenzó a llover, de súbito. El poeta alzó la vista y observó el vidrio golpeado por las gotas de agua, violentamente. El viento enfureció a la lluvia y la ventana se convirtió en un tambor enloquecido.
—Al menos se ha roto la monotonía de la tarde —murmuró el poeta mirando a Trajano, su fiel amigo, un fornido perro de presa.
No era Trajano un perro muy alto,  pero era fuerte como un toro, de pecho ancho y cuello y cabeza formidables; su pelaje atigrado oscuro y su mirada seria le configuraban un aspecto temible cuando enseñaba los dientes. Temido por los congéneres del lugar, sólo se enfadaba si algún osado infeliz le gruñía con intención de intimidarlo. Los chiquillos del pueblo jugaban con él; le tiraban de las orejas y del rabo sin que Trajano mostrara el más mínimo enojo. Sorprendentemente, sus modales perrunos se volvían delicados cuando algún niño pequeño le pasaba su manita por el húmedo hocico. El tacto de la piel inocente y suave parecía adormecerlo.
Las gruesas paredes de la casa terrera resguardaban el frescor de su interior en verano. Sin embargo, en invierno, ese frescor agradable y deseado se tornaba en gélido ambiente, húmedo enemigo de los huesos viejos. Era entonces, como esa tarde, cuando la estufa de hierro administraba el calor del fuego. Las llamas envolvían la leña chispeante formando figuras de otros mundos que hipnotizaban a José Domingo. El poeta buscaba alguna inspiración en el fuego, que danzaba cual bailarina intangible, hermosa, pero mortal para el hombre que osara besarla. Entonces un rayo iluminó el  exterior y, al instante, bramó el trueno lejano. Trajano alzó la cabeza y gruñó. El cielo se cerró aún más. Los montes de Buenavista del Norte se ahogaron bajo el manto negro de la niebla y la tupida cortina de agua que enfangaba los caminos paría cascadas que volaban desde las altas cumbres.
José Domingo trató de ver más allá de los vidrios de la ventana, pero se habían empañado y convertido en traslúcidos. Con la manga de la rebeca limpió la superficie humedecida. Al anciano le pareció ver una figura humana moverse a pocos metros de su casa, Trajano levantó las orejas y la mirada y ladró con potencia. José Domingo volvió la mirada hacia su perro y luego, otra vez, hacia el exterior. Aquella silueta furtiva  desapareció tras la cortina de agua y la niebla; quizá sólo se trató de un extraño efecto óptico, pensó el anciano. La lluvia seguía estrellándose con furia contra el vidrio, que resistía a pesar de sus años de servicio encajonado entre tablillas claveteadas. El sol, todavía temprano, había desaparecido tras el muro denso que flotaba en las alturas. José Domingo encendió las dos velas que reposaban sobre el escritorio; luego alimentó el fuego con el madero más grueso del montón que aguardaban su martirio a los pies de la estufa, en silencio, resignados a su terrible destino. Imitando al trueno reciente, crujió, quejoso, un ascua: su último aliento.
—¡Vaya aguacero y qué frío hace, Trajano! —musitó José Domingo, de nuevo, como su fiel amigo pudiera entenderle.
Quizá le entendía.
Al poeta le gustaba vivir en aquella casa terrera, a día y medio en carro de caballos de San Cristóbal de La Laguna y algo más de Santa Cruz de Santiago, la capital de la Isla. Buenavista del Norte le recordaba a José Domingo su amada Cuba, la añorada tierra antillana donde vivió más de la mitad de su vida. Allí dejó amores de juventud; amistades intensas y sinceras; paisajes embrujados inundados de bruma incierta en sus profundas tierras, bañados por el sol de América y la palabra hispana. Cuba estaba aferrada a la memoria del viejo poeta.
El siglo XX había nacido apenas hacía un lustro y, por entonces, España había perdido sus últimas tierras en ultramar, más allá de los mares que bañaban sus orillas europeas.
El anciano, melancólico, se recostó sobre el viejo sillón que le acogía cada tarde, cuando terminaba de escribir algún poema, ardiese o no más tarde en el fuego de la estufa. Antaño, en Cuba, había sido un poeta reconocido, y sus versos se habían publicado en una docena de libros. Entonces adquirió una posición social estimable y había logrado una desahogada economía, cuyos ahorros aún le daban de comer. Esa tarde no habían fluido versos ni de su mente ni de su corazón. El recuerdo de las noches de cánticos y bailes embriagadores en Santiago; la imagen del joven rostro de Caridad, la muchacha más hermosa que jamás había visto, a la que había conocido en Pinar del Río, junto a la cascada de agua helada y clara; su sonrisa inolvidable en los labios sensuales y sinceros. Al viejo poeta le atormentaba esa tarde la lejanía de aquellos recuerdos y, especialmente, le entristecía sobremanera la certeza de no volver a la isla caribeña.
Sin darse cuanta llegó la noche. El chaparrón amainó. Las nubes se dispersaron para que la luz blanca de la Luna se esparciera por el valle, vencido por el silencio, a los pies de las montañas de roca y tierra, cubiertas por verticales alfombras de vegetación.
El viejo cerró los ojos y su ronquido flotó en la atmósfera de la salita. Trajano volvió a alzar su poderosa cabeza y observó a su amo dormir plácidamente. Resopló y volvió a descansar su cabezota sobre sus manos cruzadas, a los pies del anciano. Trajano estaba siempre alerta, incluso cuando dormía parecía mantener los oídos despiertos. El más mínimo ruido en las cercanías de aquella casa alejada del pueblo, a poco del camino que llevaba hasta la capital, encendía sus instintos naturales de guarda. A más de un extraño ahuyentó con su imponente presencia y su ladrido grave y profundo. Esa noche, los resoplidos del perro formaron coro con los ronquidos de su amo.  




El sol de la mañana anunció el nuevo día sin que José Domingo hubiese cambiado de postura sobre el mullido sillón, su preferido, por único. El fuego de la estufa de hierro había muerto, aunque su espíritu sobrevivía en las ascuas; las llamas de las velas aún temblaban sobre un montículo deforme de cera amarillenta. Esa noche había soñado el poeta. No recordaba con exactitud el argumento de su sueño, pero sí que había sido muy agradable y placentero. Había logrado dormir como hacía mucho tiempo que no conseguía hacerlo. De hecho, si no hubiese sido por las enormes ganas de orinar que le despertaron, ni la luz de la mañana que atravesaba la ventana le hubiese arrebatado de los brazos de Morfeo.
José Domingo se desperezó y con alguna dificultad se puso en pie. Observó el viejo sillón que parecía haberle acunado esa noche, como una mano gigante y mágica, y se encogió de hombros.
—Amigo Trajano, he dormido como un niño —musitó el anciano mirando a su amigo can.
Trajano lo miró, a su vez, y emitió un largo bostezo que contagió a su amo. El poeta recordó que cumplía ese día setenta y ocho años.
—Hoy vamos a desayunar al pueblo, a casa Conchita —dijo sonriente, como siempre, como si su fiel compañero de soledades compartidas comprendiese sus palabras.
Luego de lavarse la cara con agua fría y resoplar como un percherón, José Domingo se descalzó las zapatillas y se calzó las botas de paseo; sobre la rebeca de punto se vistió un abrigo largo, se abrigó el cuello con una vieja bufanda de grueso punto de la lana,  y se cubrió con la boina la despejada testa. Por último, después de consultar un magnífico reloj de bolsillo —obsequio de una adinerada admiradora de otros tiempos— , cogió su bastón, un cartapacio con cuartillas y un lapicero que se introdujo en el bolsillo interior del abrigo, junto a sus redondos anteojos para ver de cerca. Trajano meneaba el rabo, conocedor del protocolo que siempre antecedía a un paseo, ya fuese por los alrededores de la casa o hasta el pueblo.
El camino hasta Buenavista se le hizo corto al viejo poeta. En la plaza principal, frente a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, se hallaba la posada de Conchita, oronda mujer de mejillas sonrosadas y sonrisa perpetua.
—Buenos días, don José —saludó la mujer.
—Buenos días, Conchita.
—Que buena cara trae esta mañana y que temprano por aquí—observó ella.
Él sonrió a la posadera y se sentó donde siempre, a la mesa junto a la puerta de la venta, desde la que contemplaba la plaza y a los chiquillos del pueblo jugar. Trajano se echó a los pies de su amo, como también hacía siempre.
—Esta noche he dormido como un bebé —dijo José Domingo—. Y he descansado como hacía tanto tiempo… que ya ni lo recuerdo… Hoy es mi cumpleaños, ¿sabes? —dejó caer, risueño.
—Pues muchas felicidades, don José. ¿Va a tomar café?
—Con leche, conchita.
—Y ¿cuántos cumple? —gritó la posadera desde la trastienda.
—Setenta y ocho.
—Un niño. Todavía es usted un niño —volvió a gritar Conchita, bromeando desde la cocina.
José Domingo sacó del cartapacio unas cuartillas, que posó sobre la mesa, y el lapicero que colocó en su oreja derecha. Observó la plaza aún desierta y a los gorriones revolotear y posarse sobre las ramas de los laureles de india que habitaban aquel lugar. Entonces, sin proponérselo, el viejo poeta recordó el sueño que tuvo esa noche.
—Don José —dijo Conchita, interrumpiendo sus pensamientos—. Ayer hice rosquillas rellenas de batata, así que hoy le invito por su cumpleaños. ¡Ale!
—Gracias, Conchita. ¡Qué buena eres!
La posadera sirvió el café con leche a don José y un plato con dos roscos rellenos de batata y cubiertos de azúcar. En ese instante entró un hombre en la venta. Casi rozó con los pies el hocico de Trajano, que lo olfateó estirando el grueso cuello.
—Buen día —saludó el recién llegado que se sentó a una mesa al fondo de la venta, dando la espalada a la pared y de cara a la puerta.
Conchita enseguida cayó en la cuenta de que aquel hombre era forastero. Se trataba de un sujeto de unos cuarenta años, de mediana estatura y de espalda ancha; sobre los pómulos salientes sus ojos oscuros y pequeños se juntaban bajo finas cejas y la frente amplia, surcada de lado a lado.
—Café solo y un ron —se limitó a decir a la posadera, con acento portugués.
Al rato entraron en la posada algunos clientes habituales. Café y trago de aguardiente que animara el día. Hombres rústicos de mirada franca y huidiza a la vez, y manos encallecidas. Todos saludaban al entrar y despejaban la cabeza de la boina o del sombrero de ala ancha. El forastero, desde su rincón, observaba a los que entraban y salían, entre sorbo y sorbo de ron. José Domingo escribía un poema mientras indagaba en la mirada de los lugareños que le saludaban al pasar junto a la puerta de la posada. Trajano bostezó de aburrimiento y cambió de postura. Ahora se recostó de lado con las patas estiradas y la cabezota reposada sobre los pies de su amo.
Al cabo de un largo rato, José Domingo consultó la hora que marcaba su magnífico reloj de oro, que sujetaba a su bolsillo con una gruesa cadena del mismo preciado metal. El forastero clavó los ojos en el valioso objeto que el anciano sujetaba con la diestra; después examinó a su dueño de arriba abajo. Al poco, pagó y se fue.  


Al medio día, ya la plaza bañada de sol, José Domingo exclamó de pronto:
—Conchita, ¡hoy me siento inspirado!
—¡Qué bien! ¿Ha escrito usted un poema, don José?
—Casi lo he terminado; me falta poco. Estoy buscando un final especial.
—¡Qué bien! Mi poeta preferido.
—Si no conoces a ningún otro.
—Bueno, daría igual porque seguiría siendo usted mi poeta favorito.
El viejo sonrió.


Ya eran más de las dos de la tarde. José Domingo sólo se había levantado un par de veces para vaciar la vejiga, y seguía enfrascado con el final de su poema. Conchita atendía a los clientes de la venta mientras canturreaba alguna coplilla sin fin. Trajano se puso en pie y estiró las patas a la vez que bostezaba abriendo del todo su boca de león. Se sacudió, miró a su amo y salió del local. Regó el grueso tronco del primer laurel  que se encontró a su paso y se perdió por una de las callejuelas que daban a la plaza.
—Se me resiste este final —se quejó el poeta, que miró de reojo al perro, acostumbrado a sus paseos de ida y vuelta.
Conchita reposó sobre la mesa de José Domingo un plato de cocido de garbanzos, papas y verduras con chorizo; sus aromas  embriagaron las fosas nasales del anciano.
—Ahora coma usted, y después siga con la poesía, don José —ordenó la posadera que sirvió un vasito de vino tinto a su más amigo que cliente.
—¿Sabes qué soñé anoche, Conchita? —dijo de súbito José Domingo.
—¿Y cómo quiere que lo sepa, don José?
—Anoche soñé que me caía al mar y me hundía hasta el fondo…
—¡Qué horror, don José! ¿No me dijo que había pasado una buena noche?
—Calla, calla… Me hundí hasta tocar el fondo con los pies. Me estaba asfixiando, y me entró una ansiedad enorme…
—¡Ay, qué angustia! —exclamó la posadera—. ¿Y a eso llama usted pasar una buena noche?
—Calla, mujer… Entonces pensé que, como era un sueño, podría respirar bajo el agua. Y me puse a respirar. El agua entraba en mis pulmones como si se tratase de un aire limpio y fresco, y podía respirar y caminar por el fondo del mar mejor que por la tierra, porque no pesaba nada y podía dar saltos como un niño, sin que me costase ningún esfuerzo. Me sentí muy feliz... Y esta mañana me he levantado muy optimista y creo que la vida es muy bella y que hay que vivir tratando de ver las cosas buenas de las que podemos disfrutar y no pensar en las cosas que no tenemos y quisiéramos tener, o están lejos, como mi amada  Cuba.
—¡Ay, don José, además de poeta, es usted un sabio!
—No digas tonterías, Conchita. ¡Qué voy yo a ser un sabio! Sólo soy un viejo poeta que busca la manera de ser lo más feliz posible durante los años que me queden de vida.
—Ande, ande… ¡Coma y calle, don José! ¡Coma y calle!


Trajano asomó su cabezota y vio a su amo en el mismo lugar que ocupaba antes de salir de excursión por el pueblo. El fornido y bonachón emitió un ladrido amortiguado para llamar la atención del viejo. José Domingo levantó la cara y se percató de la presencia de su fiel amigo.
—¡Ah, bribón, ya has vuelto de tus correrías! Ven a mi lado, bandido.
José Domingo acarició la cabeza y el lomo del perro que reposó la quijada sobre las piernas de su amo.
—¿Dónde estabas, Trajano? —saludó al can, la posadera—. Por cierto, don José, ¿qué significa Trajano? Aquí a los perros se les llama Casinegro, Estrella, Glotón…
—Trajano, Marco Ulpio Trajano, fue un gran general romano, Conchita; después fue emperador, el primer emperador hispano que tuvo Roma, y uno de los más gloriosos —informó el viejo poeta a la posadera.
—Ve, don José, como es usted un sabio.


Anochecía. Trajano había vuelto a desaparecer entre las callejuelas del pueblo sin que su amo se percatara de ello. José Domingo, sin levantar la vista de la cuartilla, exclamó:
—Se me resiste este final, Conchita. No encuentro los dos últimos versos con los que concluir este poema. ¡Ya me duelen los riñones! Me voy a casa, Conchita. Si aparece Trajano por aquí, le dices que me fui a casa, por favor.
—Claro, don José. ¡Y vaya con cuidado por esos caminos!
José Domingo guardó las cuartillas en su cartapacio, el lapicero, ya casi sin punta, en el bolsillo del abrigo; por último consultó su reloj. Marcaba las ocho y media. Había anochecido sin que se hubiese dado cuenta.


Trajano olfateó la entrada del pequeño jardín de la casa. Linda, la perrita con la que jugaba muchas tardes, no aparecía tras la verja. Su ama, una anciana encantadora que siempre le daba de beber y alguna chuchería, tampoco salía a abrirle la cancela. Entonces, Trajano empujó con la cabeza la puerta y ésta se abrió a su paso; no estaba cerrada del todo, sólo encajada en el marco. El animal entró en la casa; la puerta estaba entreabierta. Los olores de la anciana y de la perra se mezclaban con otro olor humano no del todo desconocido para el perro. Siguió los rastros de Linda y los de su ama hasta que las encontró a ambas, una junto a la otra, tendidas en el suelo. Trajano trató de llamar la atención de la perrita empujándola con el hocico, pero Linda no se movía. Hizo lo mismo con la mujer, pero tampoco reaccionó. Entonces, el perro lamió el cuello de la anciana que mostraba un profundo corte de lado a lado. El suelo, bajo los dos cuerpos, estaba encharcado de un líquido espeso y dulzón, que no era la primera vez que Trajano olía y probaba. El dogo canario entendió que ni Linda ni la amable y cariñosa anciana volverían a recibirle en aquella casa. Olfateó las habitaciones por donde transcurría la pista invisible que se había dibujado con olor humano; alguien que había estado en la casa esa misma tarde. Trajano sacudió la cabezota y corrió en busca de su amo.


El viejo poeta, de vuelta a casa por el camino de tierra, aún húmeda por las lluvias y embarrado en algunos tramos, meditaba sobre el final de su poema. El cielo casi despejado permitía que la Luna ofreciera la luz necesaria para que José Domingo se orientara sin dificultad. Por un rato meditó sobre los versos finales para el poema que en ese día inspirado, a última hora, parecía resistírsele. Después de unos minutos, refunfuñando para sí por su frustrada inspiración de última hora, buscó otra distracción que le mantuviera ocupado durante el regreso a casa. Con la Luna a su espalada, observó su sombra tenue proyectada en el suelo. Entonces se entretuvo estudiando la manera de balancear el bastón al andar, de la forma que más elegante le parecía. 
Pero no sólo era el poeta quién estudiaba sus movimientos elegantes. A veinte metros, sigilosamente, alguien le vigilaba siguiendo sus pasos, tratando de no ser descubierto por el anciano. Se trataba del forastero con acento portugués que estuvo en la posada de Conchita esa mañana; el hombre que observó con ojos escrutadores el reloj del anciano. Aquel sujeto, oculto tras la esquina de una callejuela, había esperado a que el viejo saliera de la posada. Con la habilidad que le proporcionaba su dilatada experiencia, había averiguado que su próxima víctima vivía solo, en una casa apartada en las afueras del pueblo. Ese camino solitario en la noche era un lugar ideal para arrebatar al  viejo indefenso aquel reloj que suponía de gran valor. Sin embargo, la avaricia del hombre y el  espléndido botín adquirido en la casa de la anciana que degolló en el pueblo, le indujeron a no precipitar su acción y a seguir a su presa hasta la casa, donde, además del reloj de oro, pensó que podría hallar dinero y algún otro objeto valioso. Matar al viejo sería fácil; ya eran muchos ancianos los que había pasado a cuchillo desde que descubrió lo sencillo que resultaba robar a solitarios e indefensos hombres y mujeres de avanzada edad. Su visita por el norte de la isla prometía unas sustanciosas ganancias. Esa noche, con el botín en los bolsillos, alcanzaría el pueblo de Garachico, de allí, al amanecer, partiría en diligencia hasta el puerto de Santa Cruz de Santiago, de donde zarparía el mercante en el que estaba enrolado, hasta otro puerto, en busca de nuevas víctimas.


Trajano asomó el hocico por de la posada. Emitió una especie de bufido perruno y entró en el local. Conchita observó al perro olfatear el lugar donde su amo había pasado casi todo el día, y luego cómo el animal olfateaba también el rincón y la silla donde estuvo sentado el forastero de ojos pequeños; nadie más había ocupado aquella mesa ese día, no muy bueno para el negocio. La buena mujer no se percató de que al perro se le había erizado el pelaje desde el cuello hasta el rabo.
—Trajano —dijo ella—. Tu amo se ha marchado a casa; si corres lo cojeras por el camino.
El perro ladró, como si hubiese comprendido las palabras de la sonriente posadera, y partió a la carrera en busca de su amo. El instinto poderoso del animal le había hecho comprender que el hombre que estuvo sentado en el rincón de la posada, el mismo que olfateó cuando le rozó el hocico con el pie al entrar en el local por la mañana, también estuvo en casa de la amable y cariñosa anciana y de la perrita compañera de juegos que encontró tendidas en el suelo, sin vida, sobre un charco de líquido espeso y dulzón. Trajano descubrió el inconfundible rastro de su amo en el camino, y también el rastro del hombre que hizo daño a Linda y a su ama, ambos en la misma dirección.


El criminal divisó la casa de su próxima víctima, casualmente la misma que examinó la tarde anterior, bajo una lluvia infernal, y que decidió abandonar al oír desde su interior el ladrido ronco de lo que parecía ser un perro de gran tamaño. Pero esa noche no estaba el perro; por algún motivo el destino favorecía su suerte, pensó el asesino. De súbito, la oscuridad absoluta cubrió el camino, justo cuando el anciano procedía a abrir la puerta de su casa. El malhechor alzó la vista hacía el cielo; tras de sí, un nubarrón negro y enorme parecía haber engullido a la Luna, y la negrura se había hecho con la atmósfera, como el mal se había apoderado de su alma, hacía ya mucho tiempo.



El forastero se paró un instante, tratando de que sus ojos se hiciesen a la oscuridad. Pero la ausencia de luz era prácticamente total, por lo que decidió avanzar despacio, evitando tropezar. Al fin y al cabo la casa estaba a tiro de piedra, así que avanzaría con cuidado hasta que el viejo encendiese alguna luz que atravesara la ventana y le guiara hasta el botín. Y así fue. La pequeña llama de una vela asomó tras el vidrio. Era suficiente. El asesino echó mano de un puñal que guardaba sujeto por el cinturón a la espalda. La hoja, de un palmo de acero, aún mantenía algún resto de sangre seca que ni siquiera se ocupó de limpiar. Aferró la empuñadura con fuerza y aceleró el paso. Pocos metros quedaban ya para hacerse con su próximo botín ensangrentado, cuando de pronto oyó tras de sí los pasos de lo que parecía un animal a la carrera y una especie de resoplido y gruñido ronco. No tuvo tiempo de volverse. Sintió un dolor enorme en su pierna izquierda, a la altura de los gruesos tendones que se hallan en la corva. Un monstruo de la noche había hecho presa en su pierna y se la estaba destrozando.
Trajano cerró su poderosa mandíbula sobre la carne de aquel sujeto que había hecho daño a sus seres queridos y, además, se había acercado demasiado a la casa de su amo cuando él no estaba para protegerle. Sacudió la cabeza instintivamente. El hombre, aterrado, trató de alcanzar al perro con el puñal, cuando perdió el equilibrio y calló de frente, estrellándose de cara contra el suelo. El tremendo golpe lo dejó aturdido. Había perdido el puñal. El perro seguía aferrado a su pierna y el dolor era cada vez más insoportable. Se oyó un chasquido espeluznante cuando los tendones se partieron y los músculos se rasgaron. El asesino, tornado víctima, emitió un grito desgarrador que atravesó la noche más negra de su vida. ¿De dónde había salido aquel diablo? 
La puerta de la casa se abrió. José Domingo asomó la cabeza con el bastón en la diestra y la vela en la otra.
—¡Trajano! ¿Eres tú? —indagó el anciano sin lograr ver nada más allá de cuatro metros.
Trajano dejó la presa y ladró, saludando a su amo.
—¿Qué pasa, Trajano? ¿Qué ha sido ese grito? —inquirió asustado el hombre mayor.
Trajano volvió a ladrar, grave y ronco, meneando el rabo y alzando las orejas.
El sujeto, herido gravemente, sacando fuerzas de flaqueza, trató de escapar dando saltos con su pierna sana, a ciegas, a riesgo de tropezar y caer de nuevo.
El dogo embistió otra vez y volvió a cerrar las mandíbulas ahora en la pierna sana, justo en el mismo sitio de la otra. El hombre cayó hacía adelante y se estrelló la cara contra una piedra enorme. Trajano siguió sacudiendo la cabeza, instintivamente, aferrado a su presa. El asesino dejó de moverse. Dejó de respirar. El perro soltó al criminal y olfateó el cuerpo inerte. Alzó la vista y miró a su amo. El viejo seguía en el umbral de la casa, blandiendo el bastón y sujetando la vela. Más angustiado.
—¡Trajano! ¿Qué haces? Entra en casa ya; no hagas que me enfade contigo.
Trajano sacudió su cuerpo fornido. Resopló, casi humanamente, y se dirigió hacia la casa a trote de moloso. Meneando el rabo y las orejas gachas, saludó a su amo con su inconfundible bufido perruno.
—¿Qué demonios estabas haciendo, Trajano? Me has asustado. Seguro que corrías detrás de algún desdichado conejo.
El fiel Trajano miró al hombre mientras ambos atravesaban el umbral. El viejo poeta cerró tras de sí la puerta y echó el cerrojo. Miró a su perro y le acarició la cabezota; el perro le lamió la mano.
—Ven aquí, sinvergüenza. Vamos a ponerte de comer… Sabes, Trajano, por fin he encontrado los versos perfectos que cierran mi poema, y eso hace que me sienta feliz. Muy feliz. ¡Ay, mi fiel amigo, hoy ha sido uno de los días más inspirados que recuerdo en los últimos tiempos!
—¡Guauff! —celebró Trajano.

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