Apoyando las manos
sobre la baranda del balcón esquinero de su casa, en la calle San José esquina
con San Francisco, el viejo y sabio general pasea la mirada por el castillo —en
cuyo alto mástil ondea orgullosa la enseña roja y gualda—, luego por el espigón
que se adentra en las aguas, para al fin contemplar la mar océano al atardecer,
ya asomándose la luna. Ahora, ya a tiro de cañón, en la bahía de Santa Cruz la
escuadra británica se observa vencida, apaciguada por la rotunda derrota
sufrida. Desde las almenas del castillo de San Cristóbal, dos centinelas, aún
recelosos, aguzan la vista sobre los buques fondeados. Aún se ven por la calle
algunos chicharreros apurando los últimos rayos de sol que aun afloran tras el
macizo de Anaga.
Aquella mañana, la
alegría de la victoria —luego de la tensa espera, de la cruel incertidumbre—
echó a la calle a todos los que aguardaban en sus casas el devenir de la
batalla. El teniente coronel Guinther, comandante interino del Batallón de
Infantería de Canarias, hizo tronar los tambores para congregar frente al
castillo de San Cristóbal a los defensores dispersos; y el capitán Creagh, con
gran alborozo, les comunicó la firma de la capitulación. Infantes, artilleros,
campesinos de milicia y civiles —que se habían unido a la lucha aquella
madrugada—, se abrazaban entre ellos y con familiares y amigos, vecinos,
compatriotas que daban vivas a España, al Rey y al mismísimo Gobernador y Capitán
General de las Canarias don Antonio Gutiérrez de Otero. Lo recordó en ese
instante el viejo general, esbozando una plácida sonrisa. Recordó cuando en la
explanada frente al castillo, a los pies del obelisco sobre el que se eleva al
cielo la imagen de la Virgen de Candelaria, las aguadoras —heroínas que la
mañana del 22 subieron a la altura de Paso Alto con agua y alimentos para los
defensores, que desde allí impedían el avance británico—, eran elogiadas por
soldados y milicianos, y por algunos oficiales del Batallón que se acercaron a
saludarlas, y recordó a las muchachas festejar con alborozo el reconocimiento. En
Santa Cruz, aquel 25 de julio del día de Nuestro Señor de 1797, celebración de
Santiago Santo, patrón de España y todas las Españas, alcanzada la gloriosa
Gesta, los tinerfeños vibraron celebrando la Victoria.
Pero el viejo
general, agotado de tanta tensión acumulada, también recuerda en este instante
la cifra de muertos españoles en combate, veinticuatro, de momento. Le han
contado la desgracia sufrida por el carpintero de Artillería de Milicias,
Vicente Talavera, alcanzado y muerto por el hierro incandescente de un cañón
que reventó en la torre de San Andrés, ya rendidos los ingleses. «Pobre hombre,
qué mala fortuna», se lamenta, afligido. Piensa en las bajas enemigas, entre
seiscientos y setecientos, le han informado. Sólo con el hundimiento del cúter
que pretendía desembarcar hombres, armas, munición y pertrechos para el asalto
al castillo Principal, al menos cien británicos se tragaron las aguas. Casi a
la vez —recuerda también—, al contralmirante de la flota enemiga, el tal Nelson,
gravemente herido en el desembarco; el brazo derecho dicen que perdió. «¿Cómo
pudo ocurrírsele al comandante de la expedición tomar semejante riesgo?», se
pregunta. Enorme varapalo para los suyos, sin duda. Piensa ahora en cuán
providencial resultó la recomendación del teniente jefe de la batería del
baluarte de Santo Domingo, que abrió la tronera donde se emplazó el cañón —El Tigre, legendario—que barrió la playa
de enemigos. «¿Cómo se llama el joven teniente…?», trata de recordar. «¡Grandi!»,
le trae al fin la memoria.
Aquella tarde, los
vencidos fueron reembarcados a sus buques. Los heridos eran atendidos en el
hospital de los Desamparados, cristianamente, para admiración y agradecimiento
de los ingleses. Así ha de ser, convencido está el viejo general. Mas buena
cuenta le ha sacado a Nelson —bien que lo sabe Gutiérrez, que como nadie conoce
al inglés—, quien se ha comprometido en su nombre y en el de su Armada a no
volver a atacar Santa Cruz ni algún otro puerto del atlántico archipiélago
español. Le entristece, sin embargo, que el alcalde Marrero se queje del buen
trato dado al enemigo derrotado, en vez de ofenderle,
como pretendía el corregidor. «Cuánto
ignora vuestra merced, Marrero, hasta dónde llegan los británicos cuando de
venganza se trata… A enemigo que huye puente de plata… Y más en nuestras
circunstancias, tan desamparados que estamos de nuestra Real Armada en estos
tiempos que corren», susurra, sabio, el viejo general.
«Ya está la cena, don
Antonio», le dice Catalina, la cocinera —leal sirvienta, ya familia, luego de
tantos años—, asomando la cara al balcón. El viejo general la mira y asiente. Pero
el recuerdo le trae de nuevo imágenes de tan recientes acontecimientos. Ahora,
aun con ansiedad, le parece estar viviendo las tempranas horas de la madrugada
de ese día, cuando los fogonazos de los primeros cañonazos desde los baluartes iluminaron
la atmósfera sobre la bahía santacrucera, mostrando el medio centenar —había
estimado el capitán de Puerto Carlos Adán— de lanchas de desembarco acercarse a tierra,
cargadas de enemigos sedientos de conquista tan codiciada, como lo era y lo
siegue siendo el suelo tinerfeño y todo el canario, sin duda. En aquel
instante, desde las almenas del castillo, sintió una gran angustia, un gran
abatimiento al reconocer tan escasa la tropa con oficio de la que disponía,
sólo los 247 hombres del Batallón, pues de la milicia campesina, en su mayor
parte carentes de mosquetes, no más que ardor en el combate se podía esperar.
El capitán de Puerto también había calculado que, por el número de buques
enemigos —conociendo muy aproximada la cifra de los desembarcados por el
Bufadero, el 22—, no serían menos de dos mil ingleses la dotación de la
escuadra, entorno a la mitad de ellos emprenderían el desembarco. Todos
curtidos hombres de guerra, instruidos y bien armados. «¡La eficacia de la
artillería es vital!», recordó afirmar a sus hombres en la madrugada
atronadora. Y tanto que fueron vitalmente eficaces la artillería de San
Cristóbal, de Santo Domingo, de Paso Alto, de San Telmo, de San Pedro y la de
la punta del muelle, en el último infructuoso intento.
«Sopa de pescado…»,
dice para sí don Antonio y se le hace la boca agua. Luego de un día tan
intenso, tan excepcional, tan victorioso,
sentarse a la mesa y disfrutar del gratificante caldo se le antoja un
bálsamo inmejorable para calmar tanta ansia padecida. «Gracias a Dios, no
tomaron tierra el primer intento del 22», suspira al pensar en lo que pudo ser
y no fue. No es para menos la pesadumbre que siente el viejo general al
imaginar las consecuencias del desembarco de setecientos, ochocientos o mil
británicos amaneciendo el sábado 22, cuando aún Santa Cruz dormía y las
defensas se hallaban somnolientas. «Bendita sea la agreste de San Andrés y
benditos sus gritos delatores», festeja don Antonio, que escucha la voz de
Catalina decirle que se le va a enfriar la sopa. Madre de Dios, cuán abatido se
sintió —parece revivirlo en este instante y hasta malo se pone— cuando creyó
perdido el Batallón, al no saber de su situación. ¿Cómo defendería Santa Cruz con
un puñado de campesinos sin formación ni armamento, sin poder contar con el
concurso de la única tropa profesional con experiencia en combate, ya en tierra
no menos de quinientos o seiscientos enemigos? Suda don Antonio, como sudó en
esos momentos de terrible incertidumbre. «No pudo ser más oportuno el joven e
impetuoso teniente de la partida de La Habana… Vicente Siera…», recuerda su
nombre con gratitud. Y tanto que fue oportuna —milagrosa piensa el viejo
general— la aparición de Siera en aquel preciso instante, para dar noticias del
perfecto estado del Batallón, que buena cuenta había dado del enemigo en la
desembocadura del barranquillo del Aceite. Suspira Gutiérrez.
«Tienen que traerme
el diván a casa», piensa de pronto. Se refiere al que mandó llevar a su
despacho en las dependencias del castillo. En él estaba echado, tratando de
descansar algo, velando la espera inquietante, cuando por el ventanuco abierto
llegaron gritos desde la rada, rasgando la noche, hasta ese instante en
silencio de sepulcro. Se acomodaba a prisa la blanca peluca, cuando irrumpían
en el despacho Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante
secretario de Inspección, el capitán de Puerto Carlos Adán, el ayudante de
Plaza José Calzadilla y el oficial de la Renta del Tabaco Gaspar de Fuentes.
«Lo he oído, señores. Subamos arriba», dijo, lacónico —refiriéndose a la
plataforma alta del castillo—, a la vez que se ajustaba al cinto la pistola.
Desde lo alto nada se veía, así que se llegaron hasta la punta del muelle, entre
los cañones más avanzados, a tratar de vislumbrar desde lo más cerca posible qué
ocurría en las oscuras aguas. Otros gritos se oyeron procedentes de alguno de
los barcos fondeados, estos inequívocos. «Se acercan los ingleses. Señores, ha
llegado el momento», había dicho el viejo general, volviendo la vista a sus
oficiales, cuando aparecían a paso ligero el teniente de Rey, Manuel Salcedo,
segunda autoridad militar del Archipiélago; el coronel Estranio, jefe de la
Comandancia de Artillería; el teniente coronel Guinther, comandante interino
del Batallón de Infantería; y el jefe de Ingenieros, coronel Marqueli. La Plana
Mayor estaba en pie de guerra, como lo estaba ya Santa Cruz.
Cerró los ojos por un
instante el viejo general, tomando una bocanada de fresco aire marino. Revivió
sin querer, porque vinieron solos, el estruendo de los cañonazos, los gritos de
enemigos y compatriotas, el fragor del combate en las calles cercanas. Aunque peor
se le antojaron en la madrugada los súbitos silencios, que callaban lo que en
verdad acaecía.
El viejo general se
sienta a la mesa, la sopa huele que alimenta. «¿Se le ha enfriado, don Antonio?
¿Quiere que se la caliente?», le pregunta la fiel Catalina. Don Antonio sorbe
con cuidado una primera cucharada y niega con la cabeza, respondiendo a la
pregunta de la cocinera. Está rica la sopa de pescado. «Pescadores
chicharreros», recuerda don Antonio a los abnegados hombres de la mar, que en
sus pesqueros trasladaron a los navíos a la tropa vencida. Sin darse cuenta,
don Antonio se ha tomado ya casi toda la sopa. Le ha sabido a poco. Claro, no
ha mojado pan, ni se percató de ello, y eso que tanto le gusta hacerlo. Y es
que los pensamientos se le van y se le vienen, y le distraen tanto que ni ha
mojado pan, afición que nunca perdona. «Qué pena, con lo rica que está»,
masculla para sí. «Gracias a Dios que el desembarco por la playa lo barrió la
artillería… —suspira—. De haber entrado por allí en número importante el
enemigo, no quiero ni pensarlo…», se debate en angustiosa especulación el viejo
general.
Inclina el plato el
anciano y en la sopa que queda, así como dos cucharadas, va a mojar un cachito
de pan, cuando Catalina, que está en todo, se acerca con un cucharón rebosante
de caldo humeante. «No va a quedarse Su Excelencia sin mojar en la sopa, como
Dios manda…», murmura ella, risueña.
En la rica sopa
flotan ahora nueve cachitos de pan, que don Antonio se echa a la boca uno a
uno, con deleite, a la luz de las velas, en la noche en calma, orgulloso de su
última y más grande victoria —sin imaginar ni por asomo a quién había vencido
en tan desigual combate—, sosegado al fin el viejo y sabio general español.
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