El cabrerillo,
un
chiquillo
de catorce años, desde la cumbre que
abriga al sur la bahía de San Sebastián de La Gomera, divisó el barco que esa
mañana había fondeado a poco de la orilla. En un bote a remos, unos señores muy
bien vestidos desembarcaron y se dirigieron hacia la Casa Señorial, que junto
con la Iglesia de la Asunción y la Torre de los Peraza, era el edificio de más
porte del pueblo y de la isla. No pudo con la curiosidad y se acercó a la
carrera hasta la playa. A mediodía, con el lustroso sol de mediados de agosto
sobre sus cabezas, un grupo de lugareños se había congregado en la playa para
observar desde más cerca aquella nave de tres palos. ¿Quiénes serían aquellos
navegantes tan agasajados por las autoridades de la Isla, que hasta doña Beatriz
de Bobadilla y Ulloa, señora de La Gomera y El Hierro, les recibió y mandó a
atender sus necesidades?
El cabrerillo, tímido
como era, sólo puso el oído para enterarse de lo que buenamente pudiera. Una
grave avería en el timón —habían saltado los hierros— había llevado hasta la
isla la nave, gracias a la pericia de su capitán, que pudo reparar a duras
penas el fundamental aparejo para alcanzar aquella bendita tierra española
varada en la inmensa mar océana, en busca de reparación definitiva. Cada día
bajó a la playa el cabrerillo a ver de cerca la nave, una moderna carabela le
dijeron que era, lo último en navegación. Diez días llevaba en la rada, cuando
otra carabela igual arribaba a San Sebastián. Más hombres bien vestidos bajaron
a tierra. A uno de ellos le llamaban «almirante», y también fue recibido por
doña Beatriz. Varios días tardaron en conseguir los materiales con que reparar
debidamente el timón, más una vela nueva, cuadrada ésta, para el palo mayor de
la otra carabela, que la llevaba medio rota. Al fin, las dos carabelas
partieron de San Sebastián el 6 de septiembre del año de Nuestro Señor de 1492.
Más tarde supo el
cabrerillo que aquella carabela reparada en La Gomera se llamaba Pinta, y su capitán, un navegante de
gran reputación, Martín Alonso Pinzón; la otra, Niña, y el hombre a quien llamaban «almirante», Cristóbal Colón,
experimentado marino auspiciado por los mismísimos Reyes Católicos,
principalmente por la reina Isabel de Castilla, para abordar una gran empresa,
y que habían zarpado de Puerto de Palos de la Frontera, el 3 de agosto de ese
año. Y supo también que la Pinta y la Niña se dirigieron hacia el puerto de El
Real de Las Palmas, capital de la isla de Canaria, donde aguardaba la nao Santa María, la capitana de la flotilla,
donde reembarcó Colón, y que de inmediato la Pinta, la Niña y la Santa María se adentraron en el
Atlántico, y que el 12 de octubre de 1492 descubrieron lo que resultó ser un
Nuevo Mundo, la más grande aventura que hasta esa fecha había protagonizado el
hombre. Imagino que el cabrerillo no fue consciente de la transcendencia enorme
de lo que había presenciado.