De entre uno de los
pliegues del grueso tronco del drago centenario, al borde del camino, sujeta
sus raíces a la tierra apelmazada, crecía una bella flor. Sus pétalos lucían de
un vivísimo color entre el lila y el carmesí, según le diera la luz. Cada día
de esa primavera, un colibrí acudía a la llamada de la naturaleza, aquella que
le hacía la bonita flor a través de lo que parecía su propia luminiscencia,
cual luciérnaga vegetal. Apenas asomaba el sol en el cielo azul, o entre las
nubes se colaban unos pocos rayos, la flor se iluminaba. El diminuto colibrí,
de plumaje verde brillante con manchas azules en la cara, se plantaba frente a
la llamativa planta, agitando sus alas portentosamente, parado en el aire por
momentos, para luego moverse hacia adelante y hacia atrás, como si ofreciese a
su reina el espectáculo de su inigualable talento danzarín. Luego, cuando la
flor parecía concederle la gracia, el colibrí acercaba el fino pico en forma de
tubito y succionaba el rico néctar que ella le ofrecía. Una vez saciado el
pajarillo, revoloteaba en torno a la flor, a modo de agradecimiento y
despedida, para luego alejarse del lugar con el brío propio de su especie.
Así transcurrían los
días de primavera. La bella flor y el colibrí se encontraban cada mañana y el
ritual se repetía. Hasta que un día, estando el pajarillo succionando el
alimento del corazón de la flor, un gigante irrumpió en el escenario. Era una
vieja cabra de larga chiva, la más vieja del rebaño que pastaba cada jornada en
un cercano prado. La cabra descubrió la flor al reflejarse en sus pétalos la
luz de la mañana soleada. “¡Qué ricura, qué manjar!”, pensó la cabra, mirando a
la flor con sus ojos glotones. Entonces, ni corta ni perezosa, la vieja barbuda
apoyó las pezuñas sobre el tronco del gran drago y estiró el cuello todo lo que
daba de sí, sacando la lengua entre los labios temblorosos. “¡Qué rabia!”, se
lamentaba la cabra al comprobar que por una pezuña no alcanzaba la sabrosa
golosina. De ser más joven, de un ágil impulso hubiera llegado a ella. Pero los
años no perdonan y la vieja lo sabía. No obstante, ¿qué perdería por
intentarlo? Decidida, retrocedió sobre sus pasos y emprendió la corta
carrerilla, cuando de súbito se le interpuso un molesto moscardón, que zumbaba
revoloteando entorno a ella. “Pero… No es un moscardón”, se percató, cuando el
colibrí se le plantó delante, entre los ojos, desafiante, parado en el espacio,
como una minúscula luna verde. “¡Es un pequeñísimo pajarito!”, se dijo,
asombrada por tal descubrimiento.
El colibrí la miraba
impetuoso, valiente, retador, decidido a impedir que la cabra vieja se comiera a
la bella flor, que cada mañana le ofrecía el más rico y nutritivo néctar que
nunca antes había probado. Entre tanto, la cabra trató de emprender de nuevo la
carrerilla que le permitiera, de un impulso, llegar hasta lo que intuía un
manjar. Sin embargo, con el pajarillo entre los ojos, para delante y para
detrás, le era imposible fijar la vista en el deseado objetivo, para dirigir la
carrera y tomar la medida correcta del espacio a recorrer. Un buen rato
estuvieron el colibrí y la vieja cabra pugnando por la más bella flor de todo
el campo, sus prados y los bosques que lo circundaban. Y así cada mañana,
durante media primavera, cuando la cabra llegaba a los pies del gran drago, ya
estaba el corajudo colibrí, con las energías renovadas y la fuerza que el rico
néctar le proporcionaba, dispuesto a impedir que la vieja llegase a la flor.
Hasta que un día que la vieja barbuda, tan barbuda como sabia, llegó antes de
lo habitual al drago centenario, pudo observar cómo el colibrí danzaba frente a
la flor, para luego, con suma delicadeza, alimentarse de su néctar. Tan ensimismado estaba el colibrí, que
no se percató de la presencia de la cabra hasta que no hubo saciado su apetito.
Fue cuando ambos se miraron a los ojos, el pajarillo frente a la chiva, pero de
forma diferente a la de otras ocasiones. En ese instante comprendió la cabra
vieja y sabia cuán importante era aquella flor para al colibrí. Así que, dada
las circunstancias, consciente de que para aquel minúsculo ser volador la bella
flor era infinitamente más valiosa de lo que lo era para ella, decidió
abandonar la idea de comérsela cual hierbajo campestre, pues en su fuero
interno reconoció su intención no más que un capricho prescindible. Y eso mismo
leyó el colibrí en la mirada de la cabra. Ya eran tantas las veces que ambos
animales se habían mirado a los ojos, que sin darse cuenta habían aprendido a
comunicarse entre ellos, mejor incluso que con otros paisanos de su propia
especie.
Admirada la cabra de
la determinación del colibrí y éste de la generosa decisión de la vieja
barbuda, se despidieron con ese adiós que sólo saben decirse los animales entre
sí. “Quizá algún día volvamos a vernos”, pensó la cabra, casualmente lo mismo
que pensó el colibrí.
Pasaron los días y el
colibrí siguió visitando a la bella flor para alimentarse de su néctar,
mientras la cabra vieja se entretenía por otras veredas, comiendo hierba y
hojas de matorral. Una mañana, cuando el colibrí a punto estaba de despedirse
de la flor, un hombre joven se acercaba, canturreando, paseando por la vereda.
El vuelo del colibrí le llamó la atención. Al principio, como la cabra, creyó
que se trataba de un moscardón. Observándolo mejor, concluyó que se trataba de
un pajarillo muy chiquito. “¡Un colibrí!”, recordó que alguien le había dicho
que así se llamaban esas aves de tan reducido tamaño y de vuelo más cercano al
de una mosca que al de ninguna otra ave. “¡Ah, qué magnífico regalo para mi
amada!”, exclamó el joven enamorado, que en efecto iba camino de la casa de la
joven campesina con la que se hablaba, como decían los ancianos del lugar,
dándole vueltas al regalo que le haría ese día, en el que ella cumplía
diecisiete años. Y siguiendo el mozo el vuelo del colibrí, descubrió la bella
flor que crecía arraigada en la tierra acumulada en una rugosidad del drago al
borde al camino. “¡Oh, qué bellísima flor!”, exclamó de nuevo, asombrado de la
vistosidad de los colores de sus pétalos, que según la miraba se tornaban lila
o carmesí. “¡Esa flor es el regalo perfecto para mi amada!”, se decía el
imberbe enamorado. Entusiasmado con la idea de regalar a su amada la flor más
hermosa que jamás había visto, el muchacho alargó la mano dispuesto a
arrancarla del lugar donde habitaba. Apenas le faltaba un palmo para llegar
hasta ella, cuando el valiente colibrí, cual halcón peregrino, atravesó la
atmósfera justo frete a sus ojos. El muchacho, de un respingo, dio un paso
atrás, y el colibrí volvió a cargar contra el invasor. “Dichoso pajarraco”,
decía el mozo, cada vez más encorajinado por los vuelos que la rápida y ágil
avecilla hacía rozando sus ojos, tratando de impedir que culminara su
pretensión. A manotazos, logró al fin espantar al valiente colibrí, que agotado
de tanto esfuerzo no pudo más que posarse junto a la flor, sujeta sus patitas a
una corteza saliente del grueso tronco.
“Mira por dónde voy a
matar dos pájaros de un tiro”, dijo el mozalbete, con ojos de bruja de cuento.
“¡Un colibrí y una preciosa flor llevaré a mi amor!”, clamaba entusiasmado,
estirando los brazos, casi tocando con una mano la flor y con la otra al
colibrí… Cuando de pronto sintió un tremendo testarazo en su trasero, tan
descomunal que le hizo caer contra el suelo, como lo haría un fardo de heno.
Aterrorizado, miró a su agresor, una cabra vieja con más chiva que ubres.
“¡Maldita cabra, mal rayo te parta!”, espetó a voces, levantándose a dura
penas, dolorido, cuando la cabra volvió a embestirle, esta vez con más ímpetu
aún. “¡Ah, cabra maldita!”, gritaba el mozalbete, aterrizando de bruces contra
la bosta de una vaca que hacía un rato por allí había pasado. Entonces, la
bella flor abrió sus pétalos más que nunca y el valiente colibrí, recuperado el
resuello, volvió a alimentarse del energético néctar, para de inmediato
reemprender el ataque contra el hombre malvado. Y en esas estaba, cuando el
mozo, que trataba de recomponerse, recibía de la vieja cabra un tercer topetazo
en pleno trasero, justo en ese huesecillo que el humano tiene tan delicado.
A trompicones,
arrastrando una pierna y una mano en el culo, se alejó el mozalbete del lugar,
dando alaridos de dolor, que se perdieron en la lejanía. Desde entonces, cada
día, la cabra vieja visitó el drago centenario, para vigilar que nadie
molestase al colibrí y mucho menos tratase de arrancar la más bella flor que
jamás se ha visto y jamás se verá.
Por cierto, nunca se
creyó la joven campesina la absurda escusa con las que su novio trató de
justificar el haberse presentado con la ropa sucia, apestando a estiércol y sin
regalo alguno, el día de su cumpleaños.