Atardecía el martes
10 de septiembre de 1599, cuando el almirante Jan Gerbrantsz, desde la toldilla
de su buque, observaba a la muchedumbre que aguardaba en el puerto de Zelanda
el arribo de los 13 navíos, de los 35 que el almirante jefe de la gran armada, Pieter
van der Does, le había encomendado regresar a puerto con el botín capturado en
el asalto a la ciudad de Las Palmas. El 25 de julio, el mar embravecido había
dispersado las naves, de forma que las restantes —menos aquellas que se tragó
el mar— irían llegando en fechas posteriores. El desánimo era patente entre la
oficialidad y marinería. La expedición había resultado un desastre. La impresionante
flota de 72 navíos fuertemente artillados, dotados de 12.000 hombres, cuyo
objetivo era atacar y saquear los puertos españoles, imponiéndoles rescates y apresando
sus navíos mercantes, con el fin de hundir las finanzas de la primera potencia
mundial, se había visto frustrada en el asalto a la ciudad del Real de Las
Palmas. Con los españoles se sostuvo combate en el desembarco del 27 de junio, hasta el abandono de la isla (el
8 de julio de ese año de 1599), luego de la derrota infringida por los canarios
el 3 de julio, en el cerrillo del Batán, en heroica lucha, que ocasionó al
enemigo multitud de bajas. La misma suerte corrieron los holandeses días
después en su intento de invadir la isla de La Gomera. Aquellos isleños eran
gente recia.
Ilustración de la armada de Van der Does frente a Las Palmas |
De nada le sirvió a Van
der Does tratar de continuar con la misión encomendada al frente de los
restantes 37 mejores navíos. Una
consecución de desastres acompañó al pomposo almirante, que antes de abandonar
la isla de Canaria, saqueó e incendió su capital, con el objeto de hacer el
mayor daño posible. Muy pocos de ellos lograron regresar a Zelanda. El propio
Van der Does, gravemente enfermo, murió el 24 de octubre del mismo año.
En Las Palmas se
celebró con gran algarabía la marcha de los holandeses, aunque con mucha pena y
dolor se comprobó el gran daño que el fuego hizo a la ciudad. La defensa en la
playa y las murallas, que con tal valor hicieron las milicias y paisanos, a las
órdenes del gobernador y capitán general don Alonso de Alvarado, dio tiempo a
civiles y autoridades a llevarse consigo parte de los enseres y documentos. Lo
que quedó fue saqueado o pasto de las llamas. Las familias que se habían refugiado
en el interior de la isla —en Santa Brígida principalmente, desde donde se
reorganizó la defensa— regresaron a los hogares que ahora no eran más que
rescoldos. El teniente de gobernador don Antonio Pamochamoso (dado que
Alvarado, gravemente herido en combate, fallecía el 20 de agosto) y el obispo
don Francisco Martínez, al frente de sus paisanos, emprendieron la magna labor
de la reconstrucción de la ciudad atlántica, del renacer del Real de Las
Palmas.
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