Como todos los lunes,
miércoles y viernes de cada semana, desde hacía muchos años, doña Hortensia
entró, a primera hora de la mañana de aquel luminoso lunes de primavera, al
supermercado del barrio que más cerca le quedaba de su casa. Octogenaria ya,
doña Hortensia era una mujer amable y cariñosa con sus vecinos, y respetada y querida a sus vez por todos ellos.
Mujer menuda, de andares todo lo elegantes que sus cansados huesos y
articulaciones le permitían, ofrecía una mirada viva y una perpetua sonrisa. Decían que de joven había
sido muy bella, y cortejada por muchos hombres. Aunque ella sólo tuvo un amor: Luis
Joaquín, profesor de literatura y afanado poeta, del que enviudó hacía ya
catorce años.
—Buenos días, Manolo
—saludó la anciana al propietario del autoservicio que atendía la caja
registradora, mientras su esposa, Lola, se ocupaba del mostrador de frutas y
verduras, y el de quesos y embutidos, ambos contiguos y situados a la derecha
de la entrada al establecimiento.
—Buenos días, doña
Hortensia —contestó al saludo Manolo, un hombre grueso, más cercano a los
sesenta que a los cincuenta.
—Buenos días, doña
Hortensia —repitió Lola, alargando el cuello para dejarse ver por la anciana,
que en ese momento retiraba de la fila de una docena de carritos el primero de
ellos.
La anciana inició su
habitual recorrido por el local rectangular de unos doscientos metros
cuadrados, introduciendo en el carro los productos; generalmente poca cosa.
Siempre dejaba para el final el paso por la frutería, donde entablaba conversación
con Lola mientras ésta le atendía. Pero esa mañana, Manolo notó extraña a doña
Hortensia. Parecía nerviosa, inquieta. En dos ocasiones que la observó
dirigirse hacía la frutería, ella retrocedió sobre sus pasos, entreteniéndose
en el fondo del autoservicio sin motivo aparente, donde no alcanzaba la vista
de Manolo ni la de su esposa. El hombre se intranquilizó. El matrimonio cruzó
sus miradas. Él frunció el ceño y ella se encogió de hombros. No podía creer el
dueño del negocio que su clienta más antigua y querida estuviera ocultando algo
entre sus ropas. En aquel fondo alguien había estado robando tabletas de
chocolate últimamente, y no había logrado cazar al sinvergüenza. No podía ni
quería pensar que fuese doña Hortensia. ¿Y si así fuese? Sería incapaz de
desenmascarar a la anciana. Manolo se sintió fatal. No obstante se acercó
sigiloso hasta dónde se encontraba la vieja clienta. Escondido tras la esquina
de una estantería, distinguió la parte delantera del carrito; no se atrevió a
asomarse más. Entonces, de súbito, escuchó una larga y amortiguada pedorreta y,
a continuación, el aliviado suspiro de la anciana mujer.
De puntillas, Manolo,
aguantando la risa, y tan aliviado como su querida clienta, retrocedió hasta la caja registradora. Ya
desde allí hizo señas tranquilizadoras a su mujer, que lo miraba expectante. Vio
a doña Hortensia, sonriente, dirigirse a la frutería, y charlar con Lola, mientras ésta le despachaba la fruta, hortaliza y verdura habituales.
—Bueno… ¿Y que tal se
encuentra hoy, doña Hortensia? —inquirió Manolo, amable y cariñoso, con la
feliz sensación de haberse quitado de encima una carga tormentosa y
desagradable, mientras la anciana colocaba la compra en la cinta de la caja.
—Bien, mi niño, bien…
Bueno, un poquito molesta del estómago sí que estoy… pero, gracias a Dios, por
lo demás bien —afirmó doña Hortensia, esbozando su inigualable y casi perpetua
sonrisa.
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